El examen de Marco
Marco fue uno de los primeros jóvenes que conoció a principios de curso, cuando Anna llegó a este centro de enseñanzas medias. Su padre en la cárcel, los servicios sociales en casa, acosado por sus compañeros porque hasta los doce años no fue capaz de controlar esfínteres y se lo hacía todo encima. Uno de esos casos “sin remedio”, según sus colegas, que además el año pasado acabó metido en un buen lío por mandar al hospital a la profesora de música tras lanzarle a la cabeza el pomo del radiador.
Pero primero una broma sobre su futbolista preferido, luego una invitación a tomar un zumo de frutas, fueron generando un mínimo entendimiento con él, que empezó a ver que podía fiarse de la nueva profe de inglés. Y que podía ir a sus clases, aunque fueran en inglés y él apenas dominara su propio idioma… Siempre estaba ahí, puntual, con su cuaderno, tomando notas y decorando las páginas con dibujos preciosos.
Anna se lo encontraba incluso cuando daba clase en otras aulas. Le ponía deberes extra, sobre todo cuando veía que le costaba contenerse ante los insultos de sus compañeros o los gritos de sus colegas. Era una manera de no pensar demasiado en ello y defenderse.
Durante todo el año fue así, se acompañaban mutuamente. Él con sus relatos y la dolorosa historia de su familia. Y ella con esa gran pregunta por el sentido, que Marco hacía estallar ante ella todos los días, en una escuela de la periferia extrema, a 110 kilómetros de su casa. Siguió siendo así incluso después de cerrar el centro por el Covid.
Luego llegó junio y ahí estaba Marco, en su cuadradito del Zoom para los exámenes de tercero. Con su camisa planchada, bien peinado, una mirada tensa pero firme. Empezó a exponer todo su trabajo, y hasta el inglés fue perfecto. Al terminar la prueba, la compañera del radiador empezó con una charla sobre el porqué y el cómo de su comportamiento. Marco la dejó muda con una frase muy sencilla: «Le pido perdón, profe». «¡Esta es la victoria de la educación!», pensaba Anna mirando la pantalla, «la que les convierte en hombres adultos».
Marco acabó con una media de ocho cuando a principios de curso no llegaba al seis. Y Anna peleó por esa nota en el claustro para premiar ese cambio, por el que ella también había apostado. La noche de la entrega de boletines de notas, en el grupo de WhatsApp de los profesores aparece una foto donde se veía al chico hincándole el diente a una pizza. Tenía una apuesta con el profe de religión: si sacaba más de un siete, le invitaría a una pizzería. Debajo de la foto, dos palabras: «Gracias, Anna».
«Soy yo la que debe dar gracias a Dios por haberlo puesto en mi camino», piensa Anna. «Cuando uno se siente amado tal como es, puede ir a cualquier parte. Puede afrontar todos los desafíos y llegar a ser otra persona. Yo misma me siento otra».
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