Arabia Saudí, Egipto, Líbano. Viviendo el día a día en países difíciles, la relación con personas de fe distinta ayuda a descubrir qué permite vivir. Tres testimonios desde las comunidades de CL
Riad. Una larga lucha
Mario Huterer vive con su familia en Arabia Saudí desde hace cuatro años. Ingeniero de telecomunicaciones, se ha pasado la vida yendo de un lado a otro. Hoy convive con el rígido islam wahabita en Riad, y dice: «Aquí no me falta nada para vivir». Desde joven tuvo que dejar Sarajevo por la presión de una sociedad de mayoría musulmana, en la que no veía ninguna perspectiva de futuro. Pagando además un precio por sus orígenes, medio alemanes, rechazando cualquier componenda y (hasta tres veces) la inscripción al Partido Comunista. Mario se labró un futuro él solo, estudiando como un loco y licenciándose con veintidós años. Con veinticinco decidió: «Tras un largo rato llorando, tomé la decisión y me fui para siempre. Ya se me hacía evidente que debía dejar mi tierra».
Era 1985. Hoy tiene sesenta años y se le quiebra la voz conmovido, por una razón distinta, porque un compañero de trabajo, Ahmed, interrumpe cada día su tarea para rezar orientado hacia La Meca. «Cuando se pone de rodillas, mirarle me provoca a pensar en mí, a ir al fondo. Me lleva a rezar. Nos hemos hecho amigos. Una tarde, mientras le acompañaba a la salida de la empresa, nos miramos sorprendidos. Sin muchas palabras, los dos estamos comprendiendo que no estamos juntos por el proyecto laboral, por el dinero, ni siquiera porque nos llevamos bien. ¿Qué es lo que nos une? ¿De dónde viene ese agradecimiento que sentimos el uno por el otro?». Empezaron a llamarse «hermano», y no era una manera de hablar. Mario se pregunta con sorpresa: «¿Qué hay en su rostro?». Esta pregunta vuelve una y otra vez. Creció en una familia atea, «nunca me pregunté por la fe, pero por el porqué de la vida sí». La ambición y la razón le empujaban a trabajar día y noche, llevándole a vivir primero en Austria, luego en EE.UU, luego en Bélgica. Allí, un día un compañero de trabajo le invita a un encuentro. Él acude, más que nada por conocer alguna chica. «No sabía qué es Comunión y Liberación. Estaban leyendo El sentido religioso, el libro de don Giussani traducido al francés. Yo no lo entendía bien, pero me quedé. No por las chicas, sino por las palabras que leí en la contraportada y que me hicieron pensar: "Parece que este hombre tiene la respuesta al sentido de la vida"».
Entonces empezó una larga lucha. «Desde aquel primer libro, pasando por los demás, me costaba entender. ¿Cómo podía ser? Había sacado un doctorado dificilísimo, había estudiado y enseñado asignaturas muy complejas, ¿cómo era posible que esto me costara tanto?». Pasó quince años así, sin perder una reunión del movimiento y acudiendo donde estaban estos nuevos amigos en Holanda, Francia, Luxemburgo... Sin embargo, «yo estaba decidido a entender, no a seguir. Quería –debía– conseguirlo con mi cabeza». Para Maru, la mujer de la que se enamoró y que hoy es su mujer, era sencillo. «Pero, ¿no lo ves?», le decía. Ella se asombraba por todo, él se sentía cada vez más frustrado. «Ponía todo mi empeño pero no aceptaba la simple fórmula "hacer un camino". Pero nunca lo dejé, por esas miradas que han sido una gran compañía para mí. Rostros y nombres concretos: Giorgio, Maria Grazia, Thomas, Tiziana...».
El velo se rasga para Mario en lo que él llama «mi primer encuentro con el Otro». Le pasó «en plena inutilidad», es decir, haciendo la caritativa en un asilo de ancianos, estando con personas «que ni siquiera de percataban de nuestra llegada, o al menos eso parecía. No podía hacer gran cosa por ellos y, sin embargo, experimenté una paz desconocida. Esa paz no me venía de Maru, que estaba a mi lado, ni de esos ancianos. No podía explicarlo, pero era real». Cuando se mudaron de Bélgica a Italia, un día, en un encuentro del movimiento, cansado, dijo: «Basta ya. Me abandono. Haz Tú». «Y fíjate, empecé a entender», recuerda conmovido.
Mientras tanto, su familia crece, él los acompaña a la santa misa, estando allí «como una planta. Pero con un deseo dentro». Hasta que una tarde, en Austria, donde habían vuelto tras una enésima mudanza, un amigo sacerdote, Andrzei, que los visitaba de vez en cuando, llama a su puerta sin avisar: «Mario, llegó tu momento». Él rompió a llorar y entendió sin necesidad de añadir nada. Andrzei le preparó para recibir los sacramentos. «Esa vez no vino a mi casa solo. Delante de mí no estaba solo Andrzei, en sus ojos reconocí a Otro».
Es lo mismo que ahora experimenta con Ahmed. «Dejé mi país a causa de los musulmanes y hoy daría mi vida por él. Nos une lo más hondo de él y de mí: la fe en Dios. Lo mismo me pasa con mi querido Chandru, que es hindú». Tras una larga lucha «conmigo mismo», cuenta, «siento una gratitud inmensa por haber sido alcanzado en esta vida por algo "de otro mundo". ¡Qué increíble sorpresa para un ex ateo!». En Arabia Saudí no se puede expresar públicamente la propia fe en Cristo pero, repite, «no nos falta nada». «Lo tenemos todo porque Cristo sale a nuestro encuentro». Puede ser un compañero de despacho o su hijo pequeño, con una discapacidad grave, que «sale a mi encuentro a través de otro, de sus ojos, de su deseo».
Minya. Rahma y esa pregunta
Cuando Mariam llegó a su nuevo lugar de trabajo se quedó pasmada. Es asistente social y trabaja en una empresa sin ánimo de lucro llamada Bedaiat (que significa "Empieza"), a las afueras de la ciudad de Minya, a doscientos veinte kilómetros al sur de El Cairo, en la orilla izquierda del Nilo. Allí los niños ayudan a sus padres a vender droga y por las noches ven a sus madres prostituirse, entre edificios malsanos, con viviendas de una sola habitación que sirve a la vez de comedor, dormitorio y retrete. La mayoría de los chavales no van al colegio, venden clínex por la calle, recogen basura o roban. «Al principio mi trabajo consistía en buscar a estos chavales y ofrecerles compañía a través de las artes: dibujo, pintura, modelado con arcilla, música, cine. Llevo cuatro meses como coordinadora de los educadores que trabajan con ellos».
Mariam Shawki tiene 36 años y conoció la experiencia del movimiento, por primera vez, siendo una chavalita, durante sus años de estudio en un colegio de Alejandría, en Egipto. Cuando se casó, en 2012, se mudó a Luxor, donde no había una comunidad de CL. Con el tiempo y la distancia, la relación se relajó. Luego, hace dos años, llegó a Minya y empezó a trabajar en la periferia. «Me quedé pasmada». Se hundió al ver las condiciones en las que vive la gente allí. «Me angustiaba una pregunta: ¿cómo puede ser que exista un lugar así? ¿Por qué existe? Aquí los niños no están acostumbrados a jugar, sino a ser violentos y vengativos. Una mañana, mientras estábamos trabajando con un grupo de niños, uno de ellos agredió a otro con unas tijeras. Ese episodio fue demasiado para mí. Estuve de baja una semana, lloraba diciéndome: no hay esperanza para un lugar como este. ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué puedo hacer?». Luego, al estrés del trabajo se sumaron problemas familiares, y mi pregunta se agudizó: «¿dónde está Dios?». Un día, estaba con una de las niñas del proyecto, de doce años, musulmana, llamada Rahma, que significa "misericordia". Se acercaba el Ramadán y la pequeña preguntó a Mariam si ella también ayunaría con ellos. «No», le contesta. «Sabes que soy cristiana...». La niña rompe a llorar. «Te lo ruego, ¡ayuna con nosotros!». Mariam no comprende esa reacción, pero la niña llora desconsolada: «no quiero que acabes en el infierno, quiero que vayas conmigo al paraíso».
«En ese momento tan difícil para mí, a través de una niña llamada "misericordia", era Cristo el que me respondía, diciéndome: yo estoy aquí, contigo, y por eso hay una esperanza para este lugar», recuerda Mariam. Este hecho tan concreto, aparentemente inconexo, tocó las fibras más hondas de algo que no se había perdido. «Pensé enseguida en la comunidad de Alejandría». Así que volvió a buscar a una amiga del movimiento. «El Señor me había buscado y encontrado a través de Rahma, y aquello me remitió a esas personas que han fortalecido mi fe, que me han acompañado y ayudado».
Así que ahora existe una pequeña comunidad de CL también en Minya, que ha nacido mediante la invitación a participar en la Escuela de comunidad, a la que Mariam y su marido han invitado a algunos amigos de un grupo llamado Selmia ("Pacíficos"), en el que participan también algunos musulmanes. «Son los amigos con los que compartimos el camino de la fe en la vida diaria, la relación con los hijos, el estrés del trabajo... Nos ayudamos a vislumbrar la presencia de Dios incluso en las situaciones más difíciles».
Beirut. «¿Dónde está tu esperanza?»
Tú eres un bien para mí. Esta frase se le quedó grabada hace años, cuando fue el lema de un Meeting de Rímini que siguió desde lejos. Francesco Rameh es un joven cristiano que ha vivido sus veinticuatro años en la Beirut actual. Trabaja como consultor informático, aunque está licenciado en ingeniería mecánica. Pero no es obvio tener un empleo en un país doblegado por la corrupción, que se declaró en quiebra en vísperas de un cambio de gobierno. «Un país espléndido y rico en recursos completamente arruinado», dice con dolor. El paro juvenil en el Líbano alcanza el 36%, casi la mitad de la población vive en el umbral de la pobreza, muchísimos abandonan el país. Son muchas las razones que confluyeron el pasado otoño en una sublevación popular sin precedentes, transversal respecto a las clases sociales, a la periferia y al centro, a cristianos, chiítas, sunitas, drusos... pidiendo las dimisiones de una clase política entera.
«Cuando empezó la revuelta, estaba contentísimo. Pero un día me dijo una amiga: "¿Y si todo esto acaba mal? ¿Dónde está tu esperanza?"», recuerda Francesco. Esta pregunta lo dispuso a acoger un hecho que pasó al poco tiempo, durante una Escuela de comunidad. «Mi amigo Marcelino, un joven como yo, hablaba de las dificultades que todos tenemos. Y, en un momento dado, dijo: "Yo sé lo que necesito. Volver a experimentar la belleza que saboreé en el Equipe del CLU"». Se refería al encuentro con algunos universitarios de otros países, en el que había participado un año y medio antes.
«Me quedé impactado», continúa Francesco. «No dijo: necesito dinero, justicia, un cambio de gobierno... No. Necesito volver a experimentar esa belleza». Necesitamos un encuentro imborrable.
Francesco vuelve a sus años universitarios, cuando echaba de menos una amistad así. «No suponía un problema la diversidad de religiones. Aquí en el Líbano, sobre todo entre los jóvenes, la convivencia cotidiana es buena, estamos todo el día juntos. Me faltaban los amigos del movimiento y no me abría a los demás, no compartía con otros lo que vivía, pensando que no lo entenderían».
Luego, una noche, cuando la nostalgia se hace más fuerte, acompañó de vuelta a casa a Jad, musulmán, después del ensayo con la banda en la que tocan. En un semáforo, se les acerca una niña pidiendo limosna. «Le pregunté cómo se llamaba y le dije: "Si mañana estás aquí, te traigo un regalo". Cuando volvimos a arrancar, Jad, conmovido, me dijo que le gustaría tener mucho dinero para construir una casa donde acoger a esa niña y a todos los niños que viven en la calle. Me lo decía de corazón. Tenía el mismo deseo que yo». Entre los dos algo cambió. «Empecé a comentarle las series de televisión que veo, diciéndole que luego me da vergüenza porque he perdido el tiempo... Pero él me ayudaba a juzgarlas y a separar el grano de la paja. No me lo esperaba, pero empezó una relación muy buena con él. Es un bien para mí».
Jad lo sorprende siempre. Como hace poco. Francesco tiene una amiga del movimiento de sesenta años a la que conoce desde siempre. «Viendo el deseo de vivir que tiene, veo en ella "el ciento por uno" del que habla el Evangelio, la juventud que se renueva en quien sigue a Jesús. Me llamó mucho la atención que la primera vez que Jad habló con ella por teléfono, para pedirle un favor, a él le bastaron pocos minutos... Me llamó enseguida diciendo: "¡Esincreíble! Esta mujer tiene un espíritu más joven que tú y yo". Jad había visto, había interceptado la diferencia en una simple llamada. Yo he necesitado años de camino para aprender a reconocerla y muchas veces lo doy todo por descontado. Jad es un bien para mí, porque necesito aprender a ver lo que su corazón ve».
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