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Huellas N.01, Enero 1993

LA PRIMERA SANTA DEL NUEVO MUNDO

La pasión de Rosa

Fidel González

Rosa de Lima murió muy joven, tras haber empleado todas sus energías en la misión, la ayuda a los pobres y la penitencia.

En Lima, capital del Virreinato de Perú, bajo cuya jurisdicción estu­vo durante largo tiempo toda Améri­ca del Sur, florecieron en el último tercio del siglo XVI y primero del XVII, a parte de Santo Toribio de Mogrovejo, San Francisco Solano, San Martín de Porres, San Juan Macías, la mística Santa Rosa de Lima y tantas otras figuras de santos aún no canonizados.

La Rosa más bella de Lima
Entre los frutos más eminentes de aquella santidad se encuentra la «Rosa más exquisita del Nuevo Mun­do». Su nombre era Isabel Flores Oli­va. Pero ella se cambiaría el nombre por el de Rosa de María. El pueblo la llamaría simplemente Rosa de Lima y así pasaría a la historia. Había nacido en Lima el 30 de abril de 1586 y murió en la misma ciudad el 24 de agosto de 1617. Es la primera santa canonizada del Nuevo Mundo.
Como la mística Teresa de Ávila, Rosa pocos momentos antes de morir exclamará: «Siempre he vivi­do y muero confesándome hija de la santa Iglesia, madre universal de todos los cristianos y, mientras con­serve el juicio, jamás me apartaré de la fe que profesé en mi Bautismo». La vida de esta «rosa», y primer fru­to de la evangelización y del mesti­zaje latinoamericano, fue precisa­mente una continua profesión de su pertenencia a Jesucristo y a su Igle­sia. Hay una pasión dominante en la vida de esta joven mujer consagrada a Cristo en el mundo, una especie de memoria del Señor en la vida de todos los días: que su Señor sea conocido y amado, que la santa Igle­sia lleve adelante su misión, que todos sin distinción entren en la gran comunión eclesial.
Rosa vivió solamente 30 años; nunca entró en un convento aunque fue «terciaria dominica». Vivió siem­pre en su casa cuidando a sus padres y hermanos. Enseguida la gente empezó a llamarla Rosa porque su rostro y su vida eran como un flore­cer del olor de la caridad de Cristo. A través de ella se difundió en Lima «el perfume del conocimiento de Cristo» (2 Cor 2,14). Esta joven fue una auténtica misionera sin salir de su ciudad, ni de la casa paterna. Rosa respiraba una profunda pasión por la misión.

Verdadera patrona de las misiones
Rosa de Lima aprendió en la con­templación de su Señor el valor de las personas creadas por Dios y redi­midas por Jesucristo. Se transporta­ba con el pensamiento a las llanuras americanas, a los valles y montañas andinas y contemplaba a sus gentes. Su corazón misionero quería abar­carlas todas. Escribe su biógrafo, el padre Pedro de Loayza en 1619: «ponía los ojos en los montes que ocupan el interior de América y sen­tía en sus entrañas que, pasadas las nevadas cumbres de aquellos áspe­ros collados y montañas inaccesi­bles, existían muchas almas que no conocían a Jesús. Derramaba copio­sas lágrimas sin hallar consuelo. Y no solo se dolía de las Indias Occi­dentales, sino también de las muchas naciones que en sus términos contie­ne el imperio dilatado de China, y los reinos tan poblados de Oriente».
Para Rosa no había un trabajo más grande que el de anunciar el Evange­lio. Su confesor nos ha dejado un tes­timonio precioso de este espíritu misionero que animaba a la joven Rosa. La muchacha quería convencerle de que dejase Lima y se fuese como misionero a las provincias inte­riores de Perú. Ante las dificultades que el confesor le mostraba Rosa le contestó que ella lo acompañaría con su oración y penitencia incansable. Ella quería que todos se fuesen a las misiones. Nada vale la ciencia y el estudio, solía decir a sus confesores y a los frailes y eruditos de Lima que empezaban a llamar a su casa en bus­ca de consejo, si esa ciencia y erudi­ción no se pone al servicio de la glo­ria de Dios y al servicio del prójimo. «¡Oh, quién fuese hombre, solo para ocuparme en la conversión de las almas!», solía exclamar entonces Rosa, según el testimonio de su pri­mer biógrafo, el padre Pedro de Loayza en 1619. Lo decía en un tiem­po en el que la misión activa estaba prohibida a las mujeres. Solía decir a los sacerdotes que la visitaban: «Recordad siempre que mi Señor os ha llamado para ser pescadores de hombres... Soltad anchamente las redes del Evangelio».
Rosa vivió heroicamente lo coti­diano e hizo lo cotidiano heroico. Mantuvo una atención particular a su familia con la que convivía, pero esta atención no la encerró en su pequeño mundo. Mantuvo una apertura cons­tante hacia los enfermos y los pobres de su ciudad. Supo por ello armonizar la vida familiar, la vida contemplati­va y el servicio de caridad exquisita con los marginados de su ciudad.

El rostro de Dios y el rostro de los pobres
Para Rosa no se podía separar el amor de Dios del amor por el hombre. La pasión por su Señor y sus experiencias místicas le empujaban a buscar el rostro de Dios en el de los hombres. Eran sus hijos. Pero con frecuencia veía cómo aquel rostro de Dios en ellos se encontraba deforma­do por el pecado o por la miseria. Por ello solo quería limpiar aquel rostro dolorido.
La casa criolla de esta mujer, hija de criollos, se convirtió enseguida en una casa abierta a todos los necesita­dos, en una auténtica casa de acogida a los marginados. En ella encontra­ban cama y pan. Era para muchos hospital y hogar al mismo tiempo. Iba ella misma a buscarles a sus tugurios. Entraba en los aposentos de los esclavos negros o de los «pobres de solemnidad», como en el español de entonces se llamaba a los mendi­gos que no tenían nada. Invitaba a su casa al mendigo enfermo. Machaca­ba con sus súplicas a su madre, Doña María de Oliva, para que les acogiese en su casa. A su madre le parecía que su hija exageraba en la caridad. Rosa caía frecuentemente enferma contagiada por las enfermedades que curaba. «No tenga miedo, madre mía de que me manche con las llagas de los pobres, le decía a su madre, que más feamente mancharon el rostro de Jesús. Cuando servimos a los enfer­mos, a Jesús servimos».
El primer arzobispo de Lima, el santo Jerónimo de Loayza, domini­co, había fundado en la ciudad un hospital de mujeres. Rosa se acerca­ba a las más solas y enfermas, les hacía la cama, les lavaba, les hacía la comida y les servía. Rosa de Santa María, como se empezó a llamar, sin ser religiosa de convento, se convir­tió en una hermana de la caridad de Cristo. Consideraba aquel modo de vivir su vida cristiana como su voca­ción de consagrada. Solía decir que aquel modo de vivir era para ella el modo de contemplar y servir a Dios. Más aún, añadía que era allí donde más gozaba de su contemplación y donde mejor lo experimentaba.

Un trozo de mundo nuevo
Los biógrafos de santa Rosa de Lima nos hablan de su bondad y mansedumbre. Como en todos los santos, en la medida en que más se acercaba a Dios, brillaba más en ella una profunda humanidad y libertad cristiana. Crecía en ella una sensibi­lidad ante el dolor y el sufrimiento de los hombres, especialmente de los más pobres y abandonados, que no la dejaban indiferente.
Rosa no discriminó nunca las necesidades de los hombres ni las catalogó con simples criterios de sociología. Para ella el mendigo enfermo, la mujer abandonada en el hospital de mujeres o el hidalgo y el criollo de Lima enfangado en el pecado o desesperado en la desola­ción, todos eran pobres de solemni­dad a los que había que tocar con la misericordia de Dios. Por ello, su casa y el jardín de su casa, sin serlo canónicamente, se convirtieron en un monasterio de acogida, un lugar humano tocado por la gracia de la misericordia divina.
En el jardín de su casa, Rosa se construyó con sus manos una pequeña ermita de adobe donde pasaba largos ratos en oración y penitencia. Allí recorría con el Señor el camino del viacrucis, y quería asociarse a la Pasión del Señor para completar en su cuerpo los sufrimientos de Cristo en favor de su Iglesia (cfr. Col 1, 24). Aquella pasión misionera que ardía en su alma está sintetizada en la súplica constantemente repetida por ella: «¡Cuánto quisiera, Señor, que todos te conocieran y te amaran!». El Señor le concedió participar en la gracia de su Pasión. Lo probó con Él místicamente todo: desde Getsemaní hasta el Calva­rio, con su «noche oscura», y enfer­medades dolorosas que le llevaron a la muerte, que ella había predicho, el 24 de agosto de 1617.
Esto nos explica el por qué Rosa fue «canonizada» por todos, pobres y ricos, desde el Arzobispo y el Cabil­do metropolitano de Lima hasta el Virrey y la Audiencia el mismo día de su muerte, proclamándola «madre de los pobres» y madre de la ciudad a la que había defendido con su fe del ataque de los corsarios en 1614.
En 1619 sus restos fueron trasla­dados a la iglesia de Santo Domingo de Lima y hoy reposan en el conven­to dominico del Rosario de aquella ciudad, en la misma capilla donde reposan los de San Martín de Porres y San Juan Macías, miembros de la familia dominica. Clemente IX la beatificó el 12 de febrero de 1668. Un año después es declarada patrona de Lima, y al siguiente (1670) de América y Filipinas. Fue canonizada el 12 de abril de 1670.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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