Las ayudas y precauciones no bastan ni siquiera en un país “modélico” y menos afectado por la emergencia. Desde Canadá, Paolo Palamara, arquitecto de rascacielos, explica qué puede estar a la altura de la reconstrucción
¿Qué ha cambiado? Te lo explica nítidamente con un ejemplo. «Ya no puedes mirar al suelo cuando te cruzas con un compañero que no está bien. Ves una cara preocupada, tensa, y ya no se te van los ojos a otra parte. Se ha vuelto algo normal pararse un minuto y preguntar, sencillamente, “¿cómo estás?, ¿qué tal tu familia?”. Parece nada, pero es una señal importante». Señal de que la crisis ha incidido en lo más hondo, que la vuelta puede que no sea simplemente un regreso al pasado. Incluso en un pedazo del mundo donde la pandemia ha golpeado menos.
Paolo Palamara, 58 años, arquitecto, desde 1986 vive y trabaja en Toronto, Canadá. Con Diamante Development construye rascacielos y edificios casi siempre de lujo. Unos treinta empleados directos, una filial con 150 empresas vinculadas, dos mil personas trabajando en torno a una realidad que la crisis del Covid19 no ha sacudido mucho cuantitativamente. «Aquí la construcción se ha declarado “sector esencial”. No podían pararla. La economía crece a un ritmo alto, hay mucha gente que cambia de casa… Las obras no se han parado nunca».
Alrededor de grúas y excavadoras, el panorama es menos oscuro que en el resto del mundo, empezando por sus primos estadounidenses. «El impacto socioeconómico se ha visto amortiguado por fuertes medidas del gobierno. Canadá es una nación muy rica, y no somos muchos. Todo es más sencillo». Pero el listado de procedimientos causa cierta impresión. «Financiación a fondo perdido o a interés cero, dos mil dólares al mes por despidos a empleados parados, trescientos por hijo a las familias con menores, bloqueo de los desahucios por morosidad, contribuciones estatales a los alquileres comerciales… Y todo muy rápido: hoy se anuncia una cosa y pasado mañana llegan los fondos». Resultado: aparte de la reducida cifra de contagios (menos de cien mil) y víctimas (poco más de ocho mil, nada que ver con otros países americanos como EE.UU. o Brasil), hay muchos menos pobres por el confinamiento.
Sin embargo, también aquí la expresión “volver a empezar” tiene un cierto peso. Porque las ayudas y precauciones no han impedido que salga a la luz algo que Palamara define como «un extraño malestar», preguntas nuevas y necesidades que antes era más fácil mantener a raya. Para bien y para mal. «Las filas más largas, aquí en Toronto, están en las puertas de las tiendas de alcohol», afirma. «El consumo de cannabis, legal, ha aumentado de golpe. Esta misma mañana he leído que entre los que trabajan en casa se ha disparado el riesgo de suicidio». No por la pobreza sino porque se sienten desubicados. «Somos una generación afortunada. Nuestros padres vivían mucho peor que nosotros. Vivieron la guerra, la pobreza… Pero sufrían y luchaban con una conciencia y, en el fondo, con una alegría que nosotros no tenemos. Ahora nos piden quedarnos tres meses en casa, y encima cobrando, ¿y pensamos en el suicidio?».
Es el lado oscuro de una moneda que tiene otra cara. «Artículos de prensa donde, por fin, nos preguntamos realmente en qué mundo vivimos, nos interrogamos más a fondo». Y hechos, muchos hechos. «Reabren los parques y ves a decenas de personas que van allí solo para juntarse y charlar». Son los mismos que semanas atrás se abrazaban a distancia, desde los balcones. Algo impensable en una sociedad tan basada en el individualismo. «Demuestran que se ha reavivado un deseo mayor. Volver a empezar para olvidarme de quién soy, para vivir según el viejo eslogan de “mi libertad empieza donde acaba la tuya”, ya no basta. Es en este sentido donde veo señales de novedad».
Y la empresa debe tener esto en cuenta, pues no se trata de cuestiones abstractas. También afectan al trabajo, hasta el más mínimo detalle. Lo cambian. Diamante está construyendo en este momento edificios de varios cientos de apartamentos. Y esta “vuelta a empezar”, esta novedad necesaria, también se nota ahí: en los planos, en los muros, en los tabiques. «Estos días pensaba en la gente encerrada en su casa. Se sentirían aislados en lugares tan pequeños. ¿Qué calidad de vida tendrían? Últimamente nos hemos acostumbrado a casas “mini” muy poco acogedoras, pensadas para los single», una cultura que se desarrolla cada vez más y que «se incentiva. El single gasta más que una familia y cuanto más pequeños son los apartamentos, mejor, pues así estará menos cómodo y saldrá más a gastar...».
Cuestiones que ya estaban abiertas antes. «Pero me las planteaba de una forma un poco burguesa», dice Palamara. «Al estilo de “me gustaría que fueran más bonitos, cuidar más los detalles”». Ahora resulta decisivo. «Estamos replanteándonos cómo usar mejor los espacios para evitar que se desperdicien franjas de superficie o que haya ángulos a los que no llegue la luz de manera adecuada. Diez metros cuadrados pueden significar muchas cosas, según cómo se usen. Y un 20% menos de costes puede marcar la diferencia para una familia. Ahora estamos revisando todas esas cosas: el uso de la tecnología, la inteligencia artificial para crear componentes unificados y reducir costes, la mejora de los materiales…». Para él, dice, no solo se trata de eficiencia. «Se trata de ir al encuentro de las necesidades del otro, abrazarlo lo más humanamente posible. También pasa por ahí». Todo forma parte de la pregunta inicial. «No se puede hablar de “volver a empezar” sin preguntarnos dónde vamos, qué necesitamos realmente». Es una cuestión crucial a cada paso. «Siempre me he preguntado qué es una experiencia realmente humana. En el trabajo y fuera», cuenta Palamara. «Pero ahora más aún. Si no partes de ahí, no vale la pena». Él lo ha aprendido estos años en su propia piel. «He tenido una vida un poco temeraria, donde llegas a tenerlo todo, lo pierdes todo y vuelves a hacerlo todo desde el principio. Pero eso no basta. Lo sé porque lo he vivido. Sé lo que significa comprarse un cochazo y estar harto al día siguiente porque ya no te gusta el color… Es demasiado poco. Necesito una experiencia plenamente humana, es lo que siempre he buscado. Por eso agradezco haber encontrado el cristianismo, porque me permite saborear cada vez más lo humano».
Esta gratitud también empapa este reinicio, le da contenido y sustancia. «La innovación, por ejemplo, para mí empieza por ahí. Cada vez más. Empiezas a ver lo que antes ni siquiera mirabas, o mirabas menos. Dibujas una casa y te preguntas cuántas habitaciones necesitará quien viva allí, y piensas cómo podrá habitarla. O ves en el papel una línea que no te convence y te das cuenta de que se enciende una especie de piloto rojo. Y aunque las prisas y los costes te llevarían a decir “déjalo y sigue”, tu deseo te obliga a parar: “Frena y fíjate bien, tal vez haya que cambiar algo…”». No se trata de una obsesión, «una estética como fin en sí mismo», asegura. «Es una cuestión de conocimiento. Te das cuenta de que solo si obedeces a ese semáforo rojo respondes de verdad. A ti y a la realidad». Aunque eso comporte decisiones contra corriente. «Si parar supone el triple de tiempo, eso significa que harás un tercio de las cosas… pero así está bien, porque ya has vivido al otro lado de la línea, allí donde, por hacer el triple de cosas, te has perdido a ti mismo».
Ahí es donde se vuelve a empezar. A partir de un “yo” más despierto, más agudo, y menos solo si acepta el desafío hasta el fondo. Palamara nos cuenta un trabajo que hizo con un grupo de amigos, casi todos estadounidenses. «Nos vimos en febrero, en el New York Encounter, y surgió el deseo de apoyarnos mutuamente. No tanto para resolver problemas o multiplicar nuestro volumen de negocio. Para eso, si quieres, tienes un montón de consultores. No, para apoyarse mutuamente en un juicio, en una mirada más verdadera hacia todas las cosas y por tanto hacia el trabajo».
Justo empezaron a verse y estalló la pandemia. El grupo aumentó rápidamente, pues la necesidad se agudizó. «Hay de todo, desde el mánager de una entidad sin ánimo de lucro hasta un empresario de luminotecnia, un hombre de negocios alimenticios o el director de un instituto…». Una pequeña red que durante la emergencia se ha dado trabajo («por la historia de un amigo y un intercambio de ideas surgió la manera de hacer llegar tres toneladas de comida a familias pobres de una zona de Boston, por ejemplo»), pero que sobre todo desea comprender, entender mejor qué es lo que más humaniza el trabajo y la empresa. «Apoyarse consiste en esto antes que cualquier otra cosa. Yo agradezco que exista un lugar así. Me ayuda a juzgar cada paso». A volver a empezar.
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