El autor siciliano ha estado (sorprendentemente) entre los más citados. Frente a todos los clichés que quieren hacer de él un nihilista, en aquellas páginas del 36...
De forma un poco sorprendente uno de los autores más citados en el Meeting que ha tenido como tema la verdad y el destino ha sido Luigi Pirandello. Monseñor Ventorino, en su intervención sobre el lema de este año, ha leído algunos pasajes de Pirandello, y yo le he dedicado una conferencia, estableciendo un diálogo entre algunas de sus páginas y otras de su contemporáneo Charles Péguy. En ambos casos se ha puesto en crisis la lectura más en voga, que es también la más superficial, que hace pasar a Pirandello como el simple destructor de cualquier certeza o verdad. Lo cual, en cierto sentido, es verdad, como muestran las páginas de sus obras, las mismas declaraciones de arte poética y las reflexiones del autor, pues sus obras son “bombas de mano” –así las definió Gramsci– que hacen saltar las certezas y las verdades de la costumbre y de la convención. Su crítica feroz y agudísima al presunto valor de las palabras en las conversaciones, al concepto burgués de conciencia o a las máscaras tras las cuales se esconde la gente, es –al igual que la de Péguy contra la presunción del historicismo o del cientifismo– una crítica destinada a poner al desnudo a los hombres ante sí mismos y ante su destino. A esto apunta la obra del autor siciliano, que ya en sus poesías juveniles, así como en los relatos y en los montajes casi cinematográficos de su teatro, capta ficciones y malentendidos de una vida que no quiere afrontar el problema de su significado real, suspendido entre el fluir y la permanencia, entre el ser y la forma.
Ya en el pasado hubo quien captó, como el crítico Pietro Mignosi, el valor religioso de la búsqueda y de la obra pirandelliana, mientras que otros han establecido vínculos que ligan al comediógrafo con las reflexiones de Bergson, un pensador central también para Péguy.
Resultan elocuentes las páginas del año 36, en las que, a pocos meses de su muerte, Pirandello proclama su «perfecta ortodoxia en cuanto al planteamiento de los problemas. Y tales problemas no comportan más que una solución cristiana». Se trata de ese Cristo al que él indica como amor y caritas, único evento que desvela el hombre a sí mismo y que es el entramado mismo de la realidad. A los clichés que ofrecen un Pirandello como genial nihilista, exponente de una crisis que en los años de las vanguardias del siglo pasado ponen todo en cuestión de forma radical, se puede oponer no un fantasma sacado de citas ad hoc, sino una figura de artista más rica y llena de perspectiva, capaz todavía de provocar y de escandalizar a las que Péguy llamaba las “almas satisfechas de sí mismas”, las “almas honestas”. Aquellas para las que la realidad no ofrece ya aventura alguna.
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