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Huellas N.09, Diciembre 1991

CULTURA

Bernanos y los últimos cristianos

Frédéric Lefevre

Publicamos una entrevista realizada al autor francés en 1931. En ella encontramos referencias a aspectos tanto de su obra como de la realidad cultural y religiosa. Le etiquetan de novelista católico y contesta diciendo que su fin es el de «hacer lo más sensible posible el misterio de la salvación»

En dos entrevistas realizadas por Frédéric Lefevre a Georges Bernanos en 1926 y 1931 para la revista Nouvelles Litléraires, el escritor francés toca abiertamente todas las polémicas en que se había encontrado envuelto, tanto las religiosas como las literarias. Sus juicios son a menudo violentos, como en el caso de Proust: «la terrible introspección de Proust no va a ningún sitio. No digo sólo que Dios está ausente en la obra de Proust, sino incluso que es imposible encontrar su huella». Se enfurece cuando le etiquetan de novelista católico. Y contesta diciendo que su fin es el de «hacer lo más sensible posible el misterio de la salvación».
Bernanos cuidó con especial atención los dos diálogos. Publicamos un extracto de la segunda de las dos entrevistas.


Su actitud personal parece una actitud de negador. ¡En sus frases resuena un acento de cólera, de rebelión!
¿Por qué no? La actitud natural del espíritu es una actitud de rebelión. El niño de seis meses que inventa de nuevo el lenguaje entra al mismo tiempo en conflicto con la naturaleza, en cuyo seno él no debería ser nada más que un poco de materia organizada, un vegetal sin raíces, capaz de ir y venir. Cuando un hombre acepta su condición efímera tal como es, se le puede llamar sabio o bien estoico: en realidad no es más que un animal domesticado...

¡Cuántos animales domesticados!
Pronto los veremos pulular a millones, a miles de millones, sobre las ruinas de nuestro antiguo mundo. El futuro pertenece a estos insectos. El señor Maeterlinck cree ya reconocer, entre sus termitas preferidas, la imagen de los Maeterlinck futuros. Después de todo, ¿por qué no? Si el señor Ford tiene razón contra Pascal, el hombre moral no expiará nunca suficientemente la traición que ha cometido contra la especie. Por su culpa, nuestra sociedad está todavía en un estado de bosquejo, se asemeja a una inmensa copia, aunque torpe, de la colmena o del hormiguero. La idea de justicia la corroe. Prácticamente, ella sólo utiliza una ínfima parte de la actividad de cada uno de nosotros, y sólo osa afrontar sesgadamente, disimuladamente, al individuo que permanece libre, casi salvaje.

Francia es todavía el país que resiste mejor y resistirá más tiempo a esta «estandarización» general... Mientras haya un campesino francés, nada estará perdido. Querido Bernanos, usted exagera, lleva las cosas al extremo, y después, le es fácil lanzar excomuniones. Será tachado de visionario...
También me pueden reír a la cara. En el fondo la Sociedad futura que yo imagino se asemeja mucho a la soñada por el señor Ford.

Tal sociedad sería el fin de la sociedad soñada por Péguy...
No hay un hombre sobre cien, ni siquiera en los ambientes a los que siguen denominando, por costumbre, ambientes católicos que crea seriamente en la restauración de la cristiandad. El mundo se organiza para prescindir de Dios. ¡Entendámonos bien, Lefevre! Prescindir de Dios no significa en este caso, como en los tiempos definitivamente prehistóricos, la lucha contra lo infame, una especie de cruzada al revés. Creo firmemente que la Sociedad futura no negará a la Iglesia ese derecho común que ella insiste en reclamar tan extrañamente en nombre de los principios condenados por la Sillabus. Esta cristiandad del futuro, cuyo «texto histórico -como argumenta el editor del señor Maritain- será completamente nuevo, inédito», la imaginamos muy bien bajo las especies de un edificio con una capilla y todos los servicios accesorios propios de un gran club moderno, sala de escritura, sala de juegos, central telefónica, teatro, cine, restaurante -donde sin duda el abonado gozará, como en algunas ciudades termales privilegiadas, de la dispensa del ayuno. Reducida a estas proporciones tranquilizadoras, marginada de la vida social nacional, de su gran movimiento de flujo y reflujo, asediada por las leyes, separada del Pobre, su Maestro, de ese Jesucristo siempre vivo convertido en pupilo del estado, que comprime en vano contra los barrotes de su jaula dorada sus alas inutilizadas, las alas prodigiosas a la sombra de las cuales se nos había ordenado esperar -sub permis eius sperabis-, no queda duda de que acabará por justificar la tolerancia del legislador. Antiguos recelos se aquietan...

En efecto, mientras un espado, cada día más grande, es dejado a la actividad católica, en el plano de la discusión, de las ideas, de un libre intercambio intelectual. ¿No deplora usted este retroceso del anticlericalismo?
No. Más aún, me alegro, querido Lefévre. En el fondo, el mundo tan sólo ha tenido miedo a los santos, en los que su clarividencia reconoce a seres demasiado sencillos, irreductibles, es decir, imposibles de encuadrar definitivamente, verdaderos raptores de almas. Una vez asegurada en este punto capital, gustosamente hace muestras de cortesía con honorables opiniones. Hoy ya no se conciben más conferencias sobre el nudismo, el freudismo o la educación sexual, sin el indispensable condimento de un titiritero anunciado en los programas bajo el nombre de «orador católico».

¿Qué entiende usted por «una sociedad que se organiza para prescindir de Dios»?
Que se organiza prácticamente como si Dios no existiese. Es una experiencia absolutamente nueva, un intento extraordinario. No hablemos del hombre antiguo: su concepción del individuo, como la del estado, la ciudad, la familia, era propiamente religiosa. El paganismo, que el catolicismo oratorio del XIX se ha esforzado en deshonrar, como si la sociedad antigua no hubiese sido más que un gigantesco lupanar -nos preguntamos, entre paréntesis, cuántas mujeres, incluso bienpensantes, aceptarían hoy las duras disciplinas del gineceo-; el paganismo, decía, ha sido, sin duda alguna, el mayor esFuerzo llevado a cabo por nuestra especie, no ya para prescindir de Dios, sino por el contrario para reencontrar, entregado a sus propias Fuerzas, el secreto perdido de la Redención. Él ha tenido, en un grado eminente, el sentido trágico, casi desesperado, del misterio de la naturaleza, ha apuntado con uno de sus extraños, de sus innumerables símbolos, cada punto de intersección entre lo visible y lo invisible. Sus intuiciones, sus angustias, la experiencia de la voluptuosidad, de sus humillaciones, de sus espantosos desengaños, tenían que hacer del paganismo, para un San Pablo, una presa fácil. Hay pocas o ninguna huella, de hecho, en el gentil, de ese orgullo casi específicamente judío, de un carácter realmente sacerdotal, del fariseísmo que predispone a aquel pueblo de sacerdotes a todos los pecados del espíritu... ¡Pero qué importan hoy en día todos estos matices! Idólatra o judío, el hombre seguía siendo, a través de los siglos innumerables, un animal insatisfecho, o, lo que es lo mismo, un animal religioso. ¡Insatisfecho, dése usted cuenta! Imaginemos que, por un milagro, una sola hormiga nazca un día insatisfecha; basta con que pueda comunicarse con sus semejantes, propagar su terrible infección, y el individuo se alza de golpe frente a la especie: no hay nada que hacer por todos los hormigueros. Pues bien, la humanidad que vemos surgir en Rusia, o en cualquier otro lugar, no tiene elección. Sustraída con fuerza al mundo invisible, a este universo especulativo cuyas exigencias devoran la mayor parte de sus fuerzas, de su voluntad, de su vida, sin duda alguna tendrá que ir hasta el final de su empresa. La locura sería creer que esa vida pueda ser eternamente satisfecha por una sociedad donde todo recuerda todavía el terror abolido de una vida futura, el primado de un absoluto moral, la necesidad de la expiación. Sociedad hecha a la medida, no ya del más industrioso de los animales, sino del último de los Espíritus, de no se sabe bien qué ángel caído.
No se cambia tan fácilmente al hombre en sus tendencias profundas, Bernanos. Si usted hubiera leído las obras más importantes de los jóvenes novelistas soviéticos, habría descubierto un hombre idéntico bajo apariencias cambiadas. Allí hasta los más poderosos novelistas son sospechosos. Ellos, mejor que las estadísticas, encuestas, reportajes, demuestran que una organización social puede dar el bienestar, pero no puede ni transformar al hombre ni darle la felicidad.
Al menos deberá intentarse la experiencia, cueste lo que cueste.

Usted estaba designado para escribir la biografía de Drumont y estoy seguro que usted haría suya su famosa frase: «no creáis nunca a los conservadores, con ellos no hay nada que hacer». Usted parece dar razón a André Thérive, que le acusa de hacer todas estas constataciones pesimistas sin sufrir malestar...
Del señor Thérive conozco sólo sus novelas; me bastan para que me lo imagine bajo los rasgos de un pescador con su caña, en uno de esos lúgubres domingos urbanos, apoyado en el parapeto de un puente de la periferia, escupiendo sobre la vida como se escupe sobre el agua para hacer cercos. De este modo él me confirma en la idea de que el aburrimiento es un vicio, quizás más cruel que los otros... Yo no escupo sobre la infelicidad de nadie. Únicamente quisiera que se jugara a cartas descubiertas. Nuestra sociedad tiene esto de paradójico: atea en principio, tiene la pretensión de exigir al hombre moderno, hasta que no haya puesto a punto sus propios métodos, la práctica de las virtudes cristianas. Esta hipocresía me asquea.

Usted se lamenta de que la Iglesia pierda toda autoridad y querría que se ocupase de las cosas temporales. Esta sumisión al poder constituido, ¿no es la tesis tradicional de la Iglesia, cuyo «reino no es de este mundo»?
¡Qué estupenda ocasión para los candidatos a las funciones legislativas y para los jóvenes subsecretarios de Estado! Pero dejemos esto, mi querido Lefèvre. Nadie piensa negar que estamos asistiendo a una transformación de la vida social que no tiene nada que ver con los cambios de los ministerios y la pequeñas combinaciones de las nunciaturas. No nos cansamos de repetirlo: la humanidad se está resignando a sacrificar un cierto número, el mayor número posible de valores espirituales de los que la Iglesia es custodia. ¿Los defenderá o no?

¿Puede preguntárselo un católico?
Ningún católico duda de que la Iglesia sobrevive a todo. Pero, ¿qué debe entenderse por sobrevivencia? ¿Dejará que nuestra desgraciada especie se arriesgue, corriendo el peligro de tener que recoger a los muertos? Se constata, no sin estupor, que ella no parece tener todavía una opinión muy firme en lo que concierne a esta sociedad moderna que evoluciona ante sus ojos con una rapidez creciente, vertiginosa. La Revolución, ¿es satánica? ¿No lo es? Esa prodigiosa aventura espiritual de Lamennais, que Robert Vallery Radot describe en un libro verdaderamente profético, hecho para resonar en miles de almas, obra maestra de piedad, de razón, de poesía, tiene el valor de un símbolo. ¿Podrá todavía la Iglesia mantener por mucho tiempo la apuesta que tan bien resume una reciente declaración del cardenal Verdier, comentada por el director del periódico La Croix y de la cual cito aquí la extraordinaria conclusión: «Ante todo no se trata tanto de obtener la practica religiosa por parte de obreros que la consideran desrazonable... cuanto de hacer renacer en las masas la confianza en la Iglesia, que está aquí para asegurar la felicidad del hombre no solamente en el otro mundo, sino también sobre esta tierra»?

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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