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Huellas N.06, Junio 2020

PRIMER PLANO

La realidad y el torero

Davide Perillo

Cree que solo quien se sabe precario es capaz de verdadera compañía. Y que para resistir al nihilismo hay que «velar». Un diálogo con el escritor español J. Á. González Sainz, que se mide con el libro de Julián Carrón sobre el momento presente. Y con «una situación de inquietud permanente del alma»

«Despertar la mente». Ahí reside su valor: «en hacer pensar», más aún que en las respuestas. J. Á. González Sainz, 64 años, escritor, profesor de Literatura y director cultural del Centro Internacional Antonio Machado (CIAM), dedicado a uno de los grandes poetas españoles, responde desde su retiro en Soria, a orillas del Duero. Lo hace en un italiano redondo, casi perfecto (dio clase durante mucho tiempo en Trieste y Venecia), en el que descubres juntas la fuerza y delicadeza de sus personajes, esos que pueblan novelas conocidas, como Ojos que no ven o, antes aún, Volver al mundo.
Acaba de leer El despertar de lo humano, el libro donde Julián Carrón aborda miles de preguntas propias de este momento nunca visto. Allí se ha encontrado con sus propias palabras, que publicó en un artículo en El Mundo, a finales de marzo, de las que parte la reflexión del responsable de Comunión y Liberación sobre la «irrupción de la realidad». Pero también ha encontrado varias «sugerencias de pensamiento» que siente «cercanas, porque están preñadas de preguntas. Carrón parte de la inquietud ante la situación creada por el virus chino (yo lo llamo así). Pero no para quedarse ahí, en una situación digamos de inquietud circunstancial, sino para confrontarse con una situación de inquietud permanente del alma».

¿Qué es esa «inquietud permanente»?
Estoy muy atento sobre todo a eso que podríamos llamar el retorno de la tensión (yo siempre vuelvo a Heráclito): el vacío existencial, la fragilidad existencial (y digámoslo también, la estupidez existencial), la burbuja, dice Carrón, que se abre paso tras el colapso de los sistemas de protección al que estamos asistiendo (la protección del gobierno de la técnica y de las técnicas de los gobiernos, es decir, las protecciones del mundo) –bajo los cuales nos sentíamos a salvo o bastante a salvo– da lugar, creo entender, a una mayor exigencia de protecciones sobrenaturales. Pero, y aquí es donde veo el retorno de la tensión, eso sobrenatural es, al mismo tiempo, muy natural o material. Todo el discurso que él hace sobre la presencia, sobre la compañía, una compañía selectiva, una presencia que llena, que da, sobre la sustitución (de ideologías –interpreto–, de idolatrías, de falsedades, de palabras vacías, de hipocresías o de falta de veracidad…) por el aquí me tienes, el estoy contigo, aquí estoy… Todo eso me llama la atención especialmente.

La «irrupción de la realidad» sobre la que ha escrito tal vez sea el dato más imponente del momento que estamos viviendo. En las primeras páginas de Ojos que no ven leemos estas líneas, que luego retornan varias veces de otras formas: «¿quieren decir algo las cosas, o simplemente suceden y somos nosotros los que imploramos que algo nos hable?». ¿Qué nos está diciendo la realidad ahora?
Me hace preguntas demasiado grandes, solo puedo aproximarme a reformularlas. Que la realidad nos diga cosas quién sabe si no será el sueño de todos los hombres… el mío sin duda. Pero decir solo es un atributo de quien tiene un lenguaje; la realidad hace, es, con eso le basta. A nosotros, en la medida de nuestra inquietud, no nos basta con “ser”, “hacer”, y nos preguntamos, queremos que las cosas o que Algo nos hable, y que lo que nos diga en cierto modo nos proteja y nos calme. A veces creo que la historia de la cultura es en gran parte la historia de los lenguajes y de las formas lingüísticas que horneamos para que nos calmen y protejan; las religiones también, pero no solo, porque las cosas pueden volver de vez en cuando a ese «despotismo de la realidad» del que habla el filósofo alemán Hans Blumenberg. En estos momentos, con los miles de muertos que ha habido, con las crisis económicas, políticas, sociales y personales que nos esperan, nos sentimos especialmente indefensos, abandonados, la palabra desamparados me parece la más adecuada. Y debemos estar atentos porque los desamparados no solo buscan protección en el espíritu sino sobre todo en la masa que presiona para que un tirano se haga cargo. El protagonista de Ojos que no ven es un hombre justo, que hace su pequeño camino y quiere ser justo a toda costa; un hombre, por tanto, que se pregunta, que escucha, que en vano busca la palabra. En situaciones de crisis siempre hay quien, en cambio, solo escucha y aclama a un tirano, a un impostor…

Pero en esta circunstancia, ¿qué está descubriendo, o mejor dicho aprendiendo, de sí mismo, de su humanidad?
Le diré algo que tal vez no le guste, pero esto es lo que me ha parecido descubrir: que lo contrario del miedo no es la esperanza sino la serenidad. El virus chino me ha pillado trabajando en un libro que es una búsqueda de serenidad. Claro que si la busco, quiere decir que no la tengo. Hay otra cosa –digámoslo si quiere un poco en broma– que he descubierto o confirmado: que no aguanto más el hecho de que para cualquier cosa haga falta un video o una pantalla, para hacer un ejercicio, para ver a un amigo, asistir a una clase o aprender a preparar torrijas. La irrupción de la realidad de la que hablaba en el artículo de El Mundo también llega con esta otra sustitución, o atropello. Nada parece tener una sola cara.

¿Ve signos de «despertar de lo humano»? ¿Cuáles y dónde?
Despertar era una de las palabras preferidas de Machado, que llevo en el corazón: despertarse siempre, despertar continuamente. Nos gustaría, cómo no, ver esos signos. Pero tal vez nuestro trabajo no consista tanto en tratar de verlos sino en resistir todas las tentaciones de lo inhumano, que sin duda las habrá y las hay. Quien piense mínimamente en el siglo XX no podrá dejar de preocuparse. Machado decía también que la palabra más grande de Cristo no era ni siquiera amar sino velar. Por tanto, velemos.

¿Pero qué hace falta para que «lo humano se despierte»? El impacto con la «cruda realidad» es una condición necesaria que nos ha faltado durante mucho tiempo, ¿pero es suficiente?
Para que «lo humano se despierte» creo que hay que mantener a raya lo inhumano, siempre al acecho: la falta de piedad, de prudencia, de cuidado en todos los ámbitos, el fanatismo de todo tipo o la estupidez, la puerta de servicio de la vileza y la maldad. Lo inhumano siempre está ahí. Una de las indicaciones más recomendables siempre me ha parecido la de leer cada año un libro de testimonios sobre campos de concentración nazis o soviéticos. Ahí vemos en qué podemos convertirnos siempre. El hombre es la criatura más inquietante, recordemos el coro de la Antígona, capaz de las cosas más bellas y de las más atroces.

Esta situación provoca preguntas fuertes, radicales. No es automático que suceda –incluso a eso podemos resistirnos– pero sin duda las solicita: sobre el dolor, el sentido, la pérdida… A veces, sobre Dios. ¿Qué importancia tiene volver a hacerse estas preguntas? ¿Y hacérselas de verdad, dispuestos a sondear ese «fondo efectivo e impepinable de las cosas», como usted dice?
Un hombre que no se hace preguntas, que no trata de entender, que no se interroga por las cosas, las primeras y las últimas, ¿qué clase de hombre es? ¿Un post-humano o una pieza de ordenador (dicho a la antigua, un borrego)? No digo que haya que darse respuestas, y mucho menos respuestas definitivas o absolutas; pero preguntarse, ponerse en una actitud precaria frente a las cosas, el dolor o la pérdida, pero también delante de una flor o de un pajarillo (que no es muy diferente). Tal vez solo quien se siente precario es capaz de una verdadera compañía. Buscar entender, buscar desvelar las cosas (tal vez incluso para velarlas después y olvidarlas en ciertos ámbitos, la dialéctica de Machado sobre el olvido es extraordinaria) es lo que nos hace humanos, es la tarea esencialmente humana. En las últimas décadas a veces parecía que la tarea esencialmente humana era decir estupideces, no solo los políticos… Algunos amigos que todavía ven la televisión (hecho para mí incomprensible) me cuentan cosas de locos.

Le hago la misma pregunta que hacen a Carrón a partir de una expresión suya, ¿qué quiere decir «hacer de las tripas de la realidad corazón de inteligencia»?
No lo sé muy bien, me salió decirlo así no sé de dónde; el lenguaje sabe mucho más que nosotros y es a él a quien habría que preguntarle. Lo voy a intentar. El dicho español «hacer de tripas corazón» es compatible, pero solo compatible, con «hacer de la necesidad virtud». «Las tripas de la realidad» creo que remiten bien a ese “fondo” del que hablábamos, me parece muy “sanchopancesco”. Luego está la transformación, la necesidad de una transformación de ese fondo necesario de la realidad en «corazón de inteligencia y resistencia», creo que era así. Es decir, no sé si en una «inteligencia emocional», como suele decirse ahora con demasiada banalidad, en una razón que se tome en serio el corazón, los sentimientos; que los escuche y vele por ellos; y en un corazón que (si el lenguaje me lo permite) “dé razones” de la razón. Luego está la resistencia, la realidad como resistencia…

Este brusco retorno a lo real tiene otra poderosa vertiente, como se observa en el libro, «en cierto modo el nihilismo sale derrotado». ¿Usted qué cree? ¿Realmente estamos ante un cambio de paradigma respecto a la concepción convencional de las últimas décadas?
No creo que el nihilismo esté derrotado; acaso seremos nosotros los derrotados por querer derrotarlo. El filósofo inglés Simon Critchley plantea la cuestión más bien en términos de «lograr resistir» al nihilismo –de nuevo la resistencia–; resistir al nihilismo al mismo tiempo que se deja a un lado el deseo de superarlo, o derrotarlo. Me parece interesante. ¿Pero cómo? Volvemos de nuevo a la cuestión de la presencia, con «calidad de presencia». Me gusta decir con «verdad de presencia», con verdad al ponerse en juego en las cosas que hay, incluso o sobre todo en las más pequeñas, comunes, frágiles, que tal vez sencillamente son, y basta con eso.

Otra palabra clave de este momento es «miedo». ¿Usted lo tiene? Y si es así, ¿qué le ayuda a afrontarlo?
Claro que tengo miedo. Igual que cualquier torero tiene miedo. El toreo, a pesar de la banalidad progresista, es una alta escuela de valor y de vida. El torero no está “muerto de miedo”, sino vivo de miedo; vivo porque tiene miedo. Pero consigue vencer ese miedo. Creo que lo que importa es la lucha contra el miedo, la resistencia al miedo. Y el miedo ya nos proporciona las armas: nos hace ser prudentes, inteligentes, astutos, nos hace emplear técnicas, idearlas… Creo que ayudaría, como decíamos al principio, la serenidad. Pero… Y tal vez también cumplir con el propio deber con total sinceridad (y ya me arrepiento de esta frase porque ha caído en boca de los políticos, y santo cielo cómo la usan…).

En general, ¿qué es lo que más le está ayudando a vivir en esta situación?
Precisamente esa búsqueda de serenidad que nunca alcanzo tanto como me gustaría; búsqueda de comprensión, búsqueda de presencias y compañía, de calidad de presencias y calidad de compañías, en las personas y en las cosas más pequeñas y comunes, y en los momentos cotidianos. Siempre búsqueda, propensión, tensión. La escritura es una manera de buscar. Y el lenguaje: escuchar, leer, pensar.


(Traducido del italiano por Yolanda Menéndez)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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