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Huellas N.04, Abril 2020

RUTAS

Clarice Lispector. Llegar a lo que existe

Cecília Canalle/Raúl Fernandes

Cuando se cumple el centenario de su nacimiento, un breve viaje por la vida de la escritora brasileña. Y por sus personajes, donde «el Misterio está siempre al acecho». Una obra maestra de momentos cotidianos, capaces de desvelarnos que la vida no basta

Escribir es devolver la realidad a otros hombres mediante la creación, con su asombro original, limpiando una mirada apagada y envejecida. Criar hijos significa, mediante lo que ya existe, ayudarles a reconocer la realidad en su rostro más verdadero. Y amar es dar la vida para que alguien, en un momento dado, caiga en la cuenta del infinito que habita en ella.
Escritora de origen ucraniano, con ojos rasgados y rasgos exóticos, Clarice Lispector (1920-1977) era experta en buscar la huella del infinito en todo, sobre todo en los detalles más banales de la vida diaria. Y cuando no la encontraba, al menos lamentaba esa falta inmensa. Escudriñando la realidad, con fina agudeza identificaba la ausencia de algo que gritaba en ella y nada podía acallar, incluso cuando todo iba bien.
«¿No me he olvidado nada?», pregunta por enésima vez la anciana madre a su hija, Catarina, protagonista de Vínculos familiares, uno de sus cuentos más célebres, publicado en español por la editorial Siruela. Sí, madre e hija habían olvidado de qué precioso material estaba hecha su relación, a pesar de las dificultades y las provocaciones. Esa simple pregunta despierta la conciencia de Catarina, que vuelve a casa dispuesta a gozar de la generosidad de todos, siguiendo los pasos de su madre que se lo enseñó primero. Luego se ve a Catarina junto a su hijo de cuatro años que casi no habla, que está siempre nervioso y distraído, porque «nadie había conseguido todavía despertar su atención». Ella se dirige a él con tono serio y apasionado. El niño comprende y dice «mamá». Era «la prima vez que decía "mamá" con ese tono y sin pedir nada. Era algo más que una sencilla constatación: "¡Mamá!"». Catarina se queda conmovida: otra vez se le había abierto el mundo.
Procedente de una familia hebrea ucraniana, Clarice Lispector llegó a Brasil con tan solo dos años y siempre se consideró brasileña. Y esta identificación es mutua. Además de ser una de las escritoras más populares del país (a pesar de que su escritura sea a veces difícil e incluso hermética), los brasileños la llaman familiarmente "Clarice" a secas, como si fuera una amiga íntima.
No le gustaba hablar de las trágicas circunstancias que obligaron su familia a huir de Ucrania, en medio de la guerra civil rusa y de los brutales pogromos antisemitas que devastaron su tierra natal. Por otra parte, en su obra no hay claras referencias al drama que vivieron su familia y su pueblo. En una entrevista, cuando le preguntaron por el valor social de la literatura, confesó que se sentía casi humillada porque no lograba escribir sobre aquello. «El problema de la justicia es para mí tan obvio y fundamental que no consigo dejarme sorprender por él. Y sin sorprenderme, soy incapaz de escribir».
Sus cuentos hablan siempre de una sorpresa, de una maravilla que altera la vida cotidiana, revelando otra dimensión de la existencia.

En su famoso cuento Amor, por ejemplo, una tranquila madre de familia, Ana, vuelve a casa al final de la tarde tras haber hecho la compra para la cena. Sentada en el tranvía, ve desde la ventanilla a un ciego que se mueve seguro en la oscuridad, mascando chicle. Mientras sigue distraída por esta visión –¿la visión de la ceguera de otro o de la suya?–, el tranvía frena bruscamente y Ana deja caer la bolsa de la compra, rompiendo los huevos que acababa de comprar. La sacudida existencial del ciego y la sacudida física del tranvía se entrecruzan. Y los huevos, una metáfora del nido de la vida, se rompen y gotean: la frágil cáscara de las apariencias ya no consigue esconder su denso contenido interior.
Está claro que momentos como este son siempre «peligrosos», como dice la misma Ana, porque pueden alterar el tran-tran de la costumbre. Y Clarice conocía muy bien el valor (al igual que los riesgos) de la vida cotidiana y de los pequeños quehaceres que la constituyen.
Licenciada en Derecho, nunca ejerció la profesión y solo ocasionalmente trabajó como periodista. Casada con un diplomático, vivió muchos años en otros países, sintiéndose siempre fuera de lugar y sola. Además de la literatura y de los eventos con delegaciones extranjeras (que le pesaban mucho), su principal ocupación fue la de cuidar a sus dos hijos, uno de los cuales sufrió precozmente por graves problemas de salud, siendo motivo de profunda angustia para ella.
De todas formas, sus andanzas le ofrecieron la oportunidad de observar al hombre en lugares y condiciones muy distintas. Por ejemplo, durante su estancia en Nápoles, en plena Segunda Guerra Mundial, Clarice trabajó como voluntaria en un hospital, haciendo todo lo necesario y todo lo posible. Entre otras cosas, les leía las cartas que los pacientes recibían de sus familiares y escribía sus respuestas. Era una manera de buscar una relación más cercana con la realidad. Dijo una vez que su trabajo era «un intento fallido de llegar a lo que existe».
En sus cuentos vemos continuos intentos de «llegar a lo que existe» mediante relatos que hablan de la dimensión cotidiana de relaciones amorosas que anhelan algo más grande.
En esas relaciones hay siempre un desequilibrio, que se produce normalmente por un detalle banal: un ciego que masca chicle, el robo de una flor en el jardín, una gallina que pone un huevo, una mujer que llega con un sombrero, unas rosas maravillosas que la escritora compra por la mañana, una señora que escupe al suelo el día de su 89 cumpleaños... Son acontecimientos banales que, sin embargo, despiertan de su sopor a los protagonistas del cuento, aportando la sutil certidumbre de que sus intentos de retomar el control de la vida serán en vano.

En Clarice, el binomio equilibrio/desequilibrio no supone solo una suerte de reasentamiento que se podría expresar de la siguiente manera: todo parecía en orden, se produce un pequeño evento que altera la situación para que luego todo se reorganice. En su obra, por el contrario, la vida no se reorganiza. Clarice introduce en lo cotidiano un sentido de inadecuación e incumplimiento que, una vez descubierto, impide restablecer la vida al nivel anterior.
El cuento Misterio en San Cristóbal presenta una familia que goza de los bienes que se ha ganado. Solo la hija siente que algo le falta, como una extraña insatisfacción interior. Ya es de noche y ve a tres hombres con una máscara que, atraídos por la floridez del jardín, entran en él para arrancar una flor de jacinto; cuando se dan cuenta de que la chica los está mirando, huyen despavoridos. La casa se despierta agitada, pero nadie entiende la inquietud de la muchacha: todos se esfuerzan (es un tema recurrente en sus cuentos) por restablecer el equilibrio anterior. Pero ya no puede ser, sobre todo para esa chica: ha pasado algo que lo impide. Existe siempre un misterio al acecho en la vida diaria que, como una sombra que huye, se oculta en cuento lo percibimos. Por eso muchos personajes de Clarice sienten una suerte de vértigo debido a una revelación. Son momentos de manifestación, en los que la persona recibe un impacto que le hace comprender que la vida no basta. Si por un breve momento parece que el paraíso esté a las puertas, incluso el evento más nimio puede acallarlo todo. Se trata de una "felicidad clandestina", el título de otro famoso libro suyo.

El dolor más agudo de la escritora es la percepción acuciante de la desproporción original entre su deseo de infinito y la precariedad de la vida que, aunque inmensa, resulta demasiado limitada para el deseo del corazón.
En nuestra opinión, su gran contribución es la de mostrar que lo cotidiano es precioso, pero que en sí mismo puede ser agobiante, convirtiendo su potencial sacralidiad en una condena.
En 1976, un año antes de su muerte, Clarice fue entrevistada por José Castello, un famoso crítico literario brasileño, que le preguntó acerca del sentido de escribir:

J.C.: ¿Por qué escribe?
C.L.: Le contestaré con otra pregunta: ¿por qué bebe agua?
J.C.: ¿Por qué bebo agua? Porque tengo sed.
C.L.: Significa que toma agua para no morir. Lo mismo que yo: escribo para seguir viva.


Ojalá la lectura de Clarice posibilite este tipo de experiencia: que podamos percibirnos cada vez más vivos.



«Hay tres cosas para las que he nacido y por las que doy mi vida. Nací para amar a los demás, nací para escribir, y nací para criar a mis hijos. Amar a los demás es algo tan vasto que incluye incluso el perdón para mí misma, con lo que sobra. Las tres cosas son tan importantes que mi vida es corta para tanto. Tengo que darme prisa, el tiempo urge. No puedo perder un minuto del tiempo que construye mi vida. Amar a los demás es la única salvación individual que conozco: nadie estará perdido si da amor y a veces recibe amor a cambio»
(de Aprendiendo a vivir)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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