«La ética, los valores morales. Esto es lo que salvará a la sociedad». Esto es lo que parecen decir las incansables conversaciones de los intelectuales, los comentaristas periodísticos o los juicios políticos. Los P.J. Ramírez, las Encarna, los «butanitos», los Herreros nos invaden por todas partes. Igual que las setas, han aparecido de repente cientos de catones que quieren, que pretenden enseñar cómo hay que actuar. Como si bastara conocer las leyes o reclamar continuamente a unos valores para actuar honestamente, mientras la experiencia repite lo que ya decía el antiguo poeta: «Vide meliora proboque, deteriora sequor».
Esta cantinela moralista es como una nana que adormece a la persona. Uno se cree crítico ante la realidad, y sin embargo es todo lo contrario: se le ha destruido la conciencia. El moralismo genera una persona idiota, es decir, de horizonte reducido, parcial. Es una postura facciosa que no tiene en cuenta todos los factores en juego, sino que siempre olvida y censura. Se exaltan ciertos valores y se censuran otros, según la moda social. En algunos valores se exige una coherencia sin fisuras, mientras que para otros se lleva a gala la liberalidad o incluso se alaba su ausencia. Una elección unilateral de valores, que evidentemente tiene un fin interesado, de poder o para la propia justificación.
A través de los medios de comunicación se ha popularizado esta preocupación moralista. La gente opina, piensa, mira la realidad conforme a aquello que les viene indicado. Todos se indignan con la corrupción de los que nos gobiernan, y se escandalizan con el mal de los demás. Se olvida la verdad más obvia: la incapacidad propia para adherirse realmente al bien y a la justicia que se reclama en los demás. Se censura la evidencia de que el hombre es pecador.
Curiosamente el moralista está dispuestísimo a condenar a los demás y a justificarse a sí mismo.
El primer realismo moral es la conciencia de ser pecador. De este modo no se pretende justificar la pusilanimidad o la aceptación pasiva del abuso. «No hay relación verdadera, ni siquiera entre hombre y mujer, que no parta de la conciencia de ser pecador... Sólo la conciencia de ser pecador nos permite estar atentos, sensibles, temerosos de equivocarnos, cosa que no impide, sino que agudiza el sentido de la justicia» (don Giussani).
Por eso, hay una ley que es la primera, y que el hombre sólo ha aprendido en el encuentro con el cristianismo: la misericordia. Sin ella no se construye nada. Sin la conciencia del propio error y sin misericordia sólo hay, en lugar de moralidad, un moralismo cínico y destructivo.
Hace algunos años decía el cardenal Ratzinger en el Meeting de Rímini: «La invocación a la moral se queda en último término sin energía, porque los parámetros desaparecen en una densa niebla de discusiones. De hecho el hombre no puede soportar la pura y simple moral, no puede vivir de ella: se convierte para él en una "ley" que provoca el deseo de contradecirla y genera el pecado... La moral conserva su seriedad sólo si existe el perdón, un perdón real, eficaz».
Una moralidad verdadera tiende a tener en cuenta todos los factores. «La moralidad implica un respeto y un tratar al otro teniendo presentes todos los factores que están en juego» (don Giussani). Implica, pues, un corazón pobre, que no tiene nada que defender frente a los demás, ni trata de imponer su propio proyecto o idea a toda costa.
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