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Huellas N.03, Marzo 1993

MÚSICA

Una inquieta armonia

Carola Lambruschini

La Sonata es un vértice expresivo del deseo de felicidad, propio de toda la producción schubertiana

Existen espacios de meditación, posibilidades de penetración de la realidad misteriosa de nuestra con­ciencia, que la música, de forma especialmente parti­cular, sabe sacar a la luz. Por eso escuchar ciertos frag­mentos constituye un gran don, porque mientras que a nuestro alrededor «todo conspira para acallar de nosotros... », se nos ha con­cedido una sinceridad de mirada sobre nosotros mis­mos comunemente inalcanza­ble, al menos con tal intensi­dad y de un modo tan inme­diato.
La Sonata para arpeggio­ne e piano, se coloca entre estos fragmentos, compuesta por Franz Schubert en 1824 en el corazón del primer Romanticismo. Escrita para arpeggione (instrumento de arco con seis cuerdas cons­truido en 1823 en Viena y pronto caído en desuso) hoy ejecutada con el violoncelo, la sonata constituye una obra ejemplar del gran compositor vienés, por la actitud medita­tiva, la pura belleza de los perfiles melódicos, la moda­lidad de construcción que refleja una especie de itinera­rio interior. Sale a la luz jus­tamente una profundidad de vida interior, un mundo afec­tivo traspasado por la con­ciencia del incumplimiento que marca el corazón del hombre y por ello entretejido de nostalgia y de esperanza, de temores y arrojo, de ímpetus dramáticos y recogi­mientos pensativos.
El comienzo del primer tiempo, Allegro moderato, nos rapta del olvido habitual a la dimensión escondida del alma: el primer tema, anun­ciado por el piano y expues­to más tarde por el violonce­lo, emerge del silencio como un susurro; pocas y suaves las notas iniciales, después la voz se anima y adquiere un respiro cada vez más amplio y el susurro se con­vierte en canto. Es como si un desgarro de luz invadiera poco a poco la conciencia y dejase aflorar paso a paso su contenido. Lo que aflora es la pena secreta que el cora­zón lleva consigo, una nos­talgia aplacada pero no ale­targada, vibrante de anima­ción retenida.
El segundo tema se perfi­la de manera distinta: a las­ frases musicales amplias y distendidas del primer tiem­po contrapone un trazo rít­micamente animado, marca­do por la repetición de los cuartetos de semicorcheas y por el ímpetu de las octavas ascendentes; a la memoria dolorosa y recogida respon­de una apertura confiada, un ímpetu de enérgica dulzura. Pero al término del movi­miento, vuelve la secuencia final del primer tema, para volver a hacernos sentir pre­sente la espina que hería el recogimiento del inicio.
El segundo tiempo, Adagio, parece abrirse sobre tonos de nuevo serenos; en realidad pronto revela una dolorosa oscilación entre luz y sombra, certeza y angus­tia: el calmado y distendido canto del violoncelo se ve turbado por un presagio de pena (el imprevisto paso del mayor al menor de algunos compases); después, las notas graves del violoncelo, los acordes repetidos del piano hacen emerger acentos oscuros y misteriosos, la armonía procede inquieta entre tensiones y resolucio­nes, mientras el movimiento se apaga gradualmente.
A través de la tenue y solitaria voz del violoncelo se pasa al tercer y último tiempo, construido sobre la repetida yuxtaposición de dos episodios que contienen en los perfiles temáticos en particular en los incisos ini­ciales) un velado reclamo a las dos ideas musicales sobre las que versaba el pri­mer tiempo; sin embargo ahora la perspectiva da un vuelco: el primer episodio, el predominante y que luego concluye la sonata, es airoso y sereno, el segundo agitado e inquieto.
Esta relación entre primer y tercer tiempo sirve para reunir en un tríptico perfecto una sonata que vive de un único respiro, de una única sustancia espiritual. Pero es significativo el cambio de perspectiva a la que conduce el recorrido: no puede elimi­narse la contradicción.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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