Desde Iván «el terrible» hasta Stalin: revoluciones y cambio de poder en Rusia se realizan siempre con baños de sangre. ¿Una maldición? Pero durante el último golpe en Moscú reinaba la indiferencia...
En Moscú, además de la masacre, ha sido noticia la indiferencia. O mejor dicho, la presunta indiferencia con la que una ciudad de 10 millones de habitantes ha escuchado los cañonazos, y ha visto caer en sus calles centenares de muertos y heridos. Han sido noticia los miles de curiosos que desde los puentes sobre Moscova, entre cochecitos y perros que iban de paseo han asistido al espectáculo de una sublevación y de un golpe que primero se intentó y después se sofocó en una masacre.
A dos pasos de la «Casa Blanca» en llamas, los kioskos de bebidas y de chocolatinas se hacían de oro. El mundo contenía el aliento y Moscú continuaba su vida de siempre. Tanto es así que alguien ha pensado: sólo aquellos miles de curiosos, sólo aquellas multitudes aparentemente distraídas conocen bien su país. Saben, o creen que lo saben, que así ha sido siempre y así siempre será. Pues cada cambio grande, en la inmensa Rusia, trae consigo el sello de la sangre. Pero, ¿verdaderamente es así?
¿Verdaderamente puede recaer una maldición similar sobre un único pueblo? Si se le pregunta a la historia, ésta dice que sí. Pero después se nos recuerda que la historia, incluso la rusa, tiene como protagonista al hombre, el hombre de carne y hueso. Y entonces el discurso se complica, y ninguna otra respuesta parece tan clara.
Entre las numerosas crónicas o leyendas que recuerdan la vida de Iván IV «Groznj», «el terrible» hay una que probablemente le habría gustado mucho a Sigmund Freud. Un día, Iván convoca en la corte a uno de sus consejeros más fieles. Le hace un ademán para que se acerque al trono, después saca del abrigo de piel una cuchilla. Y corta la oreja derecha del malaventurado: lentamente, con gran concentración. El consejero no se mueve, no grita. Pero al final se inclina y murmura: «Gracias, señor, por haberme salvado la vida».
Palabras que podrían recordar, a distancia de siglos, otras palabras escritas en la cárcel por Nikolaj Bukarin. Podrían recordar a otro zar, aquel Josif Stalin al que los compañeros de juventud llamaban «Koba». Bukarin estaba a punto de ser justiciado, por una culpa que sabía que nunca había cometido. Pero escribía a su justiciero, al que ni siquiera había querido recibir en su última entrevista: «Perdóname, Koba, si es que puedes. Y no te olvides de tu Nikolaj».
Stalin e lvan Groznj, Stenka Razin y Drezhinsky: todavía una vez más la historia parece ofrecer su respuesta unánime. Y parece que una reguero scarlata recorre todas las crónicas rusas. De siglo en siglo, como una misteriosa condena. Si la autocracia de los Romanov condenó a muerte a 8.000 personas desde el principio del siglo XIX hasta 1916, el liberador «Lenin» supo llegar aún más lejos: permitió que la «cheka», su policía secreta, matase cruelmente a decenas de miles de rusos en sólo los dos primeros años de poder bolchevique. Dicen las estadísticas oficiales de la misma «cheka», seguramente aproximativas por defecto, que desde enero de 1918 a julio de 1919 fueron fusiladas por orden del gobierno 8.389 personas en sólo veinte provincias de la Rusia central. Después de 74 años, en 1991, el régimen inventado y encarnado por Lenin cayó: al menos formalmente, en sus estructuras y en su sistema de gobierno. Han pasado casi dos años de extraño vacío, el caos de la transición económica. Un país ilimitado, con 40.000 cabezas nucleares, sale de un sistema político totalitario para entrar en otro sistema que todavía nadie conoce. Desde una ideología que tenía como axioma de fe la propiedad estatal, a otra diferente que reconoce sólo la propiedad privada. Mejor dicho: desde una ideología a la ausencia total de ideologías. Desde el imperio de hierro, a los estadillos de hojalata que se fragmentan entre guerras étnicas y chantajes atómicos.
Ha sido la vida misma, como dijo Gorbachov a Honecker, la que ha impuesto este salto al vacío. Y ¡ay de ello si no hubiese sido así! Ni siquiera en Rusia hay nostalgia por el pasado, si se excluyen aquellas vagas y confusas (nostalgias) de la minoría que el pasado 3 de octubre intentó conquistar el poder. Pero todos, o casi todos, se dan cuenta de que el estado implica un precio. Y el precio no se refleja sólo en el monedero familiar: sino también en las costumbres, en la vida de todos los días, en la moral y en el mundo personal de cada uno. Aquel inicio de 1991, que todavía sigue en curso, es una verdadera revolución. Mucho más profunda y radical que las reformas de Pedro el Grande, o del golpe perpetrado por Lenin en 1917.
Pero si todo esto es verdad, entonces se encuentran también repuestas a las preguntas de antes. Entonces se intuye que los acontecimientos moscovitas de octubre pueden leerse con una luz totalmente diferente, es decir no sólo no confirman la presunta maldición que gravitaría sobre la historia rusa, sino que, más bien, la desmienten.
Porque, por primera vez, las Rusias afrontan un cambio radical de época con un solo y circunscrito -al menos por ahora, así se espera- sobresalto de violencia. Y por primera vez, esta violencia no supera ciertos límites: la población no está implicada, no se deja implicar. Su aparente indiferencia es únicamente cansancio, comprensión de lo inútil que es derramar sangre. Podría ser algo que induce a esperar, más que un síntoma de ruina.
Durante dos años, desde 1991 en adelante, se ha dado por inminente una espantosa guerra civil: no es posible, se decía, que 74 años de dictadura cruel acaben así, sin matanzas y sin el recurso de los arsenales nucleares. Ahora, desgraciadamente, la sangre se ha derramado de verdad. Pero sólo durante dos días, hay que volver a repetirlo, sólo en una ciudad.
Perdieron la vida 10.000 ó 20.000 personas, obreros esclavos, cuando Pedro el Grande quiso construir su Petersburgo, abriendo así su imperio a occidente. Y Alejandro II, el más progresista de los Romanov, fue obligado a levantar los patíbulos para conservar el trono y, a la vez, llevar a cabo la más grande de sus reformas: la abolición de la servidumbre de la gleba. De Lenin ya se ha hablado suficiente, de Stalin también.
Hoy, ésta es la tragedia de Moscú. Que ha sido terrible, y si se tuviese que repetir, haría temblar al mundo entero. Pero lvan Groznj y Josif Stalin, tal vez, están ya saliendo, poco a poco, de la historia de las Rusias.
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