La Iglesia participa de la profecía de Cristo y es en el mundo testimonio de su vida nueva de resucitado. La fe, la esperanza y la caridad son signos de esta novedad
El hombre perfecto
Bajo el influjo del Espíritu Santo, la comunidad profesa su fe y aplica la verdad de la fe a la vida. Por una parte está el esfuerzo de toda la Iglesia para comprender mejor la revelación, objeto de la fe: un estudio sistemático de la Escritura y una reflexión o meditación continua de su significado profundo y del valor de la Palabra de Dios. Por otra parte la Iglesia da testimonio de la fe con la propia vida, mostrando las consecuencias y aplicaciones de la doctrina revelada y el valor superior que de ella resulta para el comportamiento humano. Enseñando los preceptos promulgados por Cristo, prosigue la vía que Él ha abierto y manifiesta la excelencia del mensaje evangélico.
Todo cristiano debe «reconocer a Cristo ante los hombres» (cfr. Mt 10,32) en unión con toda la Iglesia y tener entre los hombres «una conducta irreprensible» de modo que lleguen a la fe (cfr. 1Pe 2,12).
(13 de mayo de 1992)
El misterio profético de la Iglesia, que consiste en anunciar la verdad divina, conlleva también la revelación al hombre de su propia verdad, verdad que sólo en Cristo se manifiesta en toda su plenitud.
La Iglesia muestra al hombre esta verdad no sólo de forma teorética o abstracta, sino de un modo que podemos llamar existencial y bien concreto, porque su vocación es donar al hombre la vida que está en Cristo crucificado y resucitado: como Jesús mismo anuncia de antemano a los Apóstoles: «porque yo vivo también vosotros viviréis» (Jn 14,19).
Cristo es, pues, la respuesta divina que la Iglesia da a los problemas humanos fundamentales: Cristo, que es el hombre perfecto. El concilio dice que «aquel que sigue a Cristo... se hace más hombre» (GS 41). La Iglesia, dando testimonio en la vida de Cristo «Hombre perfecto», indica a cada hombre el camino hacia la plenitud de realización de la propia humanidad. Con su predicación presenta a todos un auténtico modelo de vida, y con los sacramentos infunde en los creyentes la energía vital que permite el desarrollo en la comunidad eclesial. Por esto Jesús llama a sus discípulos «sal de la tierra» y «luz del mundo». (Mt 4, 13-14).
(20 de mayo de 1992)
Presencia victoriosa
La presencia es, pues, un don del Espíritu Santo, Espíritu de Cristo, por el cual, ya en el tiempo, el hombre vive de eternidad: vive en Cristo como partícipe de la vida eterna, que el Hijo recibe del Padre y da a sus discípulos (cfr. Jn 5,26; 6,54-55;10,28;17,2). San Pablo dice que ésta es la esperanza que «no decae» (Rom 5,5), porque proviene de la potencia del amor de Dios que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (ib.).
De esta esperanza es testigo la Iglesia, pues la anuncia y lleva como don a los hombres que aceptan a Cristo y viven en Él, al resto de todos los hombres y de todos los pueblos, a los que debe y quiere hacer conocer, según la voluntad de Cristo, el «Evangelio del reino» (Mt 24,14).
También frente a las dificultades de la vida presente y a las dolorosas experiencias y prevaricaciones y caídas del hombre en la historia, la esperanza es la fuente del optimismo cristiano. Es verdad que la Iglesia no puede cerrar los ojos ante el mal que hay en el mundo. Ella, sin embargo, sabe que puede contar con la presencia victoriosa de Cristo, y en esta certeza inspira su acción larga y paciente, teniendo siempre presente aquellas palabras de su Fundador en el discurso de despedida de sus Apóstoles: «Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mi. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
De la certeza de esta victoria de Cristo, que se extiende en la historia profundamente, la Iglesia recibe ese optimismo sobrenatural para mira el mundo y la vida, que traduce en acción el don de la esperanza. La victoria le ha enseñado a resistir y a continuar su obra como ministra de Cristo crucificado y resucitado: pero es en virtud del Espíritu Santo como espera volver a conseguir siempre nuevas victorias espirituales, infundiendo en las almas y propagando en el mundo el fermento evangélico de gracia y de verdad (cfr. Jn 16, 13). La Iglesia quiere transmitir a sus miembros y, en la medida de lo posible a, a todos los hombres este optimismo cristiano, hecho de confianza, coraje y previsora perseverancia.
(27 de mayo de 1992)
Amor sin límites
La caridad traída por Cristo al mundo es amor sin límites, universal. La Iglesia testimonia este amor que supera toda división entre individuos, categorías sociales, pueblos y naciones. Reacciona contra los particularismos nacionales que querrían limitar la caridad a la frontera de un pueblo.
Con su amor abierto a todos, la Iglesia muestra que el hombre está llamado por Cristo no sólo a evitar toda hostilidad en el interior de su pueblo, sino a estimar y a amar a los miembros de otras naciones y a los mismos pueblos como tales.
La caridad de Cristo supera también la diversidad de las clases sociales. No acepta el odio ni la lucha de clases. La Iglesia quiere la unión de todos en Cristo, busca vivir y exhorta y enseña a vivir el amor evangélico, también hacia aquellos que algunos querrían considerar como enemigos.
En aplicación del mandato del amor de Cristo, la Iglesia quiere la justicia social, y por tanto una división equitativa de los bienes materiales en la sociedad y una ayuda a los más pobres, a todos los desventurados. Pero al mismo tiempo predica y favorece la paz y al reconciliación en la sociedad...
Podemos resumir y concluir con una afirmación, que encuentra en la historia de la Iglesia, de sus instituciones y de sus Santos una prueba, que se podría denominar experimenta. Y es que la Iglesia, en su enseñanza y en sus esfuerzos hacia la santidad, ha tenido siempre vivo el ideal evangélico de la caridad, que a menudo ha llegado al heroísmo; ha producido una amplia difusión del amor en la humanidad, y está en el origen, se reconozca más o menos, de las múltiples instituciones de solidaridad y colaboración social que constituyen un tejido indispensable de la civilización moderna. Y finalmente ella ha avanzado cada vez más en la conciencia de las exigencias de la caridad y en el cumplimiento de las tareas que tales exigencias le imponen: todo esto bajo el influjo del Espíritu Santo, que es eterno, infinito Amor.
(3 de junio de 1992)
Traducido por Gabriel Richi
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