ESCRIBIÓ Emmanuel Mounier: «La realidad será nuestro guía interior>. Es una frase aparentemente inocua, pero marca una diferencia radical de postura sobre el tema del conocimiento y de la moral.
Sobre el tema del conocimiento. Mounier afirma con claridad la primacía de lo real sobre la interpretación. Vivimos en un clima social y cultural en el que prevalece el problema de la interpretación, de la narcisista preocupación de «tener razón». Lo que se deja a un lado en los discursos y preocupaciones es la realidad, los hechos, lo concreto de la existencia. Esos hechos concretos que siempre van más allá de cualquier interpretación cultural. (Y la realidad se deja a un lado justamente porque a menudo contradice las teorías interpretativas, poniéndose así de manifiesto la violencia sustancial de un acercamiento que privilegia la interpretación: para salvar el propio punto de vista ha de negar una parte de la realidad).
Sobre el tema de la moral. Las llamadas moralistas se suceden a un ritmo frenético. Pero, mirándolo bien, ¿cuál es la unidad de medida de la moral? Exactamente la propia interpretación de lo real, la propia visión cultural. La moralidad católica es otra cosa, es una mirada abierta sobre la realidad llena de tensión hacia lo verdadero, una mirada que supera cualquier concepto previo para plegarlo a la verdad de la persona o del objeto que se encuentra. Es la mirada que hemos visto en la película -aquella antigua, de los años cincuenta- Marcelino pan y vino; la mirada del niño protagonista, pero también -con más sufrimiento al ser conquistada en un lucha- la de los doce frailes que le dieron una familia. En resumen, el principio interpretativo que caracteriza la naturaleza del hombre está marcado por la naturaleza misma: es el «corazón» del hombre quien se topa con lo real.
El encuentro con Cristo corresponde al «corazón» del hombre y lo sostiene al introducirse en la realidad.
Él mismo -dice san Pablo (Col. 2,17)- es la realidad. Una realidad que permanece en la historia a través de la compañía de aquellos que creen en Él, la Iglesia. Por lo tanto nuestra primera responsabilidad es amar y dedicarnos a la realidad viviente de la Iglesia, a su bien, a su libertad expresiva en la sociedad.
El mismo Cristo ha establecido al auténtico intérprete del bien de la Iglesia: el magisterio. Toda elección histórica es opinable; pero no es por la exactitud de tal elección por lo que uno se mueve, sino por un seguimiento que se fundamenta sólo sobre la fe y por tanto sobre la racionabilidad de una postura humana que en nombre de ella ha descubierto la realidad.
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