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Huellas N.09, Diciembre 1991

PALABRA ENTRE NOSOTROS

Navidad: la ternura de Dios

Apuntes de una lección de Luigi Giussani

San Pablo dice que Cristo, siendo de naturaleza divina, no retuvo ávidamente su divinidad, sino que se despojó a sí mismo para hacerse hombre y tomó la condición de siervo (cfr. Flp 2,6-11). Esta frase indica el gesto extremo de la absoluta renuncia a la violencia, a la afirmación de sí, el signo extremo de la ternura de Dios hacia el hombre y la señal extrema del inicio del mundo nuevo. Para María y José la gruta en la que nació Cristo ha sido el comienzo del mundo nuevo, de la novedad del mundo.
No hay nada que nuestro movimiento haya subrayado tan intensamente y, sin embargo, tampoco hay nada tan distante de nuestra mentalidad, y que sea menos utilizado como fermento de la vida ascética, como la consideración de que ha comenzado el mundo nuevo. Precisamente por eso, porque ha comenzado el mundo nuevo, estamos como entre dos mundos distintos; estamos en medio de la lucha. Esto es algo bellísimo y, efectivamente, es algo de otro mundo: es otro mundo el que comenzó con aquella concepción y al nacer aquel niño.
De la disponibilidad total de Cristo al Padre nace todo: la ternura por el hombre, la nueva construcción, la abolición del mal y de la violencia.

Nuestra disponibilidad
Nosotros respondemos a la disponibilidad de Cristo con nuestra disponibilidad. Esta es la señal de que estimamos lo que nos ha sucedido. Es la señal de que para nosotros el mal -aunque nos pueda poner la zancadilla mil veces al día- no es lo que está en el fondo de nuestro corazón. Es señal de que acogemos la ternura de Dios, permitiendo así que brote la flor del afecto. Es la señal de que realmente se da en nosotros la percepción y la voluntad consiguiente de iniciar la estructura de gestos que corresponde a ese mundo nuevo.

Un mensaje de paz
La Navidad sigue siendo un mensaje de paz aún en la espesura de la tragedia que vive el hombre. Una tragedia que no está sólo en lo que sucede en multitud de lugares del mundo y que nos afecta con estridencia porque excede la medida de los acontecimientos dolorosos a los que estamos habituados. Si tuviéramos una mirada más penetrante veríamos que este desastre se produce continuamente en el silencio aparente de nuestro comportamiento. En su comportamiento cotidiano el hombre, tendencialmente, como inclinación de su actitud, se destruye a sí mismo. De hecho, el pecado es la destrucción de uno mismo. Pero, por encima del abismo que se abre y en el que el hombre caería -destruyéndose, literalmente- se yergue como salvaguarda el Señor que ha venido al mundo para salvarle.
Nosotros debemos mirar seriamente y no de modo superficial; debemos prestar una atención no ya emotiva sino llena de razón y, por lo tanto, de corazón, al Misterio que ha penetrado en el mundo y que en la liturgia de Navidad se nos presenta de nuevo con un acento y una posibilidad de invadir nuestro corazón y de persuadir nuestra vida mucho mayores que de costumbre.
Él está presente aquí y ahora. El nace aquí y ahora: por eso, para ser verdaderamente serios en nuestro modo de mirar a Aquél que nace entre nosotros, debemos tener en cuenta la terrible distracción y la horrible lejanía de las que normalmente vivimos ante este acontecimiento.

Desierto y vacío
«Ecce civitas Sancti facta est deserta» canta el Rorate. ¿Qué significa?
Cuando Eliot, en uno de los Coros de la Piedra, describe el comienzo de la vida del mundo, dice: «Desierto y vacío, y las tinieblas estaban sobre el abismo». Desierto y vacío está el mundo cuando carece de sentido, cuando no vive la conciencia de su significado.
«Ecce civitas Sancti facta est deserta»: falta la dimensión humana. En la ciudad consagrada, en la realidad elegida por Dios para sí, en el signo creado por Dios a la vista de todos, falta lo humano. ¿Cuándo falta lo humano? Cuando falta la conciencia del propio significado.
La conciencia del propio significado, en su densidad existencial, cobra la forma de estima, estupor, asombro, admiración y, por lo tanto, leticia y alegría, por lo que hemos sido llamados a ser. Aunque nuestra fragilidad pueda hacernos caer en la incoherencia mil veces al día, el tema continuo es esta estima, este estupor, esta admiración, este asombro lleno de humildad, esta alegría.
De lo contrario la Navidad no puede sino reducirse, incluso para nosotros, a pura emoción. Nadie puede sustraerse a esta emoción, pues el hombre está hecho para la paz y, en lo profundo de sí mismo, espera la salvación. Hay que ejercer una violencia contra uno mismo para no sentir esta nostalgia, el presentimiento de Aquél que ha venido como paz y salvación. Pero si el tema que domina nuestra vida no es la estima de lo que nos ha sucedido, entonces nuestra vida se desarrolla como la de todos los demás. Este es el punto dramático para nosotros: vivir como todos cuando todos están llamados a vivir como nosotros. Pero, ¿cómo viven todos? Afirmándose a sí mismos, es decir, afirmando su propia medida, su propia reacción. Por eso, todo lo que hacen, cuando no es absolutamente necio y tiene un mínimo de energía personal, es violencia.

La ternura de Dios
He aquí por qué, en la carta a Tito, san Pablo dice de la Navidad que «se ha manifestado la Gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres» (2,11), se ha manifestado la humanidad llena de bondad de nuestro Señor Jesucristo. La esencia del Ser se caracteriza por la ternura; y Dios, al venir al mundo, ha traído consigo algo absoluta¬mente desconocido, apenas indicado en las funciones originales con que la naturaleza es signo de Dios: el padre y la madre.
Esta ternura propia de la naturaleza del Ser, esta ternura con la que el Ser se manifiesta y se expresa, se traduce en misericordia frente al mal, frente a la actitud reacia y a la rebeldía.
Nosotros sólo podemos sentirnos invadidos por la ternura de la Navidad si el fondo de nuestro vivir no está determinado por la violencia, es decir, por la afirmación de nosotros mismos. En la alternativa entre la estima de lo que nos ha sucedido y la afirmación de nosotros mismos se juega, por lo tanto, la capacidad de vivir la Navidad con una actitud que no sea sólo emotiva sino que
juzgue nuestro modo de vivir.

Una compañía preñada de unidad
La Navidad es la fiesta del afecto, el afecto de Dios al hombre que ha convertido en madre a una mujer y ha hecho de Dios un niño. Por eso, la Navidad debe lograr que explote la capacidad de afecto entre nosotros.
Con demasiada frecuencia, sin embargo, en la realidad de nuestra compañía parece árduo el afecto. Vinieran de donde vinieran los pastores que se juntaron delante de aquel establo, ¡qué estremecimiento de unidad debieron sentir! y los Reyes Magos, fuera cual fuera su punto de partida, ¡qué profunda unidad entre ellos tuvieron que percibir durante su camino tras la estrella y qué desbordante sentimiento de unidad recíproca ante aquel niño!
El hecho de que el afecto entre nosotros sea tan difícil tiene analogía con el hecho de que sea difícil que surja el afecto a Cristo. Por eso la ternura de la Navidad -aún cuando no se degrade sentimental o emotivamente- no representa ninguna esperanza ni ningún motivo para recuperar la alegría. La capacidad de afecto nace de un juicio y el juicio es el reconocimiento del Ser; por ello se expresa en estupor ante la presencia del Ser, en estima, en admiración, en la leticia y la alegría correspondientes. Con este juicio comienza la compañía. ¡Que el Señor nos traiga este gran don!

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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