Desde las primeras pinturas rupestres hasta las más finas composiciones poéticas y musicales, el hombre siempre ha buscado algo que cumpliera su anhelo y contrarrestase la nada en la que todo parece acabar. Ha creado obras, ritos y gestos que devolvieran vida a la vida que fenece, que fuesen momentos y espacios que de alguna manera se opusieran a la petrificación de la existencia, que dejaran una impronta del soplo de vida que alienta en todo hombre en las épocas prósperas como en las adversas. El hombre hace de todo para responder a la urgencia que lo mueve en lo profundo y lo hiere, con el fin de que en él y en su pueblo no muera la esperanza de un destino bueno. El espectáculo de estos intentos inexhaustos es vasto, dramático y conmovedor.
El hombre ha trabajado siempre para encontrar un camino que aliente la esperanza. Con el sudor de su frente se ha ganado el pan, ha cuidado a los suyos y ha desarrollado sus artes, pero por encima de todo ha trabajado para “sostener la esperanza”, sin la cual todo lo demás, tarde o temprano, resulta vano. No pasa un día sin que reconozcamos un rasgo de bondad en la vida, aunque sea en una amistad pasajera, un éxito laboral o un indicio fugaz. El cristianismo se ha tomado en serio este anhelo. Jesucristo, como escribía Charles Péguy, no vino para contarnos banalidades, sino para responder a esta eterna, ansiosa e inmensa, búsqueda de los hombres. Se ha tomado en serio nuestro deseo de perdurar y ver con nuestros ojos que la vida vence. Y, como a menudo repite el Evangelio, Dios se apiadó de nuestra nada y nos salió al paso como un amigo. Sabía bien, como sabemos todos, que ninguna realidad de este mundo –el éxito, los amigos, nuestras fortunas o cualidades– puede evitarnos la pérdida, el desaliento, el sinsentido.
Ninguna creación de este ser limitado que es el yo puede proporcionar al hombre el secreto de la vida, el “para siempre” que anhelamos.
Era necesario que lo eterno irrumpiese en el tiempo para que nuestros días conociesen el gusto de vivir. Era necesario que Dios se mostrase cercano al hombre, dispuesto incluso a sacrificarse por él, para que el hombre pueda reanudar siempre su camino sin que límite, defecto o maldad alguna lo detengan. Nuestro corazón está hecho para gozar de esa victoria. Por eso el Papa no se cansa de afirmar que la fe es sencilla. Todos podemos conocer su método y contenido mediante un encuentro y una experiencia: «Al escucharle cuando predicaba o viéndole curar a los enfermos, evangelizar a los niños y a los pobres, reconciliar a los pecadores, los discípulos llegaron a comprender poco a poco que Él era el Mesías en el sentido más elevado del término, esto es, no un enviado de Dios, sino Dios mismo hecho hombre». (Homilía de la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, 29 de junio de 2007).
Hoy, como hace dos mil años, el método no cambia. Un estudiante de Bachillerato, de los muchos que han descubierto la fe conociendo a Gioventù Studentesca, expresa con esta frase el significado del encuentro cristiano, el significado de toda aventura humana: «En estos tres años he comprendido que GS no está para ofrecer ideas que aplicar a la vida o normas para el día a día, sino para remitirnos a esas exigencias que nos hacen ser hombres y que tenemos que asumir personalmente. Sólo hay un modo de testimoniar a Cristo en la escuela: comprometernos seriamente con nuestra humanidad».
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