Dos ejemplos -entre tantos- de cómo una presencia clara, paciente y sin timidez puede ser una auténtica propuesta misionera
«TRABAJAR CANSA» decía Cesare Pavese. Es difícil contradecirle, incluso para quien ha tenido la gracia de encontrar una experiencia que llene de significado cada instante y que por esto llene de significado, con más razón, el trabajo.
La dureza de las circunstancias, sobre todo para el que afronta por primera vez el mundo del trabajo, puede hacer que parezca más difícil el reconocimiento de aquello que de verdad vale.
Para afrontar un problema el primer paso es no censurarlo: es lo que algunos han comenzado a hacer a partir de la Escuela de comunidad en las empresas o fábricas donde trabajan. Se han dado cuenta de que el ambiente -siempre indicado como punto fundamental del método del movimiento- no es ante todo una circunstancia exterior fijada de una vez para siempre y en la cual «introducirse» con un proyecto propio, sino el espacio creado por la iniciativa de la persona y por su capacidad de construir relaciones. De esta constatación han nacido comunidades que, a partir del reconocimiento del acontecimiento de Cristo como un hecho totalizante para la propia vida, han sabido dar una respuesta a la fatiga del trabajo, sin quitarla, sino más bien haciéndola gustosa.
Se trata de dos ejemplos entre muchos, distintos por naturaleza y condición, pero mucho más que semejantes por la conciencia que expresan: una empresa de grandes proporciones y una sociedad dirigida por personas que pertenecen a CL.
Tan simple como seguir
La empresa es un gran grupo editorial en el que hace algunos años han empezado a trabájar en puestos dispares algunos amigos del movimiento: alguno en personal, otro como periodista, otro de empleado o tipógrafo; cada uno con una sólida historia de pertenencia a las espaldas, incluso a grupos de Fraternidad.
«Los que están en el umbral se reconocen recíprocamente»; de este modo es inevitable encontrarse, quizás para ir a comer juntos. Durante más de dos años no sucede nada más. Al fin alguno llega a superar la desgana y a tomarse en serio la sugerencia del movimiento de hacer la Escuela de comunidad junto con los compañeros de trabajo. Es un giro de 90º: «Confiar más en lo que dice el movimiento que en lo que piensas tú», como cuentan los protagonistas. Al encuentro semanal invitan a los compañeros más conocidos con los que empiezan a tener una relación mayor; el primer asombro proviene del éxito que obtiene la propuesta; «vengo porque en la relación contigo no me siento explotado como en todas las demás» es una de las respuestas más frecuentes: una amistad atenta al destino. La amistad, además, es «transversal», implica a todos los niveles de la empresa, desde el obrero hasta el director administrativo, perdiendo así ese carácter de clandestinidad que demasiado a menudo, y lamentablemente, define nuestra presencia en el mundo del trabajo. En un año han pasado de ser cuatro a ser una treintena y muchos han participado en los Ejercicios y en la jornada de fin de año; por primera vez desde 1967 se ha celebrado en la empresa la Misa de Navidad: primeros frutos que no son una medida, sino que indican la raíz buena de una experiencia.
De conmovedores podríamos calificar los casos personales, las historias de cada uno. Está, por ejemplo, la del sindicalista, uno de los responsables históricos del movimiento obrero de la empresa que, desilusionado por la connivencia de todo el mundo con la corrupción general y por vacío de ideales al que se vio reducido el sindicato, encuentra de nuevo el coraje y el entusiasmo por una acción y quiere reorganizar una presencia de base a partir precisamente de la novedad de relación experimentada y de los criterios aprendidos en la Escuela de comunidad. También está el caso de un directivo que ya ha superado los «cincuenta», al que la vida le ha dado mucho y que está en la cumbre de su carrera, pero al que el encuentro que ha tenido le hace decir: «Desde que estoy con vosotros ya no tengo miedo a la muerte». Están también los «directores» que cambian las reuniones para no faltar a la cita semanal de la «Escuela». Pero ante todo están todos, y para todos ha comenzado una vida en la cual es posible «experimentar una humanidad nueva» a través de relaciones en las que se comparte aquello que no se habría imaginado nunca, incluso la dificultad de la relación con los hijos, o la humillación de un familiar que no logra encontrar trabajo, todo se convierte en tarea y preocupación de cada uno. «Los que menos han comprendido» -dicen«son los periodistas». No se trata de un juicio sobre la categoría -el que habla es un periodista- sino de una confirmación de la famosa frase de Evelyn Vaugh: «Los hombres raramente aprenden lo que creen ya saber».
La novedad más llamativa de este último período consiste en un audaz empuje misionero por parte de los «nuevos», que «no pueden hacer menos» que contar a los amigos que tenían antes aquello que han encontrado.
Decisión para una gratuidad
El segundo ejemplo es una sociedad de servicios que da trabajo a doscientas cincuenta personas que, a diferencia de quien la dirige, no pertenecen a la experiencia del movimiento. Dadas las dimensiones, al principio para quienes la gestionaban se trataba sobre todo de «empeñarse a tope» y precisamente este esfuerzo apremiante hacía que para ellos el movimiento permaneciese como una ocupación «del tiempo libre después del trabajo», o mejor, se «daba un poco por descontada la pertenencia al movimiento como si viniera garantizada por la condición laboral». Desde esta misma óptica se vivía la Escuela de comunidad, propuesta a todos desde el principio, pero formalmente, porque «era inevitable hacerla».
Sin embargo los que trabajaban con ellos se daban cuenta de que existía una diversidad, una diferencia sustancial con respecto a otros empresarios y empezaron a hacer preguntas, obligando a nuestros amigos a una «decisión de gratuidad». De hecho fue necesario reconocer que esa diversidad «se llama Jesucristo, que está presente en nuestra compañía incluso cuando nosotros lo olvidamos». Deciden entonces «dedicar un tiempo» a estas personas, es una decisión que toman juntos, sacrificando el tiempo que normalmente pasan con los amigos. De vez en cuando, por la noche, cenan con los que están interesados y les cuentan qué es el movimiento; una relación misionera algo extraña ya que el que porta el anuncio es también el empresario que da trabajo, pero no les acogen con adulación, al contrario: la gente les abre sus casas e invitan a los familiares y amigos más cercanos.
El movimiento de institución pasa a ser vida y en lo primero que se ve es en la Escuela de comunidad que se convierte en un gesto que hacen juntos y «que se ofrece a quien se invita», lo cual hace que la atención al otro no nazca de una generosidad veleidosa sino de un camino común.
Tampoco en este caso los frutos se han hecho esperar; un profesional muy cualificado ha rechazado atractivas ofertas para poder permanecer trabajando con los nuevos amigos; otro ha pedido hacer la Primera Comunión y hay quien se ha autoinvitado a los Ejercicios antes incluso de que se le hiciera la propuesta. Una anécdota puede quizás hacer comprender mejor el alcance de una pertenencia vivida como apertura gozosa al mundo. Durante la campaña electoral algunos de nuestros amigos que trabajan en esta obra fueron a una pizzería y la encontraron tapizada de carteles que invitaban a votar a Formigoni; después de una pequeña indagación descubrieron que el dueño de la pizzería era el cuñado de una persona que desde hace algún tiempo trabaja con ellos.
Después de un año de esta famosa decisión se encuentran con un montón de amigos más, gente a la que acompañar, pero también muchos de los que aprender, y con una estima infinitamente más grande por el movimiento y por sí mismos.
Quizás no una moral sino una enseñanza se puede sacar de estos dos ejemplos (y no son los únicos): el estupor del acontecimiento de Cristo como respuesta al corazón del hombre es una experiencia que vuelve a acontecer continuamente para quien la pide con su libertad.
No es necesario hacer miles de kilómetros para dar cuerpo a la propia pasión de comunicarlo al mundo.
Traducido por Clara Fontana
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