EN LA HOMILIA de la misa de Pentecostés, celebrada en la capital de Angola, Luanda, Juan Pablo II ha afirmado: «"Las grandes obras de Dios" son exactamente éstas: la redención a través de la Cruz de Cristo y el nacimiento del pueblo nuevo en la Iglesia de Dios».
¿Qué es lo que caracteriza a un pueblo? En primer lugar -lo demuestra toda la historia de las civilizaciones- el reconocimiento de un objetivo común y, en segundo lugar, la armonía (concordia) en los medios empleados para alcanzarlo. En el origen está, de cualquier modo, una concepción de la persona. La mentalidad moderna nos ha acostumbrado a considerar a la persona como perteneciente únicamente a sí misma, separada de su pasado y aislada en el intento de responder a las propias necesidades. De esta manera el individuo es más fácilmente manipulable por el poder. De hecho, cualquier poder, para imponerse, tiende a gobernar los deseos del hombre, a reducirlos para asegurarse el consenso de una masa cada vez más condicionada en sus exigencias. Los medios de comunicación y el proceso de secularización son instrumentos privilegiados para la realización encarnecida de algunos deseos y para el olvido de otros.
En realidad, el hombre no puede no pertenecer a «otro»; de aquí parte la gran alternativa: o este otro es el poder bajo cualquier forma o bien es Dios. El cristiano sabe que Dios se ha hecho hombre, por lo que se concibe como perteneciente a Cristo y a su prolongación en la historia (indispensable para que el acontecimiento de Cristo sea «Contemporáneo» en cualquier época): la Iglesia.
Por lo demás la Iglesia históricamente ha demostrado una indomable capacidad de ser fenómeno generador de un pueblo, en cualquier condición cultural y en cualquier contexto social; un pueblo verdaderamente «católico».
Vivir la experiencia propia de pueblo nuevo significa vivir la tensión continua hacia la unidad. Esta unidad es el milagro más clamoroso que documenta la intervención de Dios en la historia y, por lo tanto, representa la primera y fundamental contribución que los cristianos pueden dar a este mundo «enloquecido». Una contribución que puede llegar a ser ejemplo y referencia para una toma de conciencia constructiva. Mirando la situación italiana se entiende perfectamente cuánta necesidad hay de ello.
Es una responsabilidad a la que Pablo VI reclamaba con fuerza, en un discurso de 1975 «¿Dónde está el Pueblo de Dios del que tanto se ha hablado; esta entidad étnica sui generis? ( ... ) Debe crecer en nosotros ese sentido de la comunidad, de la caridad, de la unidad, es decir de la Iglesia una y católica, o sea universal. Debe afirmarse en nosotros la conciencia de ser no sólo una población con ciertos caracteres comunes, sino un Pueblo, un verdadero Pueblo de Dios». Es la permanente consigna que Juan Pablo II nos dejó en su discurso de Loreto: «Las comunidades cristianas están llamadas a ser lugares en los que el amor de Dios por los hombres pueda ser experimentado y casi tocado con la mano». Es una responsabilidad recientemente subrayada con claridad en la carta del cardenal Ratzinger «Sobre la Iglesia entendida como comunión».
El movimiento, como auténtico trozo de Iglesia, vive esta responsabilidad aguda de la unidad. Y como no hay pueblo sin una autoridad y no hay Iglesia sin referencia última y fundamentada en el magisterio de Pedro, analógicamente no existe experiencia de movimiento sin obediencia a quien guía. En dicha obediencia está la seguridad para el camino.
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