Estamos rodeados de hechos terribles. Y de grandes banalidades. Hoy la conciencia de la mayoría de nosotros transcurre entre noticias dramáticas (las guerras, las incomprensibles violencias, la crisis económica) y frívolos entretenimientos.
En el medio hay una vida cotidiana hecha de trabajo y de relaciones personales que frecuentemente se mueve sin certeza en el intento de darse una dignidad. Un hombre que no reconoce una dignidad en su propia vida está listo para tirarse al vacío o venderse al poder, sea cual sea la forma que éste tenga y sea cual sea la moneda con la que paga (la tranquilidad, el buen nombre... ).
Pero ¿qué es lo que da dignidad a una vida?
Todos, al menos de palabra, están de acuerdo en que no es el dinero. ¿Es entonces el trabajo? ¿Qué pasa, pues, con los parados, o con quien tiene un trabajo poco gratificante (es decir, la mayoría)? ¿Qué es lo que nos hace «dignos», la honestidad? Pero, ¿dónde está el límite entre honestidad e hipocresía... ?
Los ilustrados piensan que la dignidad proviene de la inteligencia o de la cultura. Este es un principio racista y la historia demuestra que las cosas más indignas a menudo están producidas por personas inteligentes y cultas.
Incluso sin saber qué es, se nos recomienda que no la perdamos nunca...
Si «todo es vanidad» (dinero, honestidad, inteligencia), como enseña la Biblia, esto significa que hace falta descubrir una aparente paradoja. Es decir, que el principio de la dignidad está en sentirse indignos. Ya lo había intuído misteriosamente el corazón confuso y juvenil de Rimbaud, cuando escribía: «Sacerdotes, profesores, patrones, vosotros os equivocáis entregándome a la justicia. Yo nunca he sido de este pueblo; nunca he sido cristiano; ... no entiendo las leyes; no tengo sentido moral, soy un bruto: os equivocáis... Sí, tengo los ojos cerrados a vuestra luz. Soy una bestia, (. .. ). Pero puedo ser salvado».
La persona que frente a los llamados «dignatarios» de este mundo -sean éstos hombres de religión, de cultura o patrones- denuncia su propia incapacidad natural para ser justo, para ser cristiano, se abre a una dignidad incancelable, ya que evidentemente le viene dada por la obra de Otro, por misterioso que sea ( «puedo ser salvado»). Y al mismo tiempo acusa la presunción de que sea su «luz» la que dé la dignidad a la vida de un hombre y de un pueblo.
Fuera de este deseo renovado de ser salvados, que cada hombre puede descubrir en sí mismo, cualquier dignidad está destinada a perderse en el choque con el vivir cotidiano o a reducirse a una máscara cruel y triste.
La Iglesia señala a su pueblo el tiempo de Cuaresma para la conversión que abre a la suprema dignidad de la Resurrección, es decir, de la infinita reanudación.
Pero hoy, ¿quién escucha a la Iglesia cuando habla de estas cosas y quién la comprende?
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón