Algunas voces de los primeros lugares donde empezó el contagio en Italia. El grito de quien ve venir al miedo y detrás la muerte: en la familia, en el hospital, en el trabajo. Un chico que pregunta: «¿sabe decirme por qué debo vivir?». Y ese “sí” delante de la realidad
«Nunca había visto una Escuela de comunidad así». Tan intensa, verdadera, carnal. Tan dramáticamente hermosa. Lo dicen ellos mismos, los del primer foco del coronavirus, los de CL de Codogno, Castiglione d’Adda, Casalpusterlengo y alrededores, la primera “zona roja” donde estalló el contagio ya avanzado el mes de febrero.
El encuentro, obviamente, fue por Skype. En pocas semanas cambió el mundo. A la familiaridad con el miedo, que ya era un buen golpe, se sumó potentemente la familiaridad con la muerte. Así, día tras día, «las palabras del anuncio cristiano a las que la guía del movimiento siempre nos reclama y que nos repetimos a menudo se fueron despojando de todo residuo de sentimentalismo y abstracción. Ahora es más evidente que esas palabras inciden en la carne y explican la vida. Las decimos, pero ahora es imposible pronunciarlas a la ligera. Ahora no leemos, devoramos el artículo de Julián Carrón y su carta (ver el editorial, ndr.)». Lo dice Eugenio, de sesenta y pico años, experto en informática. Él guiaba esas asambleas virtuales de la ya famosa Bassa Lodigiana. E insiste: «La primera partida que debemos jugar consiste en responder a la realidad. Carrón nos ha dicho que esta es una ocasión que no debemos dejar pasar. Muchos amigos nos documentan que es así». Desde mediados de marzo, los contagios empezaron a disminuir en esta zona. Pero entretanto las sirenas de las ambulancias laceraban el alma y el ambiente, con familias de luto, seres queridos en cuidados intensivos o aislados en casa. Durante mucho tiempo.
En la asamblea de la Escuela de comunidad intervino Fulvia, funcionaria de sanidad en Lodi. Contó cómo estaba viviendo el drama de la epidemia minuto a minuto a través de los datos que recogía. Habló del colapso en los hospitales, de las horas y días esperando una cama para los pacientes contagiados, la reestructuración de las plantas normales en unidades de cuidados intensivos; las decenas de médicos y enfermeros que iban cayendo enfermos, muchos de ellos de gravedad. Y los muertos, muchos, todos los días. «Ninguno de nosotros estaba acostumbrado a ver morir así. ¿Miedo? ¡Vaya si lo tenemos! E impotencia. Enfermos que parece que mejoran y de repente recaen y nos dejan. Médicos y enfermeros, nuestros defensores y protectores, que también se ven sacudidos y doblegados por el mal. La idea de que la ciencia médica sabrá mantener la situación bajo control, al menos al 98%, se iba haciendo pedazos. Pacientes aislados que mueren solos, sin el afecto de sus familiares ni el conforto de los sacramentos». Pero en medio de todo eso, ¡lo que son las cosas! «Estoy viviendo una Cuaresma que no tiene comparación, como conciencia y corazón. El dolor de Cristo lo veo y me toca. Trabajo mucho, más que antes, pero saco tiempo para la oración, para seguir lo que nos propone el movimiento. Lo que me está pasando me desvela a mí misma, me hace reconocer lo que corresponde a mi corazón. Lo que ha pasado –y no estoy loca– es un milagro».
Por Skype y vías similares pasan también las clases escolares. Benny es una joven educadora. Sus alumnos, de 15 a 18 años, la siguen en buen número y con una atención inédita. Uno de los mayores, en un momento dado, se conectó y entró a degüello sin venir a cuento: «Llevo quince días sin lavarme ni vestirme. ¿Sabe usted decirme qué motivo tendría para hacerlo? ¿Sabe decirme para qué debo vivir?». «Pedía el sentido de la vida, sin medias tintas», cuenta Benny. «Entonces me vino a la cabeza un amigo de cuando yo tenía 16 años y él 26, muy guapo, y se hizo cura. Le pregunté por qué renunciaba a tener mujer y familia, y me respondió: “mira, yo soy como una florecilla en la montaña. Puede que nadie me vea ni me pueda agarrar, pero es hermoso que exista, que Dios me haya querido”. Entonces le dije a mi alumno que él también era así, como una florecilla en la montaña. Unos días más tarde, aseado y vestido, volvió a conectarse. “Hoy soy una florecilla en la montaña perfumada, solo por usted”. Desear a Cristo da oxígeno y nos reanima».
Luego intervino Betty, una mujer que padece asma, lo que en estos tiempos no ayuda. «Nos miramos de manera más humana. Con los amigos, también con el obispo, verdaderamente existe una compañía guiada al Destino. Se han vuelto locos hasta encontrar una mascarilla adecuada para mí, debido a mi trastorno... y lo han conseguido. Modelo FFP3, el top». La verdad es que habría para escribir un libro, pero de momento citemos a Francesco, angustiado por tener que quedarse en casa y «no poder jugar mi partida. Es como si me retirara, no me parece justo». Eugenio le contestó: «Mira que tu partida puede ser precisamente el hecho de permanecer en casa». La partida de la privación es la que define también a Carlo, 64 años, informático jubilado hace un año. Estuvo cinco días ingresado por un problema cardiaco. Además su hija, enfermera, no se encontraba bien y no estaba de servicio. «Nunca habría imaginado sentir la privación como la he sentido. Sobre todo la falta de la Eucaristía. Como el Sábado Santo, con Jesús en el sepulcro. Solo que eso es un día, esto no sabemos cuándo acabará... Es como una Cuaresma vivida radicalmente».
La partida de Marco, 54 años, titular de la cooperativa social “La oficina” de Codogno, se juega con chavales autistas. De un día para otro se encontraron con que no podían trabajar, ni siquiera entrar en la sede. Confiesa que «las seguridades de mi vida cotidiana han saltado por los aires. No sé cuál será el destino de la cooperativa. Pero ciertas seguridades se han fortalecido. Ahora se amplifica la pregunta de dónde se apoya nuestra consistencia. Y sé que no estoy solo. Tengo amigos que nunca han dejado de hacerme sentir la compañía de Uno que nunca me abandona».
Cuando estalló el virus, Eugenio estaba en casa, convaleciente por una operación, fue unos días antes de volver al trabajo. A la pregunta «¿con qué ánimo estás viviendo esta situación?», respondió con las palabras del WhatsApp que acababa de enviar a su obispo (monseñor Maurizio Malvestiti, obispo de Lodi, ndr.): «La situación, como sabe, no es fácil, pero quiero estar pegado a la Realidad, con la certeza de que con el tiempo podré sorprender el porqué del paso que el Misterio bueno me está pidiendo». ¿Y la respuesta? «“Mantén la Eucaristía diaria. In silentio et spe... al paso del Misterio”».
«Sine dominico non possumus». No podemos vivir sin celebrar el día del Señor. Era el mensaje enviado por el párroco de Caselle Landi, don Edmondo Massari, para invitar a los fieles a seguir la misa dominical por streaming. La cita era la frase de uno de los 49 mártires de Argelia, enviados a morir por haber celebrado la Eucaristía al margen de la ley de Diocleciano. Don Edmondo, 45 años, vivió el estallido del virus, al principio, «casi como una pesadilla, con dolor y preocupación». El paciente uno, Mattia, era amigo suyo. «La misa por streaming, como hacemos varios sacerdotes, ha sido una experiencia positiva, dentro del dolor de no poder celebrar con el pueblo. Le pedí, por ejemplo, a hijos o nietos de personas ancianas enfermas que les ayudaran a conectarse. De este modo, jóvenes que no solían ir a misa la han empezado a seguir con sus mayores». ¿Qué se puede aprender de esta experiencia? «Tenemos miedo, pero sobre todo tenemos miedo a tener miedo, es decir, a mostrarnos y reconocernos tal como somos, frágiles, criaturas dependientes de Otro. El riesgo, en vez de tomar conciencia de esto, es transmitir ese miedo como distancia del otro, mirarlo con sospecha. Por eso debemos confiarnos al buen Dios, que no nos está castigando sino que nos desafía a buscar lo Esencial».
Paola, de Lodi, encuentra lo Esencial de muchas maneras. «Al principio estábamos fuera de la “zona roja” pero teníamos muchos amigos dentro y temíamos por ellos. Ahora nos ha tocado de manera directa. Siento cien veces más intensamente la enorme necesidad de “Alguien que nos libre del mal”, como dice una canción de Claudio Chieffo, que venza mi incertidumbre. Y veo que este Alguien está. Lo veo presente en el testimonio de mis amigos. Amigos de verdad, no compañeros superficiales. Como Roberta, en primera línea, un continuo reclamo para volver a centrarme en Cristo. Como una amiga que tiene a su marido muy grave en Pavía y me contaba que estaba desolada pero serena, segura de que hay un Destino bueno. La conozco bien y no es una visionaria».
¿Qué resiste el embate de la realidad? Sigue contando Eugenio: «El año pasado, después de los Ejercicios espirituales, uno me decía que no entendía bien qué quería decir eso del “embate”. Pues bueno, creo que ahora no hacen falta muchas explicaciones. La pregunta brota del corazón, que grita la necesidad de Alguien presente».
El grito, el embate. «No hay que tener miedo a pedir lo que el corazón desea. Pedir la fuerza necesaria para decir “sí” a lo que la realidad te pide. Gritarlo». Roberta se lo oyó decir a un amigo de don Cesare, «alguien que me ayuda a levantar la mirada». Los sacerdotes normalmente no utilizan la palabra «grito». Suena fuerte, no es habitual en las homilías, pero Roberta no necesita escuchar homilías sino resistir el violento embate de su realidad. Es médico en el hospital de Lodi, gastroenteróloga trasladada ahora a reanimación. Los primeros días hacía turnos de doce horas, luego se redujeron un poco porque muchos no podían. Todas las mañanas, veinte minutos de carrera antes de vestirse, que lleva un rato: traje, mascarilla, gorro, calzas, gafas, guantes... Y desvestirse al acabar el turno. Pero eso no es nada. Hay compañeros médicos y enfermeros que ya no están con ella porque se han contagiado, algunos están graves. Los que quedan no dan abasto. Mientras reanimas a uno, otro muere a pocos metros. Y luego llegar a casa, con cuatro hijos que atender, padres ancianos... «Lo que estoy viviendo es un shock personal. Me enfrento a la muerte todos los días, a decisiones terribles, con cansancio y dolor. Hoy hemos tenido nuestra primera alta, pero muchos mueren solos, sin familia ni sacerdote. Solo estoy yo. Les hago la señal de la cruz y rezo una oración ante ellos, como me sugirió don Cesare». Roberta llora mucho. «Para mis adentros. Hasta mi fe se ha puesto a prueba. Soy una mujer limitada, no una heroína. Pienso en Jesús en Getsemaní. Mi grito es a Dios, pero saber que alguien reza por ti te da energía para recuperarte. He pedido los santos óleos». ¿Y con la familia? «A mis hijos les he explicado la situación. Entro en casa y voy directa al baño, evito el contacto y como en la habitación. “Echo de menos tus brazos”, me ha dicho uno de ellos. Pero ahora estamos en los brazos de Dios. Así es. Desde que empezó la emergencia mi jornada ha sido un continuo “sí”». A lo largo de su vida, dice, «he atravesado circunstancias dolorosas, pero esta agudiza todo lo demás, todas mis preguntas. ¿De quién soy yo? ¿Y Tú, qué quieres de mí? Estoy redescubriendo hasta mi vocación médica. ¿Qué tipo de tarea me estás pidiendo desempeñar? Y digo “sí”, aunque solo sea por esto».
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