Los ojos de David
Allí está, justo delante de la tienda donde ella tiene que entrar. Pide caridad con la mano tendida, pero Rossella no tiene ni una moneda en el bolsillo. Pasa de largo, entra, compra las velitas para la tarta de su hijo David. Mientras paga, mira por el cristal del escaparate. El chico sigue allí. Sale de la tienda con dos euros en la mano. «Por favor, ayúdeme. Quiero volver a mi casa y nadie me ayuda», le dice el chaval con acento del Este. Pocas palabras, sus miradas se cruzan. Rossella le echa un par de monedas y se aleja.
Pero él sigue hablándole y ella vuelve atrás: necesita treinta euros, no sabe dónde ir a dormir, le falta un brazo... «Me he gastado veinte euros en el cumpleaños, él los necesita para volver a su casa», piensa ella. Le da otros diez euros. Y otros diez. Él insiste: «Déjame tu teléfono. Cuando por fin llegue a casa, te llamaré». «Vale. Y tú dime cómo te llamas». «David».
Le da un vuelco al corazón. El mismo nombre, más o menos la misma edad, podría ser su hijo. Le sonríe, luego Rossella va hacia su coche: «Rezaré a la Virgen por ti». «Yo también», contesta ella. Una vez en el coche, Rossella espera que David pueda abrazar pronto a su madre. Y que se sienta querido, por fin seguro.
Mientras conduce, le entra una duda: «¿Y si se hubiera inventado todo? ¿Si fuera solo un embustero minusválido? Por dinero la gente hace cualquier cosa...». Le entra una sensación de traición, de ser una "dama de la caridad" tonta. Pero su mente corre veloz: ¿qué decía la Escuela de comunidad? «Hay una herida en el corazón... algo se tuerce... y el hombre no consigue mantenerse en la verdad». Ya, aunque le hubiera mentido, ella había vuelto atrás, le había mirado a los ojos y en ellos se había visto ni más ni menos que a sí misma. Y su necesidad de sentirse amada.
Pasan los días. Los ojos de David de vez en cuando vuelven a su memoria. Luego, un día, suena el móvil. Número desconocido. Abajo, el lugar de donde viene la llamada: Rumanía. «Soy David. ¡He llegado a casa!». No habla desde el número que se habían intercambiado, ese era un número italiano. A Rossella no le cabe el corazón en el pecho: «¿Cómo estás?». «Bien, ¿y tú? Gracias por haberme ayudado». «Dale recuerdos a tu madre. Te quiero, David». «Yo también». Una profunda alegría. «¿Quién me quiere tanto como para hacerme vivir todo esto?», se pregunta. «Si fuera por mí, no me habría parado ante un chaval que pide limosna».
Por la noche, recibe un whatsapp desde Rumanía. En el perfil, vuelve a aparecer la cara de David. Entre los mensajes, una foto: un collage de caras que forman el rostro de Cristo. Rossella agranda la imagen. Se fija en ella. «Sí, David. Yo también creo que ha sido Cristo el que movió mis manos, mi corazón y tus pasos».
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