Juan Pablo II reabre el capítulo de los mártires colectivos en la época moderna. A partir de la revolución francesa
Frecuentemente se encuentran comunidades de cristianos condenados al exterminio del poder por el solo hecho de que, viviendo una compañía, muestran su pertenencia a Cristo. Su vida precedente no se distingue, generalmente, por un particular ascetismo o por su excepcionalidad. Estos mártires muestran una alegría consciente de ser cristianos y la inteligencia de haber recibido una gran gracia. He aquí el testimonio, escrito durante la prisión, de algunos mártires de la Revolución francesa en las naves-exterminio de Rochefort: «Nosotros consideramos que Jesucristo ha querido a lo largo de los siglos que cada uno de los dogmas de la fe se mantenga a través de la sangre de un número de mártires más o menos grande, según la importancia de la verdad combatida... Es para nosotros el más grande honor ser perseguidos y sacrificados para reafirmar la enseñanza de la autoridad espiritual e independiente del poder de este siglo
y dada a la Sede Apostólica (el Papa) y a los Obispos»
(testimonio transmitido por Claude Masson, compañero de los mártires).
Una nueva historia de martirio
La edad ilustrada y la revolución francesa inauguran una nueva fase en la historia de las persecuciones. La nueva visión del mundo orienta hacia un reino del hombre puramente terreno. Por ello el racionalismo ilustrado y sus hijos se proponen la eliminación del acontecimiento cristiano de la vida. La Ilustración ha creado incluso un mesianismo escatológico que espera la llegada de la edad de la razón, convencido del mito del progreso, con una confianza ilimitada en la llegada de un nuevo orden mundial feliz y ordenado. Aquí tenemos la nueva «religión masónica». Las grandes persecuciones anticristianas de la época moderna, aunque de diversos signos, fundan aquí sus raíces.
La abjuración pública del obispo
La historia del pasado para los ilustrados es un conjunto de luces y tinieblas, de fanatismo y de esfuerzos por liberarse de él: de este com-plejo de cosas es necesario escoger luz y civilización, descartando tinieblas y barbarie. El oscurantismo y el fanatismo han nacido del «medievo bárbaro y escolástico, gótico y cristiano», es decir, del catolicismo, que sería el verdadero obstáculo para el progreso del hombre. Se salva la idea de Dios, pero de un Dios abstracto y alejado de la vida de los hombres y del cual ni siquiera los hombres tienen necesidad. En las últimas consecuencias se llega en algunos incluso a su negación, en otros al nacimiento de un neognosticismo fanático, devoto de una nueva religiosidad natural o positivista, pero que «cree en todo precisamente por que no cree en nada» (Chesterton). Se abre así por primera vez una nueva era de persecución anticristiana gestionada por los antiguos cristianos renegados. En el culmen de la persecución durante la revolución francesa, la Convención pedirá a Gobel, obispo cismático de París impuesto por la revolución, la abjuración pública y la dejación de los signos «góticos del fanatismo cristiano»: la cruz, los símbolos y vestiduras episcopales, «para revestirse con los símbolos de la luz y de la libertad». Gobel abjura seguido de sus 10 vicarios cismáticos frente a toda la Convención que gloriosa les acoge en la nueva «religión» de la libertad, igualdad y fraternidad. Ironía de su gesto, ¡sera condenado a la guillotina, por la misma revolución, como ateo! En aquellos mismos días centenares de sacerdotes fieles a la propia fe católica iban al patíbulo o a los trabajos forzados en la Guayana.
El campo de los santos
Se cuenta por miles el número de mártires durante la revolución francesa. A comienzos del XIX el poder político intenta que sean olvidados. Pero los cristianos fieles han mantenido siempre viva su memoria. El abad Manseau, uno de los historiadores de los mártires de Rochefort, nos cuenta que un día de 1863, cuando él era párroco de Nazaire-sur-Charente, lugar cercano a la isla de Madame, dónde están las fosas comunes de muchos de los mártires, cerradas a las visitas durante muchos años por el gobierno, encontró un campesino arrodillado en un campo desierto al que la gente llamaba «el cementerio de los curas». «¿Qué haces aquí?» le preguntó. «¿Usted no sabe que aquí están sepultados los santos?», repuso el campesino. El joven párroco, conmovido, decidió consagrar su vida al estudio de la historia de los mártires.
Desde 1906 -con la beatificación de las 16 hermanas carmelitas descalzas guillotinadas en Compiege en julio de 1794, como cuenta la obra de Bemanos Diálogos de carmelitas hasta 1984 han sido beatificados 374 de estos mártires. Pero con las próximas beatificaciones serán al menos 963.
Objetivo: los cristianos católicos
De Michelet a Quinet, a los cuales el movimiento de descristianización no desagrada, los historiadores de la revolución francesa están generalmente de acuerdo en que ha habido un claro proyecto de descristianización global llevado adelante de un modo racional para obtener un fin último: si los fieles eran privados de los sacerdotes fieles a Roma, de los sacramentos y de los lugares de culto, la fe católica difícilmente habría durado mucho.
Posibles conspiradores
En las actas oficiales la acusación contra los curas fieles es siempre la misma: el «crimen de fanatismo» y de obediencia a la Iglesia Católica Romana. Diderot escribe: «Aquel que muere por un culto falso que el cree verdadero, o por un culto verdadero del que no tiene pruebas, es un fanático». Voltaire, Diderot, Helvétius y los filósofos de la enciclopedia juzgan el cristianismo como el origen de los males de la sociedad, reteniendo que ha de ser eliminado con todos los medios. Los documentos oficiales consideran el apego a la fe cristiana de los mártires como peligroso y sin remedio. El único modo de suprimirlo de la sociedad es el uso de la fuerza. En este proyecto los primeros a eliminar eran los sacerdotes y los religiosos. Así declaraba el famoso revolucionario Lequino en octubre de 1793: «un cura, haya o no hecho el juramento, es siempre un posible conspirador... ejerce un oficio de villano, de malvado, de traidor, que prepara la esclavitud de aquellos que consigue dominar».
Las naves-exterminio, antepasados de los lager
Para tal proyecto la revolución inventó diversos métodos de exterminio sistemático y «no oneroso para el estado», como dicen los diputados de la Convención. Entre ellos se encuentran las naves-prisión que eran verdaderos campos de exterminio flotantes, una versión actualizada de las naves negreras, tomadas como modelo. En el puerto de Rochefort, por ejemplo, había dos de estas naves-prisión, la «Deux-Associés» y la «Washington». Las condiciones inhumanas y las torturas en aquellas dos naves-prisión fondeadas junto a la isla de Aix que para algunos durará 302 días, la alimentación arrojada «como a cerdos» y las continuas vejaciones constituyeron un infierno mucho más duro que el de los campos de exterminio nazis o el de los gulag soviéticos. En septiembre de 1795 el alcalde de Rochefort daba esta cínica respuesta al padre de un cura deportado que pedía información: «debes saber que tu hijo, estando condenado a la deportación, está ya muerto civilmente y no es necesario comprobar si ha muerto ya o no». La revolución francesa ha inaugurado tales sistemas inventando la misma terminología de triste memoria como «reeducación a través del trabajo», etc... , tal como insistentemente aparece en las intervenciones justificativas de los diputados de la Conveción.
La bodega y el perdón
En Rochefort fueron martirizados numerosos sacerdotes pertenecientes a 14 diócesis de Francia, prisioneros en aquellas viejas naves negreras, destinados a trabajos forzados en la Guayana. Pero aquellas naves no dejarán nunca la ensenada de Rochefort. Fueron internadas en ellas 829, de los cuales perecieron 54 7. Los obispos franceses han escogido 64 para una próxima beatificación. La deportación hacia Rochefort comenzó en noviembre de 1793 con el arresto de todo sacerdote o religioso encontrado libre. Los arrestados, si no renunciaban a su fe católica, eran condenados a convertirse en «sepulturas vivas» en aquellas naves-infierno. Cada prisionero tenía a su disposición, en la nave «más cómoda» (la «Deux-Associés») un espacio máximo de: 1, 65 m de longitud, de 27 a 30 cm de anchura y de 54 a 83 cm de altura. ¡Las medidas de las naves negreras para los esclavos eran de 1, 80 m de longitud por 43 cm de anchura y 83 cm de altura!
Nos han llegado cartas de tres mártires a sus familias y testimonios de 18 compañeros de prisión de los mártires y otros 7 de otros testimonios. A través de ellos conocemos las condiciones de vida durante la prisión y las particulares disposiciones de los sacerdotes mártires. Más aún, sabemos que redactaron a escondidas, en trozos de papel, una regla de vida. Consta de treinta y dos resoluciones para pedir a Dios la fuerza para afrontar su situación. Ese texto precioso fue salvado por uno de los compañeros sobrevivientes. Entre otras cosas se empeñaron en no quejarse nunca e incluso en «no mostrar ningún ansia por reclamar sus efectos personales confiscados», en no hablar de sus pruebas tras su eventual liberación.
Habían establecido una vida regular de oración, la arriesgada vida sacramental (alguno había conseguido llevar entre los vestidos macilentos los Santos Oleos e incluso la Eucaristía que se suministraba sólo a los moribundos debido a la escasez de hostias consagradas); establecieron también modos concretos de asistencia a los moribundos y a los más enfermos; los más necesitados se confortaban día y noche. Transcribieron en trozos de papel oraciones del breviario que recordaban de memoria; compusieron algunos escritos nuevos; se confesaban unos con otros; se preparaban a bien morir. Los prisioneros no podían hablar entre ellos de temas de fe, ni rezar, ni manifestar algún gesto cristiano. Si les sorprendían eran duramente torturados, metidos en cepos y en hierros, encerrados en celdas de tortura a oscuras. Pronto proliferaron la peste bubónica y el escorbuto y la bodega se convirtió en una enorme letrina.
Alguno de los prisioneros enloquecieron, llegando alguno a arrojarse al mar, donde muere. Pero la mayor parte perseveró hasta el final aceptando la muerte por causa de la fe con dignidad y serenidad. Este era el milagro que despertaba el estupor de los mismos carceleros, como confiesa el comandante de una de las naves en una carta mandada a la Convención de París: «los prisioneros comunes no desean otra cosa que huir; mientras que estos (curas) viven aquí obstinados».
Hay otro signo elocuente: el perdón de los verdugos. Cuando en París soplan vientos de cambio los carceleros ven en peligro su carrera; piden entonces a los supervivientes que suscriban un documento para mandar a París con el atestado de buena conducta de los carceleros. Los confesores de la fe deciden suscribirlo, «porque deben perdonar sin reservas».
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