Atacada por la prensa y los textos escolares, la reina de Castilla sigue siendo un gran ejemplo de vida cristiana y de acción política en defensa de la experiencia real de la Iglesia y de cada hombre
«QUE MIS FUNERALES se celebren donde se encuentre mi cuerpo, sencillamente y sin excesos, y que no haya monumento, ni estrado, ni baldaquino, ni colgaduras fúnebres, ni profusión de cirios; solamente trece encendidos a cada lado cuando se celebre el oficio divino». Quien había escrito esto en su testamento moría literalmente -hecho casi desconocido- en lecho de paja. Sus donaciones y legados, y las deudas que dejaba por sus obras de caridad, obligarían a sus albaceas testamentarios a subastar sus bienes personales, caso único en la historia de las monarquías. Y así, despojada de todo, la contemplaría muerta el joven Ignacio de Loyola a sus 16 años. Isabel la Católica se reunió finalmente, igualándose a ellos, con los religiosos observantes que ella había llamado siempre a la pobreza y la entrega cristianas.
Quien describe así la muerte de la reina castellana es Jean Dumont, francés, 67 años de edad, 45 de los cuales dedicados a la historia, primero como editor y después como investigador.
Dumont es un outsider en el mundo académico francés, pero los documentadísimos ensayos que ha publicado en los últimos años -auténticas joyas de polémica historiográfica son, en privado y a veces en público, temidos y ensalzados por historiadores tan prestigiosos como Pierre Chaunu o Bartolomé Benassar, en Francia, o Franco Cardini en Italia. Su primera bomba contra los prejuicios y tópicos más habituales en relación con la historia de la iglesia, L'Eglise au risque de l'histoire, publicado en 1984, ha alcanzado en su edición original francesa la nada desdeñable cifra de 25.000 ejemplares vendidos y ha sido traducido a 6 lenguas, entre ellas el castellano (La Iglesia ante el juicio de la historia, Ediciones Encuentro).
Dumont, que reside más tiempo en Andalucía que en París desde hace 20 años, conoce archivos históricos españoles e iberoamericanos como pocos, lo que le ha permitido publicar recientemente una bellísima obra con cuatro biografías clave para todo aquel que quiera empezar a conocer seriamente la primera evangelización de América: L'Heure de Dieu sur le Nouveau Monde. Y, más recientemente aún, esta sorprendente apología de L'incomparable Isabel la Catholique. Ambos libros aparecerán proximamente en castellano, publicados también por Ediciones Encuentro.
Equivocadas interpretaciones
Al final de su prólogo, Dumont declara sus motivos: «Todo ocurre, en efecto, como si la Samaria despreciada, insultada y demonizada de los tiempos de Jesús fuera hoy día la Cristiandad y su historia. No puede haber en la Cristiandad un Buen Samaritano. Ni siquiera Isabel que, sin embargo, reunió en su caminar a un pueblo y a una iglesia abandonados, ellos también, por sus levitas».
Y Dumont no exagera. En el Times de Londres, reproducido por L'Express de París del 3 de enero de 1991, Hacham El Essavy, portavoz de la Sociedad islámica para la promoción de la tolerancia religiosa, declaraba: «Isabel se parece más a un demonio que a un santo». Para Samuel Toledano, actual portavoz de las comunidades judías, españolas, la reina de Castilla es un
«símbolo de intolerancia». Y Jean Kahn, presidente del Consejo representativo de las instituciones judías de Francia, escribe que «jamás perdonará el judaísmo a la soberana el exilio forzado de la gran comunidad de los judíos españoles, las amenazas y brutalidades ejercidas para forzarles a convertirse y, como corolario, los crímenes de la Inquisición». Hasta el católico La Croix, del 2 de marzo del 91, propone mencionarla de ahora en adelante como Isabel I de Castilla, llamada «la Católica», demostrando así su ignorancia del carácter oficial de este título, conferido a Isabel conjuntamente por el Papa y el Sacro Colegio en la bula Si convenit de 1496.
Intolerancia con la evangelización
Claro que, cuando el autor reunía estos datos periodísticos para motivar su trabajo, aún no se había llegado al cénit del 31 de marzo pasado, quinto centenario de la fecha del decreto de expulsión. En la misma plaza de San Pedro, en Roma, se distribuía un manifiesto según el cual «con el 1492, un año maldito para gran parte de la humanidad, se echaron las bases del moderno racismo científico», ya que, para defender «la pureza de la sangre, los judíos y sus descendientes eran excluidos de la vida civil del país». Las consecuencias de «esta política inicua que llevaron a cabo los reyes católicos, aprobada y bendecida por los papas, llegan hasta nuestros días»: tras la expulsión, «comenzaron a instituirse en la Europa cristiana los guetos», de los cuales «los judíos sólo saldrían, de hecho, para ser exterminados en los campos nacis».
Para colmo, Massimo Pieri, presidente del Gherush 92, uno de los grupos organizadores de la manifestación, atacaba en una rueda de prensa directa y violentamente a Juan Pablo II por continuar pidiendo a los católicos que evangelicen a la humanidad. De hecho, todas estas polémicas parten de datos históricos erróneos o mal interpretados.
Incomparable reina
Es imposible resumir aquí las apasionantes 230 páginas en las que Jean Dumont realiza su rigurosa apología. No elude ningún aspecto problemático de la cuestión. Como se suele decir, «coge al toro por los cuernos» y entra de frente a cada tema, ajustando cuentas con toda (y subrayo la palabra: toda) la bibliografía mínimamente solvente que existe sobre Isabel, y apoyándose en los resultados de la investigación histórica más reciente.
Así vemos perfilarse la recia personalidad cristiana de esta gran mujer, desde el ambiente profético de su infancia en el palacio-convento aún hoy existente de las agustinas de Madrigal, pasando por su matrimonio a escondidas del poder (a Isabel se le discute incluso -para denigrarla- que su unión con Fernando de Aragón fuera más por conveniencia política que por amor); su fuerte impulso para la creación del primer Estado moderno de Europa (basado en una fuerte alianza del pueblo castellano con ella frente a todas las «logias» nobiliarias de la época); su solución ejemplar del problema converso mediante la creación de los tribunales de la Inquisición (el problema más grave de la España del 400, que estaba a punto de desembocar en una sangrienta guerra civil, debido al poder desmedido de los judíos conversos insinceros sobre el pueblo castellano «cristiano viejo») y la dolorosa (pero además de extremadamente respetuosa, a todas luces necesaria, para restablecer la paz e integrar definitivamente como españoles de pleno derecho a la inmensa mayoría de los judíos conversos sinceros) expulsión de la minoría judía no conversa, a la que jamás había tocado la Inquisición y que siempre había elogiado su acogida en Castilla y Aragón; el freno a la naciente amenaza del agresivo imperio turco mediante la cruzada que termina con la conquista de Granada y su tratamiento (extremadamente sugerente, incluso para nuestros días) de los nuevos súbditos musulmanes; su inmediato encauzamiento de la presencia española en América (corrigiendo severamente desde el comienzo el esclavismo y colonialismo de Colón y su gente en el Caribe) como algo sólo legitimado por el anuncio de Cristo y la educación de los indios en la fe católica; su impulso decidido, caritativo y tenaz, de una Reforma eclesiástica que se adelantó a la Reforma luterana en 30 o 40 años (lo que probablemente permitió que España fuera durante más de dos siglos un hervidero de fe y santidad, de cultura, caridad y misionariedad, y que jugara en esa época el papel de bastión político de la Iglesia) y que preparó de múltiples modos el Concilio de Trento; su increíble actividad como mecenas e impulsora de la renovación del arte y la arquitectura cristiana (lo que dio lugar a ese particularísimo estilo gótico renacentista español, llamado con justicia «isabelino»). El libro termina con un bello capítulo acerca de su espiritualidad y ascesis personal, con el que el autor pone colofón al libro y que deja abierta claramente la cuestión de la santidad de Isabel, comparándola con Santa Juana de Arco.
Cuando uno termina de leer esta brillante y bien fundamentada defensa de la figura que da origen al periodo más fecundo de la historia humana y cristiana de España, una figura masacrada por los mass-media y los textos escolares actuales, no puede dejar de recordar las emblemáticas palabras de Jesucristo en el capítulo 15 de San Juan acerca del odio del mundo...
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