La ley de la fe es la ley de la oración. Ayudémonos a penetrar en las grandes riquezas que la tradición de la Iglesia ha condensado en las oraciones litúrgicas
EN LAS MEDITACIONES que van marcando la vida del movimiento es cada vez más significativo el reclamo y la profundización de los contenidos que se encuentran en los textos de la liturgia de la Iglesia, particularmente en las oraciones principales de la Misa.
Es importante observar que dicha atención a los textos litúrgicos expresa una actitud fundamental a la que la Tradición de la Iglesia siempre ha reclamado: la fórmula «Lex orandi, lex credendi» está inspirada en un importante texto magisterial de la primera mitad del siglo V y afirma que la regla de la oración es la guía y la regla de la fe. Por ello, si los contenidos expresados en las fórmulas litúrgicas poseen un valor dogmático, sin duda alguna la atención a los textos litúrgicos constituye un factor significativo de educación y edificación.
Por otra parte, los textos de las oraciones litúrgicas son un verdadero tesoro de sabiduría y testimonian la fe eclesial.
Aunque en las distintas elaboraciones de los misales, incluido el hoy en uso, las oraciones son utilizadas de formas diversas, gran parte de ellas son muy antiguas (siglos IV-VI) y representan uno de los ejemplos más bellos de creatividad original de la comunidad cristiana. El mismo término «oración» proviene del latín oratio que constituye casi una invención lingüística para designar una expresión de oración: es uno de los tantos ejemplos que se pueden poner para comprender la preocupación constante de la Iglesia por afirmar la propia diversidad y singularidad frente al mundo pagano, del que ni siquiera se quiere tomar el vocabulario religioso.
No siempre es fácil conocer con exactitud a los autores de los textos, aunque gran parte de los materiales más antiguos nos han llegado gracias a algunas célebres colecciones llamadas Sacramentarios, que tuvieron su origen bien durante el pontificado de algunos obispos de Roma (Gelasiano, Leoniano, Gregoriano) o bien en determinados ambientes nacionales (Gallicano).
La «colecta»
Se llama «colecta» a la primera oración que se reza en el rito de la Misa; probablemente este término sugiere la idea de que el celebrante recoge la petición de los presentes ayudando a que la oración de cada uno asuma el acento que la misma Iglesia propone: en efecto, el contenido de los textos recoge o el Misterio particular que se celebra, como en las grandes fiestas y en las memorias de los santos, o sugiere una intención particular.
El texto de toda «colecta» puede ser dividido internamente en dos partes fundamentales: un momento de proclamación de contenido de fe (confessio) y otro de petición (supplicatio). Tras ello el texto siempre concluye con el reconocimiento del Señorío de Cristo, reconocido como único Salvador en el misterio de la vida trinitaria ( «Por Nuestro Señor Jesucristo que vive ... »).
En la estructura que hemos visto encontramos los dos factores que presiden la vida como ofrecimiento, del cual la Misa es sacramento: no hay ofrecimiento sin juicio, sin la conciencia de que Jesús es el Señor (confessio); de ésta nace y en ella encuentra sus razones la petición de que Cristo venga a la vida (supplicatio).
Un ejemplo
Probemos ahora a releer uno de estos textos: «Oh Dios, que por medio de la humillación de tu Hijo levantaste la humanidad caída, concede a tus fieles la verdadera alegría, para que quienes han sido librados de la esclavitud del pecado alcancen también la felicidad eterna. Por nuestro Señor...» (n.d.r.: Traducción oficial del texto del Breviario castellano; el texto italiano se expresa así: Oh Dios, que por medio de la humillación de tu Hijo levantaste la humanidad caída, dónanos una renovada alegría pascual, para que, quienes han sido liberados de la opresión de la culpa, participen de la felicidad eterna).
Esta colecta corresponde actualmente a la semana XIV del tiempo per annum, es decir, al período litúrgico que va desde Pentecostés al Adviento. Sin embargo, es interesante observar que en todos los antiguos sacramentarios (el texto se puede datar probablemente en el siglo V y fue introducido en el sacramentario Gregoriano en época carolingia [siglo IX]) y hasta el Vaticano II esta oración correspondía al II Domingo después de Pascua: en efecto, el texto recoge en una síntesis feliz el misterio de la Redención y el fruto que se le ha dado al hombre.
La estructura que hemos visto anteriormente puede reconocerse con claridad: la primera proposición es una confesión explícita; a ella sigue la súplica que se extiende desde «para que quienes han sido librados» hasta el enunciado del efecto en nosotros del don pedido (la verdadera alegría, o una renovada alegría pascual).
En la primera parte conviene señalar el reclamo explícito al Misterio del abajamiento del Hijo para la salvación ( «se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte» Fil 2,8) y la contraposición entre la condición de caída de la humanidad y la intervención salvífica: el texto latino tiene como siempre una plenitud de expresión propia en la concisa oposición «iacientem mundum erexisti» (la concreción de esta expresión se puede captar releyendo algunos episodios célebres de curación y resurrección de muertos como Me 2,1-12; 5,35-43; Hch 9,32-43). Es importante señalar que el mundo «yace» (el verbo latino se usaba también para describir la condición de enfermedad o incluso de un cadáver abandonado): por ello se trata de una posición de caída irremediable, mientras que el Hijo «se ha humillado», es decir, ha asumido libremente esta condición humana para levantarla; se debe tener en cuenta que también la forma verbal humillarse es desconocida para el latín precristiano: ninguno puede querer ponerse en una condición de abajamiento (el término humilde es un derivado de humus, es decir, tierra, en el sentido de bajo, sin importancia, mísero, despreciable); únicamente Jesucristo en su misión redentora ha podido hacer razonable semejante elección.
Lo eterno que empieza en el presente
En la sección dedicada a la petición se debe observar sobre todo que se pide «la verdadera alegría» (una renovada alegría pascual), es decir, que se tenga cada día la experiencia de la vida nueva que proviene de la Resurrección de Cristo: el texto habla de una experiencia presente, como sugiere una vez más el texto latino que literalmente debería ser traducido con el término santa alegría: una alegría que es santa porque no viene de las cosas, sino de Dios.
El desarrollo ulterior de la petición recupera sintéticamente los dos temas ya enunciados: el hombre tiene necesidad de ser liberado de la opresión de la culpa, porque estando en una condición de caída, sólo de ese modo podrá participar de la felicidad eterna: no eterna porque vendrá en un día lejano, sino porque proviene de Dios y como tal no está limitada por el tiempo, sino que permanece en su eterno presente: incluso el tiempo verbal utilizado, un presente de indicativo, tiene el objeto de subrayar este acto decisivo.
Observemos todavía que esta tercera parte, que expresa el efecto de aquello que se confiesa y se pide, aparece no como la deducción de un principio, sino como el acontecer en el presente de lo que se proclama y se pide: la misma dinámica del texto ayuda a comprender cómo la novedad de la vida se realiza como «leticia» perenne, cuando el corazón reconoce la presencia de lo Eterno en la carne de su presente y se confía a Él fiado de la ternura del amor misericordioso del Padre.
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