«María…»
Hace mes y medio, pensaba realmente que el coronavirus era una simple gripe. Cuando empezaron a llegar los primeros enfermos con radiografías de tórax espantosas lo primero que surgió en mí fue un desconcierto brutal, una inestabilidad exagerada. Nos empezamos a enfrentar a una enfermedad que no habíamos estudiado y que no teníamos ni idea de cómo afrontar (de hecho, hemos ido casi cambiando a diario la manera de tratarla). Una frustración tremenda ante tantos y tantos enfermos a los que nos daba la sensación de no estar ayudando. Al mismo tiempo, el número de pacientes en el hospital nos sobrepasaba por completo. Durante este último tiempo, además, la enfermedad ha golpeado a mi familia con el fallecimiento de mi abuela, afectando el virus también a mis tíos y a mi padre. Tantas veces decimos que somos mortales, pero madre mía cómo cambia la cosa cuando se hace carne que realmente lo somos, que la vida acaba. Qué sufrimiento pasar por la muerte y el miedo por los seres queridos. He vivido momentos de pánico total por lo que le podía pasar a mi familia. He experimentado la distancia, la soledad de los enfermos. Los he visto fallecer solos en sus habitaciones mientras las familias lloraban por teléfono al informarles de que la cosa no iba bien, o que de repente rompan a llorar y te cuenten que la mitad de la familia está gravemente enferma. He pasado de hacer una medicina del siglo XXI a hacer una medicina de guerra, de trincheras. Esto ha sido para mí vivir intensamente la realidad. Una realidad ante la que mi razón se impacienta y se rebela. Yo no estoy hecha para la muerte, para la distancia con los pacientes, para la soledad, para hacer una medicina de guerra en la que apenas luchamos por mantener con vida como podemos a los que tienen más posibilidad de subsistir. Ante todo esto me he encontrado con el pánico, llorando desconsoladamente o paralizada completamente en mi despacho del hospital. Ha habido múltiples cosas que me han rescatado de la nada y me siguen rescatando, y todas ellas me hacen caer en la cuenta de que en la barca está de timonero el Señor. En el vídeo de Medicina y Persona, un médico italiano dice que él trabaja por la salud, pero que la salud solamente es un medio, que el verdadero fin de la vida es conocer a Otro. Esto me ha hecho poner todo patas arriba, porque ha roto de nuevo mi medida mezquina y me ha hecho volver a caminar. Además, hace unos días, mi hermana Paloma, mientras yo le ponía delante todas mis preguntas incidiendo en que no sabía cómo el Señor iba a sacar algo bueno de todo esto, se paró y, muy seria y segura, me dijo: «María, el Señor ya ha pasado por la muerte, fue crucificado y ha resucitado por todos nosotros». Me dejó completamente en silencio, y de hecho me ha acompañado durante todos estos días. En medio de todos mis pensamientos, esto no había sido el punto de partida en ningún momento. Qué cambio iniciar el día en relación con Aquel que ya ha atravesado y vencido el dolor... En este tiempo se ha hecho más esencial que nunca la compañía. La he entendido más que nunca; ante este reto no me valen simples palabras. Compañía en este momento han sido ciertos rostros (mi marido, mis amigos, mi familia, Juanito…) que se me venían a la cabeza y que mirándolos no podía negar que Él me quiere y mucho. Una de las veces que venía de trabajar llorando como una Magdalena le decía a mi marido que no quería que se murieran mis pacientes, que estaba cansada, que no podía más con tanto dolor; y él, mirándome, al cabo de un rato de silencio estando delante del dolor, de lo que le contaba, murmuraba que él también se moriría algún día, que era un milagro que nos hubiéramos casado y que eso sin que Cristo hubiera resucitado habría sido completamente imposible. Esos ojos de cielo me sostenían, me sostienen, en pleno vuelo.
María, Madrid
Las manos del Señor
En casa somos tres. La casa es grande y nos llevamos bien. Al día siguiente de empezar el confinamiento diseñamos un horario que nos ordenara la vida, para no malvivir el tiempo que se nos ponía delante. Empezamos el confinamiento muy impresionados. Pero a los pocos días me di cuenta de que, a pesar de haber pasado de vivir en el mundo a vivir en mi casa, dentro de este nuevo espacio había encontrado un hueco y un modo para asegurar mi comodidad. De alguna manera me las había apañado para lograr una especie de tiempo dentro del tiempo donde volver a ser yo el patrón. El Señor me regaló darme cuenta y en el rosario empecé a reservar el quinto misterio para pedirle a la Virgen que me regalase un nuevo deseo de Dios, o mejor, volver a necesitarle. Pocos días después mi hermana me contó que en la residencia donde vive mi madre necesitaban ayuda. Hay cosas que oyes y no las oyes. Y hay cosas que las oyes y te sacuden. Algo así no solo suponía abandonar mi pequeño espacio de comodidad y gobierno sino deshacer la buena convivencia que el Señor nos había estado regalando a los tres durante los primeros días del Covid. No sabía qué hacer. Lo cierto es que hubiese preferido que no me hubiesen dicho nada, y poder seguir viviendo protegido por el horario de mi nueva vida. Le pedí al Señor que me diese alguna pista. En la primera lectura de la Misa de ese día, del profeta Ezequiel, el Señor dice: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío». En la cena lo hablamos. Muchos de los ancianos de la residencia dieron positivo a la prueba del virus. Si yo ese lunes empezaba como voluntario, a partir de ese momento, debería pasar de vivir en mi casa a vivir en mi habitación, para achicar posibilidades de ser transmisor del Covid. Del mundo a mi casa, y de mi casa a la habitación. A la mañana siguiente me confirmaron que podía empezar esa misma tarde. Llegué a la residencia algo antes de las cinco. La directora estaba de baja, también enferma. Me recibió la segunda de abordo, y cuando le pregunté cómo estaba se puso a llorar detrás de su máscara. Dos días después, la médico de la residencia, ahora también de baja por el virus, me pidió que la acompañara a la planta donde habían aislado a los enfermos contagiados. Las medidas de prevención son tantas que desorientan: máscara, otra máscara, traje con capucha, escafandra, guantes, bolsas para los zapatos; no se consigue respirar bien y se empañan las gafas. Aunque vestido de astronauta, pude estar con mi madre. Con guantes, pero la pude acariciar. Le di la unción de los enfermos. Ella estaba dormida, así que no sabe que estuvimos juntos. Lo sabe el Señor. Me invadía el corazón un pensamiento: varios hijos o miles de sacerdotes, pero otra vez era yo el que podía estar con ella, como en otros momentos importantes de los últimos años de su vida. La vocación sacerdotal lo ha hecho posible. ¡Gracias, Señor! Pude estar con el resto de los residentes enfermos, con cada uno, sin prisas, también sin abrazos. Soy mal enfermo y no me quería contagiar, pero allí en la planta de los aislados toqué a cada uno, porque Cristo toca. El trabajo con los ancianos me ha ayudado a descubrir de nuevo que la vida es vocación: el Señor llama y el camino concreto de la vida lo propone Él. El pasado viernes, al empezar las vísperas, me regaló un par de frases en el primer salmo que fueron una confirmación maravillosa en la tarea empezada: «Dichoso el que cuida del pobre y desvalido; en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor. El Señor lo guarda y lo conserva en vida, para que sea dichoso en la tierra, y no lo entrega a la saña de sus enemigos. El Señor lo sostendrá en el lecho del dolor, calmará los dolores de su enfermedad». Nos avisaron de que trasladaban a mi madre a un hospital, también ella contagiada, para poder asegurar una mejor atención médica. ¿Tenía que seguir yendo ahora que ni siquiera mi madre estaba ya en la residencia? Mi madre está más lejos, si cabe, pues no conocemos a quien la cuida ahora en el hospital. Pero mi tiempo en la residencia como voluntario me ha desvelado una cosa preciosa: los ancianos con los que he estado pasando estas tardes no estaban solos porque yo estaba con ellos. Quizá las familias no lo llegarán a saber, pero yo estaba con ellos. Algunos por la edad muy avanzada y otros por alguna enfermedad degenerativa, al pasar el rato o al empezar una nueva tarde, tampoco me recordaban, pero no estaban solos. Ahora no sé quién está con mi madre en su hospital, qué manos la cuidan ni qué cariños recibe, pero son las manos y los cariños que ha elegido el Señor para ella en este momento importantísimo de su vida.
Yago, Castellón
Una Semana Santa especial
En mi tierra es costumbre irse unos días de misión en Semana Santa, pero este año con la llegada de la pandemia, no ha sido posible. Así que en este tiempo de cuarentena estoy solo en Caracas. He podido leer los libros que he querido, escuchar las canciones que quiero, rezar, seguir las propuestas virtuales de la Iglesia y el movimiento, he tenido conversaciones con amigos, nos hemos juntado algunos para realizar una especie de concierto virtual para celebrar la Pascua. He descubierto que la misión de esta Semana Santa era mi corazón, Cristo quería venir a mí otra vez. Él ha logrado volverme a colocar como un niño frente al teléfono, una misa online, los audios de un grupo de WhatsApp. Todo esto para descubrir que la potencia de su muerte y resurrección no está condicionada a «irme de misión» sino a decirle sí en todas las circunstancias. Me he dado cuenta de que a lo largo de la historia los santos no necesitaron otra cosa que no fuese Cristo y que lo demás viene por añadidura. Pido poderlo experimentar y que se me conceda una actitud de asombro ante la realidad que se me da.
Carlos, Venezuela
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