La visita pastoral de Benedicto XVI a Loreto con ocasión del ágora de los jóvenes italianos se ofrece a todos sus coetáneos, al comienzo de un nuevo curso escolar, como la ocasión de un renovado protagonismo. Publicamos las respuestas del Santo Padre a las preguntas de los jóvenes durante la vigilia y el discurso que les dirigió en esa ocasión
Respuestas del Santo Padre a las preguntas de los jóvenes. Explanada de Montorso, sábado 1 de septiembre de 2007
Primera pregunta
A muchos de los jóvenes de la periferia nos falta un centro, un lugar o personas capaces de dar identidad. A menudo no tenemos historia ni perspectivas; por eso, no tenemos futuro. Parece que lo que esperamos nunca se hace realidad. De aquí la experiencia de la soledad y, a veces, de dependencias. Santidad, ¿hay alguien –o algo– para quien podamos llegar a ser importante? ¿Es posible esperar cuando la realidad nos niega cualquier sueño de felicidad, cualquier proyecto de vida?
Primera respuesta
Gracias por esta pregunta y por la presentación tan realista de la situación.
Con respecto a las periferias de este mundo, en las que existen grandes problemas, no es fácil ahora responder. No queremos vivir en un fácil optimismo, pero, por otra parte, debemos ser valientes y seguir adelante. Podría anticipar así el núcleo de mi respuesta: «Sí, hay esperanza también hoy; cada uno de vosotros es importante, porque cada uno es conocido y querido por Dios; y Dios tiene un proyecto para cada uno. Debemos descubrirlo y corresponder a él, para que, a pesar de estas situaciones de precariedad y marginalidad, sea posible realizar el proyecto de Dios sobre nosotros».
Pero, entrando en detalles, usted nos ha presentado de forma realista la situación de una sociedad: en las periferias parece difícil salir adelante, cambiar el mundo mejorándolo. Todo parece concentrado en los grandes centros del poder económico y político; las grandes burocracias dominan y quienes se encuentran en las periferias, realmente parecen quedar excluidos de esta vida.
Un aspecto de esta situación de marginación de muchos es que las grandes células de la vida de la sociedad, que pueden construir centros también en la periferia, están desintegradas: la familia, que debería ser el lugar de encuentro entre generaciones –desde los bisabuelos hasta los nietos–; que no sólo debería ser un lugar donde se encuentren las generaciones, sino también donde se aprenda a vivir, donde se aprendan las virtudes esenciales para la vida, está desintegrada, se encuentra en peligro. Por eso, debemos hacer todo lo posible para que la familia sea viva, para que sea también hoy la célula vital, el centro en la periferia. Del mismo modo, también la parroquia, célula viva de la Iglesia, debe ser realmente un lugar de inspiración, de vida, de solidaridad, que ayude a construir juntamente los centros en la periferia.
En la Iglesia se habla a menudo de periferia y de centro, que sería Roma, pero de hecho en la Iglesia no hay periferia, porque donde está Cristo allí está todo el centro. Donde se celebra la Eucaristía, donde está el sagrario, allí está Cristo y, por consiguiente, allí está el centro, y debemos hacer todo lo posible para que estos centros vivos sean eficaces, para que estén presentes y sean realmente una fuerza que se oponga a esa marginación.
La Iglesia viva, la Iglesia de las pequeñas comunidades, la Iglesia parroquial, los movimientos, deberían formar también centros en la periferia, para ayudar así a superar las dificultades que la gran política obviamente no supera. Al mismo tiempo, también debemos pensar que, a pesar de las grandes concentraciones de poder, precisamente la sociedad actual necesita la solidaridad, el sentido de la legalidad, la iniciativa y la creatividad de todos.
Sé que es más fácil decirlo que realizarlo, pero veo aquí personas que se comprometen para que surjan también centros en las periferias, para que crezca la esperanza. Por tanto, me parece que precisamente en las periferias debemos tomar la iniciativa. Es necesario que la Iglesia esté presente; que Cristo, el centro del mundo, esté presente.
Hemos visto, y vemos hoy en el evangelio, que para Dios no hay periferias. La Tierra Santa, en el vasto contexto del Imperio romano, era periferia; Nazaret era periferia, una aldea desconocida. Y, sin embargo, precisamente esa realidad fue de hecho el centro que cambió el mundo. Así, también nosotros debemos formar centros de fe, de esperanza, de amor y de solidaridad, de sentido de la justicia y de la legalidad, de cooperación.
Sólo así puede sobrevivir la sociedad moderna. Necesita esta valentía de crear centros, aunque aparentemente no parece existir esperanza. Debemos oponernos a esta desesperación; debemos colaborar con gran solidaridad y hacer todo lo posible para que aumente la esperanza, para que los hombres colaboren y vivan. Como vemos, es necesario cambiar el mundo; pero es precisamente la juventud la que tiene la misión de cambiarlo. No lo podemos hacer sólo con nuestras fuerzas, sino en comunión de fe y de camino. En comunión con María, con todos los santos; en comunión con Cristo, podemos hacer algo esencial.
Os estimulo y os invito a tener confianza en Cristo, a tener confianza en Dios. Estar en la gran compañía de los santos y avanzar con ellos puede cambiar el mundo, creando centros en la periferia, para que esa compañía sea realmente visible y así se haga realidad la esperanza de todos, de modo que cada uno pueda decir: «Yo soy importante en la totalidad de la historia. El Señor nos ayudará». Gracias.
Segunda pregunta
Yo creo en el Dios que ha tocado mi corazón, pero son muchas las inseguridades, los interrogantes, los miedos que llevo en mi interior. No es fácil hablar de Dios con mis amigos; muchos de ellos ven a la Iglesia como una realidad que juzga a los jóvenes, que se opone a sus deseos de felicidad y de amor. Ante este rechazo siento fuertemente la soledad humana y quisiera sentir la cercanía de Dios. Santidad, ¿en este silencio dónde está Dios?
Segunda respuesta
Sí, todos nosotros, aunque seamos creyentes, experimentamos el silencio de Dios. En el Salmo que acabamos de rezar se encuentra este grito casi desesperado: «Habla, Señor; no te escondas». Hace poco se publicó un libro con las experiencias espirituales de la madre Teresa. En él se pone de manifiesto aún más claramente lo que ya sabíamos: con toda su caridad, su fuerza de fe, la madre Teresa sufría el silencio de Dios.
Por una parte, debemos soportar este silencio de Dios también para poder comprender a nuestros hermanos que no conocen a Dios. Por otra, con el Salmo, podemos gritar continuamente a Dios: «Habla, muéstrate». Sin duda, en nuestra vida, si tenemos el corazón abierto, podemos encontrar los grandes momentos en los que realmente la presencia de Dios se hace sensible también para nosotros.
Me viene a la mente en este momento una anécdota que refirió Juan Pablo II en los ejercicios espirituales que predicó en el Vaticano cuando aún no era Papa. Contó que después de la guerra lo visitó un oficial ruso, que era científico, el cual le dijo: «Como científico, estoy seguro de que Dios no existe; pero cuando me encuentro en una montaña, ante su majestuosa belleza, ante su grandeza, también estoy seguro de que el Creador existe y de que Dios existe».
La belleza de la creación es una de las fuentes donde realmente podemos descubrir la belleza de Dios, donde podemos ver que el Creador existe y es bueno, que es verdad lo que dice la sagrada Escritura en el relato de la creación, o sea, que Dios pensó e hizo este mundo con su corazón, con su voluntad, con su razón, y vio que era bueno. También nosotros debemos ser buenos, teniendo el corazón abierto a percibir realmente la presencia de Dios.
Asimismo, al escuchar la palabra de Dios en las grandes celebraciones litúrgicas, en las fiestas de la fe, en la gran música de la fe, percibimos esta presencia.
Recuerdo en este momento otra anécdota que me contó hace poco tiempo un obispo en visita “ad limina”: una mujer no cristiana muy inteligente comenzó a escuchar la gran música de Bach, Händel, Mozart. Estaba fascinada y un día dijo: «Debo encontrar la fuente de donde pudo brotar esta belleza». Esa mujer se convirtió al cristianismo, a la fe católica, porque había descubierto que esa belleza tiene una fuente, y la fuente es precisamente la presencia de Cristo en los corazones, es la revelación de Cristo en este mundo.
Por consiguiente, las grandes fiestas de la fe, de la celebración litúrgica, pero también el diálogo personal con Cristo: él no siempre responde, pero hay momentos en que realmente responde.
Luego viene la amistad, la compañía de la fe. Ahora, reunidos aquí en Loreto, vemos cómo la fe une, la amistad crea una compañía de personas en camino. Y sentimos que todo esto no viene de la nada, sino que realmente tiene una fuente, que el Dios silencioso es también un Dios que habla, que se revela, y sobre todo que nosotros mismos podemos ser testigos de su presencia, que nuestra fe proyecta realmente una luz también para los demás.
Así pues, por una parte, debemos aceptar que en este mundo Dios es silencioso, pero no debemos ser sordos cuando habla, cuando se nos muestra en muchas ocasiones; vemos la presencia del Señor sobre todo en la creación, en una hermosa liturgia, en la amistad dentro de la Iglesia; y, llenos de su presencia, también nosotros podemos iluminar a los demás.
Paso a la segunda parte de su pregunta: hoy es difícil hablar de Dios a los amigos y tal vez resulta aún más difícil hablar de la Iglesia, porque ven a Dios sólo como el límite de nuestra libertad, un Dios de mandamientos, de prohibiciones, y a la Iglesia como una institución que limita nuestra libertad, que nos impone prohibiciones.
Pero debemos tratar de presentarles la Iglesia viva, no esa idea de un centro de poder en la Iglesia con estas etiquetas, sino las comunidades de compañía en las que, a pesar de todos los problemas de la vida, que todos tenemos, nace la alegría de vivir.
Aquí me viene a la mente un tercer recuerdo. En Brasil estuve en la “Hacienda de la Esperanza”, una gran realidad donde los drogadictos se curan y recobran la esperanza, recobran la alegría de vivir. Los drogadictos testimoniaron que precisamente descubrir que Dios existe significó para ellos la curación de la desesperación. Así comprendieron que su vida tiene un sentido y recobraron la alegría de estar en este mundo, la alegría de afrontar los problemas de la vida humana.
Por tanto, en todo corazón humano, a pesar de los problemas que existen, hay sed de Dios; y donde Dios desaparece, desaparece también el sol que da luz y alegría. Esta sed de infinito que hay en nuestro corazón se demuestra también en la realidad de la droga: el hombre quiere ensanchar su vida, quiere obtener más de la vida, quiere alcanzar el infinito, pero la droga es una mentira, una estafa, porque no ensancha la vida, sino que la destruye.
Realmente, tenemos una gran sed, que nos habla de Dios y nos pone en camino hacia Dios, pero debemos ayudarnos mutuamente. Cristo vino precisamente para crear una red de comunión en el mundo, donde todos podemos apoyarnos unos a otros, ayudándonos a encontrar juntos el camino de la vida y a comprender que los mandamientos de Dios no son limitaciones de nuestra libertad, sino las señales de carretera que nos orientan hacia Dios, hacia la plenitud de la vida.
Pidamos a Dios que nos ayude a descubrir su presencia, a estar llenos de su Revelación, de su alegría, a ayudarnos unos a otros en la compañía de la fe para avanzar y encontrar cada vez más, con Cristo, el verdadero rostro de Dios, y así la vida verdadera.
El discurso del Santo Padre en la vigilia de oración
Queridos jóvenes, que constituís la esperanza de la Iglesia en Italia: (...)
Cualquiera que sea el motivo que os ha traído aquí, quiero deciros que quien nos ha reunido aquí, aunque hace falta valentía para decirlo, es el Espíritu Santo. Sí, esto es lo que ha sucedido. Quien os ha guiado hasta aquí es el Espíritu. Habéis venido con vuestras dudas y vuestras certezas, con vuestras alegrías y vuestras preocupaciones. Ahora nos toca a todos nosotros, a todos vosotros, abrir el corazón y ofrecer todo a Jesús.
Decidle: «Heme aquí. Ciertamente no soy todavía como tú quisieras que fuera; ni siquiera logro entenderme a fondo a mí mismo, pero con tu ayuda estoy dispuesto a seguirte. Señor Jesús, esta tarde quisiera hablarte, haciendo mía la actitud interior y el abandono confiado de aquella joven que hace dos mil años pronunció su “sí” al Padre, que la escogía para ser tu Madre. El Padre la eligió porque era dócil y obediente a su voluntad». Como ella, como la pequeña María, cada uno de vosotros, queridos jóvenes amigos, diga con fe a Dios: «Heme aquí, hágase en mí según tu palabra».
¡Qué espectáculo tan admirable de fe joven y comprometedora estamos viviendo esta tarde! Esta tarde, gracias a vosotros, Loreto se ha convertido en la capital espiritual de los jóvenes, en el centro hacia el que convergen idealmente las multitudes de jóvenes que pueblan los cinco continentes.
En este momento nos sentimos, en cierto modo, rodeados por las expectativas y las esperanzas de millones de jóvenes del mundo entero: en esta misma hora unos están en vela, otros se encuentran durmiendo y otros están estudiando o trabajando; unos esperan y otros desesperan; unos creen y otros no logran creer; unos aman la vida y otros, en cambio, la están desperdiciando.
Quisiera que a todos llegaran mis palabras: el Papa está cerca de vosotros, comparte vuestras alegrías y vuestras tristezas; y comparte sobre todo las esperanzas más íntimas que lleváis en vuestro corazón. Para cada uno pide al Señor el don de una vida plena y feliz, una vida llena de sentido, una vida verdadera.
Por desgracia, hoy, con frecuencia, muchos jóvenes creen que una existencia plena y feliz es un sueño difícil –hemos escuchado muchos testimonios–, a veces casi irrealizable. Muchos coetáneos vuestros piensan en el futuro con miedo y se plantean no pocos interrogantes. Se preguntan, preocupados: ¿Cómo integrarse en una sociedad marcada por numerosas y graves injusticias y sufrimientos? ¿Cómo reaccionar ante el egoísmo y la violencia, que a menudo parecen prevalecer? ¿Cómo dar sentido pleno a la vida?
Con amor y convicción os repito a vosotros, jóvenes aquí presentes, y a través de vosotros a vuestros coetáneos del mundo entero: ¡No tengáis miedo! Cristo puede colmar las aspiraciones más íntimas de vuestro corazón. ¿Acaso existen sueños irrealizables cuando es el Espíritu de Dios quien los suscita y cultiva en el corazón? ¿Hay algo que pueda frenar nuestro entusiasmo cuando estamos unidos a Cristo? Nada ni nadie, diría el apóstol san Pablo, podrá separarnos del amor de Dios, en Cristo Jesús, Señor nuestro (cf. Rm 8, 35-39).
Permitidme que os repita esta tarde: cada uno de vosotros, si permanece unido a Cristo, puede realizar grandes cosas. Por eso, queridos amigos, no debéis tener miedo de soñar, con los ojos abiertos, en grandes proyectos de bien y no debéis desalentaros ante las dificultades. Cristo confía en vosotros y desea que realicéis todos vuestros sueños más nobles y elevados de auténtica felicidad.
Nada es imposible para quien se fía de Dios y se entrega a Dios. Mirad a la joven María. El ángel le propuso algo realmente inconcebible: participar del modo más comprometedor posible en el más grandioso de los planes de Dios, la salvación de la humanidad. Como hemos escuchado en el evangelio, ante esa propuesta María se turbó, pues era consciente de la pequeñez de su ser frente a la omnipotencia de Dios, y se preguntó: ¿Cómo es posible? ¿Por qué precisamente yo? Sin embargo, dispuesta a cumplir la voluntad divina, pronunció prontamente su “sí”, que cambió su vida y la historia de la humanidad entera. Gracias a su “sí” hoy también nosotros nos encontramos reunidos esta tarde.
Me pregunto y os pregunto: lo que Dios nos pide, por más arduo que pueda parecernos, ¿podrá equipararse a lo que pidió a la joven María? Queridos muchachos y muchachas, aprendamos de María a pronunciar nuestro “sí”, porque ella sabe de verdad lo que significa responder con generosidad a lo que pide el Señor. María, queridos jóvenes, conoce vuestras aspiraciones más nobles y profundas. Conoce bien, sobre todo, vuestro gran anhelo de amor, vuestra necesidad de amar y ser amados. Mirándola a ella, siguiéndola dócilmente, descubriréis la belleza del amor, pero no de un amor que se usa y se tira, pasajero y engañoso, prisionero de una mentalidad egoísta y materialista, sino del amor verdadero y profundo.
En lo más íntimo del corazón, todo muchacho y toda muchacha que se abre a la vida cultiva el sueño de un amor que dé pleno sentido a su futuro. Para muchos este sueño se realiza en la opción del matrimonio y en la formación de una familia, donde el amor entre un hombre y una mujer se vive como don recíproco y fiel, como entrega definitiva, sellada por el “sí” pronunciado ante Dios el día del matrimonio, un “sí” para toda la vida.
Sé bien que este sueño hoy es cada vez más difícil de realizar. ¡Cuántos fracasos del amor contempláis en vuestro entorno! ¡Cuántas parejas inclinan la cabeza, rindiéndose, y se separan! ¡Cuántas familias se desintegran! ¡Cuántos muchachos, incluso entre vosotros, han visto la separación y el divorcio de sus padres!
A quienes se encuentran en situaciones tan delicadas y complejas quisiera decirles esta tarde: la Madre de Dios, la comunidad de los creyentes, el Papa están cerca de vosotros y oran para que la crisis que afecta a las familias de nuestro tiempo no se transforme en un fracaso irreversible. Ojalá que las familias cristianas, con la ayuda de la gracia divina, se mantengan fieles al solemne compromiso de amor asumido con alegría ante el sacerdote y ante la comunidad cristiana el día solemne del matrimonio.
Frente a tantos fracasos con frecuencia se formula esta pregunta: “¿Soy yo mejor que mis amigos y que mis parientes, que lo han intentado y han fracasado? ¿Por qué yo, precisamente yo, debería triunfar donde tantos otros se rinden?”. Este temor humano puede frenar incluso a los corazones más valientes, pero en esta noche que nos espera, a los pies de su Santa Casa, María os repetirá a cada uno de vosotros, queridos jóvenes amigos, las palabras que el ángel le dirigió a ella: “¡No temáis! ¡No tengáis miedo! El Espíritu Santo está con vosotros y no os abandona jamás. Nada es imposible para quien confía en Dios”.
Eso vale para quien está llamado a la vida matrimonial, y mucho más para aquellos a quienes Dios propone una vida de total desprendimiento de los bienes de la tierra a fin de entregarse a tiempo completo a su reino. Algunos de entre vosotros habéis emprendido el camino del sacerdocio, de la vida consagrada; algunos aspiráis a ser misioneros, conscientes de cuántos y cuáles peligros implica. Pienso en los sacerdotes, en las religiosas y en los laicos misioneros que han caído en la trinchera del amor al servicio del Evangelio.
Nos podría decir muchas cosas al respecto el padre Giancarlo Bossi, por el que oramos durante el tiempo de su secuestro en Filipinas, y hoy nos alegramos de que esté aquí con nosotros. A través de él quisiera saludar y dar las gracias a todos los que consagran su vida a Cristo en las fronteras de la evangelización. Queridos jóvenes, si el Señor os llama a vivir más íntimamente a su servicio, responded con generosidad. Tened la certeza de que la vida dedicada a Dios nunca se gasta en vano. (...)
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