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Huellas N.06, Junio 1993

VIDA DE LA IGLESIA

Por mi causa

Fidel González

Continúa la serie de los «nuevos mártires» mejicanos. Asesinados por sus obras sociales, pero sobre todo porque afirmaban a un único Señor

¿Por cuál de estas obras me matáis?
Se llamaba Cristóbal Magallanes; murió fusilado el 25 de mayo de 1927 a los 58 años. Antes de ser sacerdote fue pastor y campe­sino. Fundó cooperativas agrícolas adquiriendo terrenos que fueron a parar a campesinos sin tierras, dio impulso a la agricultura construyen­do instalaciones de riego, canales, distribuyendo abonos y semillas de maíz; y además escuelas, centros de catecismo y centros culturales para niños y adultos, periódicos, bibliote­cas e incluso teatros y bandas musi­cales. Dirigió talleres de carpintería y zapatería y llegó incluso a construir una central eléctrica para alimentar a los molinos; promovió las semanas sociales regionales siguiendo las indicaciones de la Rerum Novarum de León XIII y fundó un sindicato obrero. Construyó numerosas «capi­llas-escuelas» en las haciendas más lejanas e inició las misiones entre los indios. «¿Por cuál de estas obras me matáis?» preguntó al poder que le asesinó. Le mataron porque detrás de todo esto estaba el mismo Jesucristo y su Iglesia, sencillamente.
Cuando en 1914 el gobierno masón cerró todos los seminarios, el enérgico sacerdote recogió a todos los seminaristas dispersos y fundó uno nuevo, también éste cerrado al poco tiempo por el gobierno. Uno de sus primeros ayudantes fue el futuro arzo­bispo de Guadalajara y primer carde­nal de Méjico, José Garibi Rivera.
El 21 de mayo de 1927 le arresta­ron mientras se dirigía a celebrar la Eucaristía en un lejano pueblo de su región. Fue fusilado cuatro días des­pués junto a uno de sus discípulos del seminario clandestino: don Agustín Caloca. Ante el pelotón de ejecución, volviéndose a su discípu­lo, dijo: «Animo, Dios quiere márti­res. Un momento, Padre, y estaremos en el Cielo». A estas palabras el joven discípulo respondió, mirando a sus justicieros: «Nosotros vivimos para Dios y en él morimos».

«Mirar constantemente a Jesucristo»
Este era el lema de don José María Robles, fusilado a los 39 años la mañana del 26 de enero de 1927. El joven sacerdote había generado un movimiento de vida cristiana que daría también origen a una congre­gación religiosa.
Había puesto como corazón de aquel movimiento a la persona viva de Jesucristo y la pasión por su Igle­sia. Se prodigó en favor de los obre­ros, de los enfermos y de los más débiles. Llama la atención la preocu­pación social de todos estos sacerdo­tes mártires, justamente en la época en la que los gobiernos mejicanos se autoproclamaban de forma demagó­gica de inspiración socialista.
Cuando el gobierno mejicano ordenó a los sacerdotes abandonar los propios pueblos y reunirse en las ciu­dades, don José María eligió perma­necer con su gente. Sabía que esto significaba la pena de muerte y vivió en clandestinidad, hasta que finalmen­te fue encontrado por la policía. Le arrestaron mientras se disponía a cele­brar la Misa. Le arrastraron por cami­nos tortuosos atado de pies y manos.
Después de cuatro horas de marcha le fusilaron. Antes de morir besó la cuer­da y bendijo a sus asesinos.

Mártires incluso entre los asesinos
Don Román Adame, de 68 años, fue asesinado en un cementerio el 21 de abril de 1927, junto a uno de los soldados que iban a fusilarlo.
Cuando el gobierno cerró las igle­sias, él continuó su misión de casa en casa y de pueblo en pueblo. La poli­cía le buscaba como a un bandido. Le capturaron mientras visitaba un pue­blo perdido para celebrar la Misa, denunciado por un «traidor». Era de noche. Los soldados asaltaron la casa donde estaba el sacerdote, violaron a las mujeres, arrestaron a los hombres, ataron al sacerdote y medio desnudo le arrastraron con los caballos. Cuan­do llegaron al pueblo le mantuvieron atado durante dos días a una columna sin comida ni agua. El coronel que había ordenado arrestarlo pidió 6000 pesos de oro a la gente de su parro­quia como rescate. El pueblo los reu­nió. El coronel, tras recibirlos, ame­nazó a los habitantes y ordenó el fusi­lamiento del sacerdote. La gente siguió a su párroco en profundo silencio hasta el cementerio situado sobre una altura. Así cuenta un testigo: «Desde el cementerio se oyó el grito del oficial: "Preparad las armas", y los fusiles dispararon excepto el del soldado Antonio Carrillo. El oficial repitió la orden al soldado que siguió sin obedecer; entonces le despojó de la divisa militar, lo agarró con fuerza y lo llevó junto al sacerdote, quien le dijo que hiciera su deber. El oficial ordenó de nuevo hacer fuego. Los dos cayeron uno sobre otro».
Algo parecido le sucedió a don Tranquilino Ubiarco, ahorcado en la medianoche del 5 de octubre de 1928. Tenía 29 años. Había estudiado en el seminario diocesano y en los semina­rios clandestinos como otros muchos sacerdotes. Cuando la persecución arreciaba, ejercitaba su ministerio de forma clandestina, de pueblo en pue­blo. El gobierno había ordenado a los campesinos abandonar las haciendas y reunirse en las ciudades para poder­les controlar. Don Tanquilino organi­zó entonces comedores públicos y una red de asistencia para esta pobre gente arrancada por la fuerza de su casa. Le prendieron de noche mien­tras se escondía en casa de dos parro­quianos que debería haber casado al día siguiente. Preguntó cómo le iban a ajusticiar. Le enseñaron la cuerda. Preguntó quién de los soldados iba a ser el verdugo. Uno se adelantó tími­damente. «Todo está dispuesto por Dios», le dijo el sacerdote, «quien
recibe una orden no es responsable». El soldado le dijo que no obedecería la orden, don Tanquilino bendijo la cuerda con la que iban a colgarlo. Aquella misma noche, el soldado cuya conciencia había rechazado colaborar en aquel crimen fue pasado por las armas. La gente recogió el cuerpo del sacerdote y le dio sepultu­ra como a un mártir. El mando militar ordenó la colocación de metralletas en las plazas, con orden de disparar contra la gente, pero los soldados no tuvieron el valor para ello.
Don José Isabel Flores fue deca­pitado en un cementerio después de haber sido cruelmente torturado durante su encarcelamiento; tenía 61 años. Dio vida a obras educativas, promovió las catequesis y vivió en medio de su gente en los días funes­tos de la persecución. ¿Cómo iba a abandonar a su grey después de haber sido párroco de aquella gente durante 27 años? Le dijeron que si le apresaban le fusilarían sin ninguna formalidad. Prefirió quedarse.
Le llevaron a una sucia cárcel y lo encerraron en el baño, colgándolo grandes piedras de las axilas. El día anterior a su muerte el soldado que le vigilaba le liberó de este tormento. Querían que renegara de su fe a cam­bio de la libertad o por lo menos que rompiera su comunión con el Papa. Todos sus parro­quianos intentaron liberar­lo, llegando a pagar por su libertad su peso en plata, pero el gobierno no lo aceptó.
Quería su apostasía católica.
Le mataron alrededor de la una de la madrugada del 21 de junio de 1927. Le ataron a un árbol; querían colgarlo ahogándolo poco a poco. El sacerdote les dijo que les perdonaba a todos. Uno de los soldados se negó a torturarlo, diciendo que había sido bautizado por él. El oficial gritó indignado: «Te mataremos tam­bién a ti» y el soldado respondió: «Entonces muero con mi padrino». Le fusilaron al momento. Después bajaron al sacerdote para fusilarlo, pero las armas no dispararon, enton­ces uno de los asesinos tomó un machete y le decapitó.

Si gritas « Viva el gobierno», no te colgamos...
Don Rodrigo Aguilar fue ahorca­do el 28 de octubre de 1927, tenía 52 años. Había dicho: «Los soldados podrán quitarnos la vida pero jamás la fe». Los soldados se vengaron del pueblo saqueándolo, dado que en él había un seminario clandestino. Los sacerdotes y seminaristas fueron sorprendidos por los soldados. Los más jóvenes lograron huir; don Rodrigo, que estaba enfermo, fue arrestado junto a un seminarista que había deci­dido quedarse con él. Los soldados le llevaron a la plaza del pueblo para colgarlo de un enorme mango. El sacerdote bendijo la cuerda, la besó, perdonó a todos y regaló un rosario a vez le dejaron arriba. La gente atemo­rizada había huido. Los soldados des­pués de saquear el pueblo quemaron junto al cadáver todos los paramentos de la iglesia. Dos cristianos tuvieron el valor de pedir el cuerpo y de sepul­tarlo allí cerca.
Don Margarito Flores fue fusila­do el 12 de noviembre de 1927. Tenía 28 años y acababa de ser nom­brado sacerdote. Se dio cuenta en seguida del proyecto de descristiani­zar Méjico por medio de las sectas. Por eso se trasladó a la capital: era necesario combatir la batalla de la fe justamente en el lugar donde se pla­nificaba su destrucción.
Cuando mataron al padre David Uribe, su paisano, volvió sin perder tiempo al pueblo para sustituirlo, donde las autoridades habían amena­zado matar a todos aquellos sacerdo­tes que pusieran su pie en él. En su pueblo le ayudó un oficial que lo pagaría con su vida. Fue capturado apenas entró en el pueblo. Le lleva­ron al mando militar haciéndole andar toda la noche, atado y descalzo.
No sirvieron de nada las súplicas de los fieles que querían rescatarlo con su peso en plata. Le mataron al poco tiempo, detrás de la iglesia parroquial. El mártir se arrodilló y rezó antes de ser fusilado.

Un documento de fe
Don Miguel de la Mora ejercitaba su ministerio en la catedral de Colima cuando fue arres­tado. Fue fusilado en la comisaría de policía el 7 de agosto de 1927 a los 53 años. Colima era el estado mejicano donde comenzó la sanguinaria persecución.
En febrero de 1926 el gobierno ordenó que todos los sacerdotes se adhirieran al proyecto gubernamental de crear una nueva iglesia cismática nacional indepen­diente de los Obispos y del Papa. En señal de protesta el Obispo de Colima ordenó la suspensión de los cultos en público, como haría tres meses después el episcopado mejicano. Antes de hacer esto, el Obispo había reunido a todos sus sacerdotes y había celebrado con ellos una vigilia de adoración al Santí­simo: todos aceptaron la decisión del Obispo y firmaron un documento de adhesión a la fe de la Iglesia católica.
El gobierno les procesó y les con­denó a todos a muerte, sin excepcio­nes, empezando por el Obispo.
Don Miguel se escondió en la ciu­dad para seguir su ministerio en clan­destinidad. Un día fue reconocido por un vecino de excepción, un general del ejército. Se le ordenó abrir el culto cismático en la catedral, pero de nada sirvieron las promesas de honores y de dinero, ni las amenazas de muerte. Logró huir pero pronto le capturaron. Llevado ante el general que le busca­ba, le condenó a muerte nada más ver­le. El sacerdote tomó el rosario de su bolsillo y empezó a rezar en silencio. Fue fusilado pocos instantes después bajo la mirada de uno de sus herma­nos que había sido arrestado con él.
En 1942 fue desenterrado y sepultado en la cripta de los Mártires en la catedral de Colima.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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