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Huellas N.7/8, Julio/Agosto 1992

EDITORIAL

En defensa del pueblo

EN LA HOMILIA de la misa de Pen­tecostés, celebrada en la capital de Ango­la, Luanda, Juan Pablo II ha afirmado: «"Las grandes obras de Dios" son exacta­mente éstas: la redención a través de la Cruz de Cristo y el nacimiento del pueblo nuevo en la Iglesia de Dios».
¿Qué es lo que caracteriza a un pueblo? En primer lugar -lo demuestra toda la his­toria de las civilizaciones- el reconoci­miento de un objetivo común y, en segun­do lugar, la armonía (concordia) en los medios empleados para alcanzarlo. En el origen está, de cualquier modo, una con­cepción de la persona. La mentalidad moderna nos ha acostumbrado a conside­rar a la persona como perteneciente única­mente a sí misma, separada de su pasado y aislada en el intento de respon­der a las propias necesidades. De esta manera el individuo es más fácilmente manipulable por el poder. De hecho, cual­quier poder, para imponerse, tiende a gobernar los deseos del hombre, a reducirlos para asegurarse el consenso de una masa cada vez más condiciona­da en sus exigencias. Los medios de comunicación y el proceso de secularización son instrumentos privilegiados para la realización encarnecida de algunos deseos y para el olvido de otros.
En realidad, el hombre no puede no pertenecer a «otro»; de aquí parte la gran alternati­va: o este otro es el poder bajo cualquier forma o bien es Dios. El cristiano sabe que Dios se ha hecho hombre, por lo que se concibe como perteneciente a Cristo y a su prolongación en la historia (indispensable para que el acontecimiento de Cristo sea «Contempo­ráneo» en cualquier época): la Iglesia.
Por lo demás la Iglesia históricamente ha demostrado una indomable capaci­dad de ser fenómeno generador de un pueblo, en cualquier condición cultural y en cualquier contexto social; un pueblo verdaderamente «católico».
Vivir la experiencia propia de pueblo nuevo significa vivir la tensión continua hacia la unidad. Esta unidad es el milagro más clamoroso que documenta la inter­vención de Dios en la historia y, por lo tanto, representa la primera y fundamen­tal contribución que los cristianos pueden dar a este mundo «enloquecido». Una contribución que puede llegar a ser ejem­plo y referencia para una toma de con­ciencia constructiva. Mirando la situación italiana se entiende perfectamente cuánta necesidad hay de ello.
Es una responsabilidad a la que Pablo VI reclamaba con fuerza, en un discurso de 1975 «¿Dónde está el Pueblo de Dios del que tanto se ha hablado; esta entidad étnica sui generis? ( ... ) Debe crecer en nosotros ese sentido de la comunidad, de la caridad, de la unidad, es decir de la Igle­sia una y católica, o sea uni­versal. Debe afirmarse en nosotros la conciencia de ser no sólo una población con ciertos caracteres comunes, sino un Pueblo, un verdadero Pueblo de Dios». Es la per­manente consigna que Juan Pablo II nos dejó en su dis­curso de Loreto: «Las comu­nidades cristianas están lla­madas a ser lugares en los que el amor de Dios por los hom­bres pueda ser experimentado y casi tocado con la mano». Es una responsabilidad recientemente subrayada con claridad en la carta del cardenal Ratzinger «Sobre la Iglesia entendida como comunión».
El movimiento, como auténtico trozo de Iglesia, vive esta responsabilidad aguda de la unidad. Y como no hay pueblo sin una autoridad y no hay Iglesia sin referencia última y fundamentada en el magisterio de Pedro, analógicamente no existe experien­cia de movimiento sin obediencia a quien guía. En dicha obediencia está la seguri­dad para el camino.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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