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Huellas N.01, Enero 1994

SOCIEDAD

El otro golpe

Marco Biscella

Rusia es teatro de choques políticos cuyas causas se ocultan tras los fáciles esquemas de «democracia» y «nostalgia comunista». Si levantamos el velo, por el contrario...

Ninguna cámara de televisión de la CNN lo ha transmitido. Sin embargo Rusia ha sido sacudida, entre el martes 21 y martes 21 y el martes 28 de septiembre, por otro «golpe», además del intentado en la Casa Blanca del Parlamento. Un golpe invisible, pero que dejará por las calles de Moscú y por todo el ex-imperio soviético un número de «víctimas» mayor que los caídos bajo los cañones de los tanques enviados por Yeltsin para desalojar y vencer a Rutzkhoj, Jazbulatov y sus secuaces. Se trata de decenas de miles de parados y de una pobreza más extendida y difundida entre la gente. En aquella semana de septiembre, de hecho, el gabinete económico del Kremlim, guiado por el reentrante viceprimer ministro Egor Gaidar, colocó tres «minas» para hacer saltar las trincheras que cortaban las calles de la transición hacia la economía de mercado: reducción de los subsidios a la agricultura, liberalización de los precios del pan y de la leche y finalmente adopción de severísimas medidas monetarias y concernientes a los créditos para bloquear la inflación. Detrás de estas operaciones, se oculta la longa manus del Fondo Monetario Internacional y de la Banca mundial, convertidos -nunca como hoy- en los dos brazos operativos de la Escuela de Chicago, es decir, de aquella corriente de pensamiento económico ultraliberal y monetarista que tiene la pretensión de querer exportar a la ex Unión Soviética el modelo capitalista puro y duro, con una destructiva terapia de choque (por los efectos sociales que provoca y que provocará). No por casualidad, a comienzos de septiembre, el FMI negó a Rusia la segunda partida de ayudas (un préstamo de 1,5 millones de dólares) concedidos en junio, y la Banca mundial interrumpió una línea de crédito de 600 millones de dólares, lanzando ambas a Yeltsin una dramática disyuntiva: o Moscú elige el libre mercado en seguida o el país será abandonado al propio destino. Que ya hoy tiene toda la apariencia del caos: producto interior bruto (-19% ), producción industrial (-18,8%), la agrícola (-8%) y comercio exterior (-50%) con caída en picado, mientras los precios de los bienes de consumo han crecido más del 2000%. Cifras espantosas. También porque en realidad más allá del flamear de banderas de las promesas de ayuda económica de Occidente no se ha hecho mucho por ayudar a Rusia en esta difícil fase de transición, tras siglos de zarismo y decenios de socialismo real. El G-7 (el grupo de los siete países más industrializados del mundo) ha cerrado más veces la puerta en la cara a la petición de ingreso de la ex-URSS y del paquete de ayudas concedido desde el 90 hasta el 92; valorado en 65 mil millones de dólares, sólo 4,5 millones han encontrado una salida adecuada, a pesar de la creación de 31 asociaciones, con sede en Moscú y en San Petersburgo, para favorecer la colaboración comercial con los países occidentales. Dichos países se adhieren, como única alternativa practicable ante el desastre del ex «gigante ruso», a las teorías de big­bang de los profesores americanos y a la falsa filantropía de los intelectuales, que gustan descargar conceptos como provecho, bienestar y deseo de supermercado también sobre las cabezas de los rusos. O mejor aún, sobre su propia piel. Según una investigación de la Universidad de Glasgow (pasada por alto por los medios de comunicación occidentales), el 81 % de los rusos mantiene que las privatizaciones (perseguidas salvajemente, visto que en tres años se han efectuado más de tres mil operaciones de venta) no provocarán cambios en los estatus de vida actuales y el 72% ve negros los efectos que estos abandonos, impuestos desde el exterior, tendrán sobre la economía del propio país. Con qué derecho no darles la razón cuando se sabe que el ministro de Economía ruso, Boris Fiodorov, anuncia en una entrevista a una televisión suiza que la liberalización del precio del pan será compensada con la introducción de una especie de bono para las personas más indigentes equivalente a 600 rublos mensuales (0,6 dólares ... ). ¿O cómo no darles la razón cuando se ha sabido que el alcalde de Moscú ha aumentado en un 200% el precio de los medios de transporte público? Y además: ¿Cómo no darles la razón cuando cuatro familias sobre cinco tienen tres o más hijos y están obligadas a vivir por debajo del umbral de pobreza, es decir, en un nivel doble de miseria con respecto al de otros países? En los fríos años de comunismo y de la planificación industrial totalmente dedicada al aparato bélico, el pueblo ruso, fiel a su tradición campesina, hizo del ahorro su tabla de supervivencia; había rublos, aunque los escaparates estuvieran vacíos. Hoy ya no quedan rublos. Mejor dicho, nunca son suficientes.
Para conseguir comer y cenar, se recurre al mercado negro, donde se vende cualquier mercancía comprada en Polonia o en los países bálticos incluso a precios cuatro o cinco veces superiores. Además, por las calles de la capital, campean a sus anchas la mafia (con el monopolio sobre la droga y el vodka) y la delincuencia organizada (ladrones y homicidas aumentan a pasos agigantados), mientras que en las numerosas periferias del imperio las leyes del Estado simplemente no son tenidas en cuenta. Mientras tanto otras dos «bombas», hasta hoy sin explotar, juegan a los pies de Yeltsin. La primera es el riesgo, para Rusia, de encontrarse en medio de una esquizofrénica competición de tiro de la cuerda entre Alemania -el país occidental más comprometido económicamente con Moscú, con sus 50 mil millones de marcos invertidos- y Japón, que atrae como a un imán a Siberia, con sus enormes reservas de petróleo y de gas natural. La otra carga de dinamita (y la más peligrosa) está constituida por la incógnita de las Fuerzas armadas. Trescientos mil militares se encuentran hoy sin alojamiento para sus familias, sin trabajo y profesionalmente descalificados. La industria bélica, en espera de la propia reconversión con objetivos civiles, hoy funciona a ritmos bajísimos, con el riesgo de cierres y despidos. ¿Hasta cuándo aceptarán servilmente los generales de la renaciente Armada roja que sólo se produzcan 675 tanques (eran 13 mil hace tres años). 170 aviones (contra más de 600) y ocho barcos de guerra (20 en 1990) al año?

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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