El 19 de agosto, pocas horas antes de la apertura del Meeting y tras dos años de lucha contra la enfermedad, volvía a la casa del Padre uno de los testigos que más ha marcado nuestra historia. Le saludamos así, contando la historia de una amistad que continúa
La sonrisa contagiosa y serena (a veces velada por una sutil melancolía) de Claudio Chieffo se abría de par en par, sobre todo cuando componía una nueva canción. Había algo maravilloso en el asombro agradecido que suscitaba en él verla nacer, y también cuando podía cantarla dirigiendo a una asamblea. Chieffo había apostado todo por esta “vocación” musical insospechada, mucho más que por los resultados discográficos o por el reconocimiento público de su oficio de cantautor, que por otro lado cuenta en su haber con más de tres mil conciertos, ciento trece canciones traducidas a muchos idiomas y 10 LPs y CDs.
Desde los comienzos, en los primeros años sesenta en los que las viejas fotos le muestran ya en los encuentros de GS guiados por don Giussani, estar en medio de ese pueblo, ser su voz, era para él la más hermosa de las gratificaciones y la más importante responsabilidad. Esto le llevó toda su vida, con medios escasos pero desde el respeto más absoluto y profesional hacia su público, a exhibirse generosamente en escenarios pequeños y grandes, consciente del deber de llevar por todas partes, a través de sus canciones, la belleza y la verdad que había encontrado.
Fue esta conciencia la que le llevó años después, en la temperie pseudo-revolucionaria de los años setenta, a “visitar” a los cristianos del Este: desde la invitación a participar en el “Sacrosong” de Varsovia en 1974 (Chieffo fue el único italiano presente y cantó sus canciones ante los cardenales Wyszynski y Wojtyla), hasta los viajes clandestinos de los años siguientes.
Su matrimonio con Marta, la llegada de los tres hijos, Martino, Benedetto y María Celeste, los repetidos encuentros con Juan Pablo II, las nuevas experiencias discográficas e incluso la participación en programas televisivos (y tras el concierto, vuelta por la mañana a dar clase a sus alumnos de secundaria, a los que enseñó lengua durante casi toda su vida en su ciudad, Forlí), son las etapas de una carrera singular y anómala.
Los cantautores italianos Giorgio Gaber y Francesco Guccini, con quienes mantuvo encuentros públicos y privados, le miraban con inquieta consideración, sorprendidos de que su mismo oficio se pudiera llevar adelante año tras año, al margen de cualquier circuito comercial y teatral tradicional, en una armonía total y constante con su público. Pero tal vez fuera éste el secreto de Chieffo: no considerarlo “audiencia”, sino comunidad, interlocutor precioso, personas. Y crecer en el tiempo junto a él, dentro de su misma historia, marcándola así para siempre.
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