Proponemos un fragmento de una conversación de don Giussani con algunos chicos de los grupos de GS a comienzos de los años 90, publicada en Los jóvenes y el ideal. El desafío de la realidad, editado por Encuentro
Cuando miro a mis compañeros veo que afrontan la vida como si fuese una idea, un pensamiento, un sueño. Les entiendo bien, porque hasta hace poco yo pensaba del mismo modo. Nuestra experiencia es una realidad, no un sueño. Es fácil caer en los sueños e imaginarse una vida distinta a como es en realidad. Quisiera saber la diferencia que hay entre espera, esperanza y sueño.
El sueño no tiene ningún fundamento. Es pura imaginación. Proyecta en un futuro, que puede incluso no llegar, algo inconsistente que traduce algún humor, alguna reacción. Por el contrario, la espera no es así. La espera nace de datos, de factores concretos. Tú te harás un hombre; en la medida en que se te dé tiempo, tendrás que hacer algo, tendrás que aprovechar las ocasiones para crear, para construir: ésta es la espera vivida. Pero me gustaría, más bien, clarificar y contraponer otros dos términos: sueño e ideal. El corazón está hecho para el ideal. El sueño vacía la cabeza, después de haberla llenado de nubes. El ideal lo dicta la naturaleza y emerge con el paso del tiempo si se siguen las indicaciones que la naturaleza lleva consigo. El ideal es ante todo una indicación de la naturaleza: por ejemplo, la exigencia de amor o la exigencia de justicia. Tú no te equivocabas al hacer lo que hacías por pasión por la justicia; errabas al identificar como respuesta a la exigencia de justicia lo que tú te imaginabas. Porque la justicia implica relaciones que establece la naturaleza. No nos hemos hecho nosotros, no nos hacemos nosotros; las exigencias que nos urgen dentro de nuestra personalidad no las hemos construido nosotros. Tú puedes construirte cierta imagen de la justicia. Pero esta imagen –que es lo que tú has llamado sueño–, si no tiene en cuenta las indicaciones de la naturaleza, no se realizará y te quedarás desilusionado, es decir, engañado. Desilusión deriva de una palabra latina que significa «ser engañado»; somos nosotros los que podemos engañarnos al jugar con nosotros mismos. Ilusión es otra forma de la misma palabra; somos nosotros los que nos podemos ilusionar o desilusionar, «jugando» con lo que nos da la gana en vez de obedecer.
Es como si uno fuese en un balandro y colocase las velas en sentido contrario al de las leyes que el viento y la navegación imponen. Si se siguen esas leyes –que no son otra cosa que las indicaciones de la naturaleza– el balandro avanza. Si, por el contrario, uno cambia las velas por capricho –porque le apetece– la barca gira sobre sí misma y puede hasta volcar y hundirse.
Seguir nuestros sueños quiere decir que con el tiempo uno convertirá en cenizas todo lo que se trae entre manos. Parece bello mientras lo tenemos, pero luego se hace cenizas.
«El bien perdido: / un breve rayo en lágrimas caído. / Lo que había aferrado con más ansia / en la mano prieta se deshizo / como al atardecer la rosa / bajo la bóveda de la eternidad. / Todo palideció y calló, / perdió color y sabor / (y más aquello que más me complacía)», dice un bello poema de O. Mazzoni.
El ideal, por el contrario, indica una dirección que no establecemos nosotros; la establece la naturaleza. Siguiendo esta dirección, incluso con esfuerzo o yendo contra corriente –como nos recordó el último manifiesto de Pascua–, el ideal, con el paso del tiempo, se realiza. Se realiza de un modo distinto al que uno se imagina; siempre distinto y cada vez más verdadero. Cuando uno, a los cincuenta años, mirando atrás, se dice a sí mismo: «¡Afortunadamente tuve aquel encuentro! Ahora comprendo las cosas con una verdad que los demás no alcanzan a tener».
Por eso, hay que tratar de conocer cada vez más profundamente el ideal y no abandonarse a los sueños. El sueño deriva de nosotros mismos y es efímero; el tiempo lo convierte en cenizas. El ideal nace de la naturaleza de la que estamos hechos; nace de lo que nos ha hecho, y es una dirección siguiendo la cual, con el pasar del tiempo, se va volviendo cada vez más evidente y cierto aquello a lo que aspiramos.
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