Como contribución al momento político actual, publicamos el discurso pronunciado por Luigi Giussani ante la Asamblea de la DC de Lombardía.
Assago (Milán), 6 de febrero de 1987
Elemento dinámico
1. La política, al ser la forma más completa de cultura, no puede nutrir otra preocupación fundamental que la del hombre. En su discurso ante la Unesco, Juan Pablo II dijo: «La cultura se situa siempre en relación esencial y necesaria con lo que es el hombre».
Ahora bien, lo más interesante es observar que el hombre es uno en la realidad de su yo. En ese mismo discurso, el Papa advierte: «En la cultura es necesario considerar al hombre integral, al hombre entero, en la verdad completa de su subjetividad espiritual y corporal. Es necesario imponer sobre la cultura -como sistema auténticamente humano y síntesis espléndida del espíritu y del cuerpo- divisiones y oposiciones preconcebidas».
¿Qué es lo que determina y da forma a esta unidad del hombre, del yo? El elemento dinámico que, por medio de las preguntas y las exigencias fundamentales en las que se manifiesta, guía la expresión personal y social del hombre. Por decirlo brevemente, llamo sentido religioso a este elemento dinámico, a este factor fundamental que se expresa en el hombre por medio de preguntas, instancias y estímulos personales y colectivos.
La forma de la unidad del yo es el sentido religioso.
Recuerdo el capítulo 17 de los Hechos de los Apóstoles, cuando San Pablo explica la migración grande e imparable de los pueblos en busca de Dios.
El sentido religioso aparece, entonces, como la raíz de la que brotan los valores. Un valor consiste, en última instancia, en la perspectiva de la relación entre algo contingente y la totalidad, el absoluto. La responsabilidad del hombre, a través de todos los estímulos que le llegan en el impacto con la realidad, se compromete con la respuesta a las preguntas que el sentido religioso (lo que la Biblia llamaría «corazón» del hombre) expresa.
El poder
2. Al ponerse en juego esta responsabilidad ante los valores, el hombre se relaciona con el poder. Entiendo por poder lo que Guardini, en un libro titulado precisamente así, definía como el diseño de la finalidad común y la organización de las cosas para alcanzarlo.
Ahora bien, o el poder está determinado por la voluntad de servir a la criatura de Dios en su evolución dinámica (es decir, servir al hombre, a la cultura y a la praxis que se derivan de ahí) o bien tiende a reducir la realidad humana a lo que ha decidido previamente que es su imagen de la evolución de la realidad, es decir de la historia.
Así se origina un Estado que se concibe como fuente de todos los derechos y que, por lo tanto, reconduce al hombre, como dice la Gaudium et Spes , a «un trozo de materia o a ciudadano anónimo de la ciudad terrena».
La tragedia de nuestro tiempo
3. Quiero insistir sobre la posibilidad nefasta a la que me acabo de referir.
Si el poder mira exclusivamente a lo que concierne a su propia imagen sobre la realidad debe intentar gobernar los deseos del hombre. En efecto, el deseo es el emblema de la libertad porque abre el horizonte de la categoría de la posibilidad. Mientras que el problema del poder es el de obtener el mayor consenso posible de una masa cada vez más condicionada en sus exigencias.
De este modo, los mass-media y la secularización se convierten en instrumentos para la inducción empecinada de ciertos deseos y la cancelación o la exclusión de otros deseos del hombre, y así los valores sufren una reducción sistemática y esencial. Como observa el Papa en la Encíclica Dives in Misericordia: «La tragedia de nuestro tiempo es la pérdida de la libertad de conciencia que sufren pueblos enteros, obtenida mediante el uso cínico de los medios de comunicación social por parte de quien detenta el poder».
La gran homologación
4. ¿Cuál es la consecuencia de lo dicho hasta ahora? El panorama de la vida social se hace cada vez más uniforme y gris: es la gran «homologación» de la que hablaba Pasolini. Una situación que se podría describir con la siguiente fórmula : la P (poder) está en proporción directa con la I (impotencia). El poder se convierte en prepotencia ante una impotencia favorecida, precisamente, a través de la reducción sistemática de los deseos, las exigencias y los valores.
Me permito citar un pasaje del gran escritor checoslovaco Vaclav Belohradsky, uno de los primeros firmantes de «Carta 77». Dice así: «Tradición europea significa no poder vivir más allá de la conciencia, reduciéndola a una aparato anónimo como la ley o el Estado. Esta firmeza de conciencia es una herencia de la tradición griega, cristiana y burguesa. La irreductibilidad de la conciencia a las instituciones está amenazada en la época de los medios de comunicación de masa, de los Estados totalitarios y de la computerización generalizada de la sociedad. En efecto, nos resulta muy fácil imaginarnos instituciones tan perfectamente organizada que impongan como legítima cualquiera de sus acciones. Basta con disponer de una organización eficiente para legitimar cualquier cosa. Podríamos sintetizar de este modo la esencia de lo que nos amenaza: los Estados programan a los ciudadanos, las industrias a los consumidores, las editoriales a los lectores ... Toda la sociedad se convierte, poco a poco, en algo que el Estado produce».
El desencanto de los jóvenes y el cinismo de los adultos tiene su origen en el apagamiento del deseo. Y en esta inercia general, ¿cuál suele ser la alternativa? un voluntarismo asfixiante y sin horizonte, sin genialidad y sin espacio. Un moralismo que apoya al Estado entendiéndolo como la fuente última de la consistencia del flujo vital humano.
Movimientos y obras
5. Una cultura de la responsabilidad debe mantener viva la posición original del hombre, de la que brotan los deseos y los valores. Una cultura de la responsabilidad no puede no partir del sentido religioso.
Impulsa a los hombres a unirse no por la provisionalidad de un provecho propio sino en lo sustancial. Impulsa a unirse en la sociedad con una integralidad y una libertad sorprendentes: el nacimiento de movimientos es el signo de esa vivacidad, responsabilidad y cultura que dinamizan todo el cuerpo social.
Hay que observar que los movimientos son incapaces de reducirse a lo abstracto. A pesar de la inercia o la falta de inteligencia de quien los representa o de quien participa en ellos, los movimientos tienden a mostrar su autenticidad haciendo frente a las necesidades en las que se encarnan los deseos; imaginando y creando estructuras operativas, capilares y tempestivas, que llamamos «obras» ( «formas de vida nueva para el hombre» como dijo Juan Pablo II en el Meeting de Rímini de 1982).
Las obras constituyen una aportación verdadera a la novedad del tejido y del rostro de la sociedad.
Me permito observar, a este propósito, que las características de las obras generadas por una responsabilidad auténtica deben ser el realismo y la prudencia (el realismo se conecta con la importancia del hecho de que el fundamento de la verdad es la adecuación del entendimiento a la realidad; mientras la prudencia, que en la Summa de Santo Tomás se define como un criterio recto ante las cosas que se hacen, se mide según la verdad de las mismas, incluso antes que según el aspecto ético de la bondad).
La obra, precisamente por esta necesidad de realismo y de prudencia, se convierte en signo de imaginación, de sacrificio y de apertura.
Por lo tanto, en el compromiso con la primacía de una socialidad libre y creadora ante el poder, se demuestra la fuerza y la duración de la responsabilidad personal. En la primacía de la sociedad frente al Estado se salva la cultura de la responsabilidad.
Primacía de la sociedad, y, por lo tanto, del tejido creado por relaciones dinámicas entre movimientos: a través de la creación de obras y agregaciones, los movimientos construyen las comunidades intermedias que expresan la libertad de las personas, potenciada por la forma asociativa.
La tarea de la política y del partido
6. Querría proponer ahora algunas conclusiones.
Un partido que sofocase, que no favoreciese o que no defendiese esta rica creatividad social, empezaría a crear a mantener un Estado predominante sobre la sociedad. Un Estado así se reduciría a estar en función de los programas de quien estuviese en el poder. Se llamaría a la responsabilidad sólo para suscitar el consenso sobre cosas programadas de antemano. E incluso la moralidad se concebiría y se exaltaría sólo en función del status quo, al que quizá se designaría con la palabra «paz».
Pasolini sugería con amargura que un Estado de poder (es decir un Estado entendido como un determinado orden de poder), al modo en que con tanta frecuencia lo tenemos hoy, es inmodificable y deja espacio, al máximo, a la utopía, porque ésta no dura, o a la nostalgia individual, porque es impotente.
Por el contrario, una política verdadera es la que defiende una novedad de vida en el presente, capaz de modificar el orden del poder.
La política debe decidir, por lo tanto, si favorece a la sociedad exclusivamente como instrumento de manipulación del Estado, como objeto de su poder. O si favorece un Estado que sea verdaderamente laico, es decir, al servicio de la vida social, según el concepto tomista de «bien común», tal y como fue vigorosamente recuperado por el gran y olvidado magisterio de León XIII.
He hecho esta última observación, aunque sea obvia, para recordar que no es un camino nada fácil, sino duro, como lo es siempre el camino de la verdad en la vida. Pero no hay que tener miedo, ni siquiera aquí, de lo que decía el santo Evangelio: el que quiera salvar sus cosas, su vida, la perderá y el que dé su vida por el nombre de Cristo la ganará.
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