1992, AÑO DE CELEBRACIONES colombinas, hace quinientos años del “descubrimiento” de América por Cristóbal Colón. También Litterae le dedica la portada. Pero no queremos adentramos en las disquisiciones historiográficas ni, mucho menos, ceder a la moda de mirar aquel acontecimiento como una pura colonización que destruyó presuntas civilizaciones inocentes y puras. Únicamente constatamos que sucedió algo, un acontecimiento: el cristianismo encontró nuevos pueblos, nuevas personas y -en gran parte- modeló su vida. “Misioneros y descubridores, santos y conquistadores -escribe Fidel González en su artículo publicado en este número- todos tienen un papel fundamental en la historia del Acontecimiento. Más allá de cualquier juicio maniqueo, hay que reconocer a estos hombres la conciencia de pertenecer a una historia”. Litterae -durante todo 1992- intentará seguir esta historia, presentando las figuras de los hombre que llevaron el Acontecimiento de Cristo a tierras antes desconocidas.
Una dinámica que prosigue hoy de manera idéntica. Por esto -y es quizás el modo más significativo para celebrar el quinto centenario del descubrimiento de América- hemos decidido contar en vivo la experiencia eclesial de las comunidades de CL en algunos países de América Latina; en este número Paraguay. Desde hace quinientos años, mejor aún desde hace dos mil años, el Acontecimiento se comunica de persona a persona, de experiencia a experiencia con una dinámica imprevisible y gratuita de encuentros y oportunidades. Y así “la pretensión permanece”. Lo recordó Juan Pablo II en el verano de 1990 precisamente a algunos obispos brasileños: “La respuesta cristiana -que es la única que puede satisfacer el corazón del hombre- no es un raciocinio, un conjunto de normas, una ideología política. Es, por el contrario, el testimonio de Jesucristo, aquí y ahora, en la misma realidad que hace dos mil años”.
Dos mil años. Sin duda la figura que ha representado y representa más dramática y potentemente la impresionante novedad de la pretensión cristiana es Pablo de Tarso, san Pablo. Le dedicamos un amplio espacio, no tanto porque la cultura -incluida la laica- parece darse cuenta de su extraordinaria personalidad, sino porque es el ejemplo quizás inimitable de afecto al Acontecimiento de Cristo y de pasión misionera para comunicarlo. Afecto a Cristo significa anteponerlo a todo lo demás que resulta, en su comparación -como el mismo Pablo escribe en el tercer capítulo de la carta a los Filipenses-, “basura”; sobre este fragmento de las cartas paulinas publicamos un comentario inédito del estudioso del apóstol Heinrich Schlier. Acerca de la pasión misionera de san Pablo interviene el cardenal de Colonia Joachim Meisner: “Pablo, y con él toda la Iglesia, está íntimamente convencido de que no existe alternativa o sustitución a Jesucristo... una de las razones profundas de la crisis actual está justamente en la pérdida de la conciencia paulina: Jesucristo no es uno de los muchos dioses del Olimpo europeo o mundial. Cristo es único, Él es el único que viene de lo Alto; todos los demás llegan desde abajo... Considero que anunciar, como Pablo, la unicidad de Cristo, es una de las tareas más urgentes de la Iglesia de hoy”. Una tarea a la que continuamente nos reclama la incansable pasión misionera de Juan Pablo II.
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