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Huellas N.7/8, Julio/Agosto 1992

SOCIEDAD

Mama, he perdido la agenda

Dario Baudini

Muchos esperan con ansia y programan al detalle los fines de semana y las vacaciones. Después no saben qué hacer. El tiempo libre se muestra en realidad «vacío». Sólo la conciencia del significado y la obediencia a él convierten cada momento en un tiempo útil y creativo

«EL PROBLEMA del tiempo libre es tenerlo». Un slogan que circulaba hace algunos años, que hoy ni siquiera nos hace reír, y que se convierte en algo absoluta­mente carente de significado frente a un periodo como el verano en el cual es de esperar que haya abundancia de tiempo libre de todo compromiso laboral o de estudio; aquel eslogan es sin embargo indicativo de una atención creciente, desde algunos años, hacia los períodos de tiempo en los que uno no se ve obligado a responder a la vida obedeciendo a cir­cunstancias particulares y concre­tas. Parece que el tiempo libre se ha convertido en un problema, y de los importantes, de aque­llos de los que ine­vitablemente hay que resolver, al menos a juzgar por el espacio que le dedi­can los periódicos, comentaris­tas y televi­siones; no hay un dia­rio que se precie que no incluya entre sus suplemen­tos alguno dedicado al tiempo libre;
no hay mes en que las revistas no nos cuenten cómo ocupa el tiempo la gente cuando no tra­baja y la televisión sigue siendo la domina­dora. Y precisamente de estas páginas es de donde ha nacido la ciencia del tiempo
libre que tiene una ley simple pero inderogable: llenan el vacío que deja la ausencia de una circunstancia inevitable con algo opinable. Se crean así intereses, por otro lado muy estimables, que sin embargo adquieren la «dignidad» de «sta­tus symbol» (símbolos de status), transfor­mándose de deseos particulares en hipóte­sis irrenunciables a las que ligar la idea misma de felicidad personal.
Dinámicamente la ley se aplica añadiendo los atributos a los momentos libres. Tenemos así las vacaciones «inteligentes», las «musica­les», las «deportivas» O las vacaciones «on the road»; de tal manera que uno que se vaya simplemente «al campo» es sin duda un paleto, cuando menos un idiota, pero probablemente, además, será feo, Como en los matrioskas, dentro de las vacaciones con atributos se encuentran, los itinerarios, también adjetivados: «cul­turales», «gastronómicos» o «ecológicos»; y dentro de éstos, los lugares «adecuados» («justos»), el «restaurante típico», ya sea «tailandés, mejicano o japonés», el lugar donde se saborea tal vino, los paisajes, puestas de sol, o vistas «increíbles», la naturaleza «salvaje». Es todo una cuestión de atributos, si no tienes los atributos no eres nadie como sucede con los tenedores o las estrellas de la guía Michelín: se puede elegir hacer aquello que ya ha sido organizado. Por otra parte ya no se encuentra gusto ni siquiera en intentar descubrir un lugar nuevo, sin duda ya apa­recerá en un guía del tiempo libre.

Libre, ¿de qué?
El paso en falso de esta actitud está precisamente en el adjetivo, en ese «libre» que unimos a «tiempo»; ante todo, ¿libre de qué? Tratando de generalizar, aun­ que nunca es bueno, podríamos decir «libre» de realizar acciones que debes hacer aunque no quieras. Por lo tanto, en positivo, el más amplio contenido de este «libre» es: «aquello que quieres», en donde el acento se marca sobre el «aquello», es decir, sobre la respuesta a la pregunta «¿qué es lo que quieres de verdad?». En fin, lo que da dignidad al tiempo es su finalidad; y la finalidad no es nunca un atributo, sino un sujeto, el tuyo. De hecho el mundo da un contenido muy distinto a aquel «libre»: al no recono­cer finalidad alguna al tiempo si no hay una circunstancia ine­vitable que dé sentido a la acción, nos quedamos entumecidos frente al terror del vacío, que debe ser llenado afanosamente con cualquier cosa, siempre que sea, como decíamos antes, opinable; es decir, lo bastante superficial para no hacer resurgir con fuerza una de las evi­dencias más originales del hombre: el tiempo es un dato previo, existe antes que tú. Tanto la duración de la vida, setenta años, ochenta años para los más fuertes, como la duración de la jornada, que tiene veinticuatro horas y no trenta y seis u ocho, el tiem­po te es dado, nadie nos ha preguntado qué pensába­mos al respec­to. Sin embar­go, nosotros seguimos tra­tándolo como si fuésemos dueños, como documenta la obsesión, típi­ca de nuestro tiempo, de la agenda. El «planning» se ha convertido en una activi­dad irrenuncia­ble en la jornada del hombre moderno, que necesita organizar todo, saber exactamente qué hará dentro de un mes y once días, dónde y con quién. Afortunadamente nos vienen dados los instrumentos adecuados, que en poquísi­mo espacio nos permiten ordenar, codifi­car y jerarquizar nuestros compromisos, aunque después no tengamos un criterio adecuado para realizarlas. Es una coartada inatacable en el caso de que olvidemos una cita: «no lo había escrito en la agen­da». Sin la agenda (mejor si es electróni­ca) no se puede vivir. Existen dos posibles tragedias en una vida tan perfectamente planificada: perder la agenda o que suceda algo imprevisto; preferiríamos un puñeta­zo en el estómago antes que correr ese riesgo.
Una vida así hace venir a la mente las palabras de Jack Kerouack cuando descri­bía «el morir gota a gota por envejeci­miento»; pero esto es una consecuencia y no el origen del problema.

Los intereses
Volvamos a «aquello que quieres»; aquello que quieres es lo que te interesa; la experiencia del interés se encuentra entre las más dinámicas y a la vez efímeras del hombre: cuando eres pequeño jue­gas con los cromos y hasta aquí todo va bien, lo que pasa es que luego los dejas de lado y el interés se mueve hacia otras cosas; aquí comienzan los problemas. La no perdurabilidad del interés humano y la llamada continua a una búsqueda de signi­ficado más profundo y no reducible a la satisfacción del deseo particular, son los signos de aquello que mueve el interés y el deseo mismo: la exigencia de una res­puesta total, que no termina, infinita: el destino. Existe un modo de vaciar este reconocimiento: multiplicar los objetos de deseo manteniendo la propia demanda a un nivel superficial, volviendo a partir siempre de cero. Es precisamente aquello de lo que estamos hablando. La organización del tiempo libre es el modo con el que intentan hacer que sigamos jugando a los cromos.
El tiempo, por el contrario, se nos da para reconocer el nexo entre la acción par­ticular, el instante de ahora y el destino, el todo que únicamente puede satisfacer mi deseo de felicidad, donde la conciencia se convierte en grito al misterio que hace todas las cosas. Sea la circunstancia inevi­table o no, es el sujeto que la protagoniza el que introduce la diferencia, el que se vuelve creativo en la circunstancia de tra­bajo, incluso en la más humilde, igual que en aquella menos «condicionada» que se pueda imaginar. El yo es libre, no el tiem­po.
Con esto no queremos concluir el pro­blema; muchos recordarán la famosa esce­na de la película de Nanni Moretti Ecce bombo, en la que los protagonistas están todos sentados alrededor de una mesa y discuten sobre qué hacer y dónde ir y nin­guno es capaz de tomar una iniciativa; aunque no tan desesperada, todos pode­mos reconocer como familiar la experiencía de emplear más tiempo en decidir o en organizar algo que en hacerlo.

Lo eterno en el instante
En resumen, existen momentos de no iniciativa que, si el tiempo es lo que hemos dicho, se refieren más a la afirmación del fin para el que se vive que a una decisión sobre si hacer una cosa u otra. Es muy difí­cil, casi imposible, sostener humanamente el horizonte eterno que subyace en cada instante a no ser que esto coincida con una acción sencilla y al mismo tiempo corres­pondiente a la dinámica del corazón humano: seguir a alguien que te ama, como un niño en los brazos de su madre. El yo, la conciencia de sí, es impensable de hecho fuera de una relación que lo constituya y sea el origen. Pero si el origen, la verdad de mí, es otro, no puede ser uno cualquiera (cuán­tas y que grandes las decepcio­nes cuando nos hacemos la ilu­sión de que es así), sino uno que me ama hasta el punto de darse a sí mismo por mí, que da su misma vida para que yo exista de modo que el tiempo esté todo lleno del seguir, del estar con este otro. No es un discurso, sino un acontecimiento, se llama encuentro, se llama cristianismo. Un hecho dentro de nuestra vida, una presencia den­tro de una compañía que ha comenzado a llenar nuestra existencia. Incluso el tiempo está lleno de la memoria de aquello que nos ha acontecido y de la urgencia de comunicarlo a todos, para que pueda vol­ver a suceder aquello que nos ha pasado a nosotros. Entonces el tiempo libre de los compromisos del estudio y del trabajo se convierte en el tiempo en que uno más desea seguir, es decir, obedecer para que ese Otro, mejor llamémosle por su nom­bre, Cristo, en el tiempo, se convierta cada vez más en aquello que sostiene todos los momentos particulares, que los cambia, y se convierta en el Interés. Por esto se nos pide que un poco de ese tiempo pueda empeñarse en un gesto gratuito, al servicio de otro, por el amor de Cristo, de modo que aprendamos a vivir el tiempo en su totalidad, el libre y el ocupado. La alterna­tiva es afanarnos, como hacen todos, en hojear ávidamente las guías que te enseñan a usar bien tu tiempo, dedicarnos a organi­zar todo detalladamente y después desani­marnos permaneciendo atascados con el pensamiento de que probablemente habría sido mejor quedarnos en casa.
Buenas vacaciones a todos.

Traducido por Clara Fontana

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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