Los artículos que la prensa italiana ha dedicado al Meeting de Rímini documentan la atención suscitada por este acontecimiento y lo contradictorio del juicio vertido, más que sobre el Meeting, sobre la «cuestión italiana». Contradicción que el encuentro de Rímini ha puesto claramente en evidencia. Aquí queremos volver a proponer nuestro juicio que, sin entrar en críticas a menudo ambiguas y aproximativas, describe la posibilidad de una postura constructiva como la que el Meeting ha señalado a todos.
El terremoto que ha sacudido a Italia ha favorecido y acelerado fuertemente un fenómeno que podemos llamar la destrucción de la conciencia de nuestro pueblo. Es como si la mayoría de los italianos estuviera afectada por una especie de síndrome de Chernobyl: algo que antes de mutar el aspecto externo de las personas muta profundamente el interior, justamente la conciencia.
De hecho, un pueblo consiste en la conciencia que un conjunto de personas tiene de una finalidad ideal común y de los medios para intentar realizarla. La actual situación civil, sin embargo, carece de un ideal adecuado. Parece como si ya no hubiera nada que exceda el aspecto utilitarista y el fácil moralismo farisaico.
Quienes están, según diversos títulos, a la cabeza del pueblo italiano no pueden por tanto no sentir una grave responsabilidad. En los pasados decenios algunas figuras no escuchadas de la cultura italiana, como por ejemplo Pasolini, lo habían previsto. La conciencia del pueblo ha sido sustituida por la opinión común. Y ésta es señalada como árbitro de todo, precisamente por parte de aquellos que, detentando el poder de los mass media (usados de modo faccioso como en el 68) y de los instrumentos económico-financieros, pueden influir sobre la conciencia del pueblo de un modo incisivo y continuado. Más en concreto, el recurso orquestado de suscitar el escándalo ante los males ajenos, dividiendo farisaicamente el mundo entre «buenos y malos», sirve para censurar el contenido primordial y existencialmente innegable de la conciencia de un hombre: la conciencia de estar hecho para la felicidad y al mismo tiempo de ser carente, limitado en la tensión hacia el bien y la justicia que, en cambio, pretende de los demás. Sabemos que el hombre normalmente yerra, de modo que raramente quien acusa es inmune al mismo error. También Norberto Bobbio ha advertido recientemente que no se puede afrontar la, así llamada, «cuestión moral» si no se tiene en cuenta el problema del mal.
La auténtica moralidad trata de tener en cuenta todos los factores en juego, sin olvidar o censurar nada. El moralismo, sin embargo, es una posición por naturaleza facciosa. Exalta ciertos valores y censura otros (según la mentalidad y la «moda» dominante en la sociedad): de unos se pretende la coherencia total, mientras de otros se acepta y aplaude su ausencia. De este modo el moralismo genera en la persona un horizonte moral angosto, por el cual se está, por una parte, prontísimo a condenar y, por otra, a justificarse. Es una elección unilateral de valores, con el fin de un propio beneficio (económico o político, de poder) o del propio vivir tranquilo. Para el cristiano el primer realismo moral tiene un nombre: conciencia de ser pecador. Esta no coincide con la desidia o con un aguantar pasivamente el abuso: más aún, moviliza con verdadera pasión para tratar de refrenar y corregir las situaciones, pero sin «escándalo» y con la humilde conciencia de ser corresponsables. El ideal de justicia y de verdad, para el hombre auténticamente consciente, es algo a lo que juntos y de modo continuo se tiende. Por esto entre las leyes hay una que es la suprema y que el hombre sólo la ha aprendido en el encuentro con el cristianismo: sin misericordia, sin perdón, no se construye nada, no se reconstruye nada. La misericordia es el signo supremo de la moralidad y es índice del sentido de corresponsabilidad presente en el pueblo. Vale incluso en las relaciones más normales y cotidianas (entre hombre y mujer, entre padres e hijos). Sin la conciencia del propio error y sin misericordia en vez de la moralidad queda sólo un moralismo cínico y destructivo. La justicia, escribía san Agustín, sin la intervención de la misericordia sólo sirve para matar a los hombres. Hoy el moralismo y el fariseímo son los amos junto a abundantes dosis de esa abstracción mentirosa de la que son culpables dispensadores muchos de los llamados intelectuales. «El purismo -ha observado Bernard Henry Lévy-, es decir, el pretender una sociedad y un gobierno purísimo, es lo más mentiroso que existe».
No es casual que estos tiempos de imperante moralismo sean también tiempos donde en la vida de la mayoría, bajo la máscara de las apariencias, dominan la soledad y el miedo. Sobre ellos el poder se ha apoyado siempre para sojuzgar al pueblo.
La soledad es la percepción que sobrecoge a uno cuando se da cuenta de que está preso en cien mil cosas y relaciones y que en ninguna de estas cosas está presente un «por qué», un motivo adecuado a la fatiga del vivir, una respuesta a la exigencia de alegría no efímera que tiene el corazón. Es un miedo que bloquea, que impide experimentar algo verdaderamente «nuevo». Hija de tal miedo y precario refugio de la soledad es la exaltación de las pequeñeces y mezquindades (la posesión, la pereza, la ira). Hoy que una vez más, el poder del mundo, al que nadie es inmune, cultiva con arrogante determinación la terrible utopía descrita por Thomas Steams Eliot ( «ellos siempre buscan evadirse de la oscuridad exterior e interior a fuerza de soñar sistemas tan perfectos que nadie tenga la necesidad de ser bueno» en los que como únicos dioses quedan «la Usura, la Lujuria y el Poder»), la única esperanza viene de lugares donde renace un pueblo de la rebelión ante la justicia insoportable, en un modo tal que todavía sea hermoso ser buenos. Lugares donde se encuentran personas que tienen tan claro el ideal en las circunstancias de la vida que les resulta evidente la incapacidad de llevarlo a cabo solos. El Meeting para nosotros y para muchos otros ha querido ser, y ha sido, uno de estos lugares.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón