Miércoles 25 de septiembre, comienza la avalancha de comentarios al discurso de Juan Pablo II sobre la sociedad española dirigido a los obispos de Valladolid y Valencia con motivo de la visita «ad limina». La polémica se prolonga durante algo más de una semana.
«La moral puede variar (teniendo como base la ética natural y el tolerante humanismo) tanto como la ideología con la que uno puede ser santo varón y no decirse ni practicarse cristiano -escribe Luis Antonio de Villena en El Mundo-. Pongamos el caso del emperador Juliano, llamado por los galileos apóstata. Difícil encontrar un hombre menos cristiano, y sin embargo con mayor inquietud moral. (...) ¿Por qué rábanos va a tener razón el Papa? Que él predique su prédica, pero que acepte que hay otras y que los demás tienen derecho a gobernarse por ellas. Que asuma de una vez la diferencia. Eso es lo que el intelectual Juliano no podía soportar de los galileos (cristianos): su terrible intolerancia. El que no está conmigo está contra mi, difícil encontrar axioma más belicista, más agresivo». Cuando el «Galileo» se paseaba por toda Palestina ya afirmaba su pasión por la libertad del hombre, de cualquier hombre, y a ella se dirigía. La pretensión de los «galileos», desde entonces, ha sido sostener que estar con Cristo provoca el contento y estar sin Él, el descontento, nunca se ha reclamado más diferencia.
No podía ser de otro modo. Porque el «Galileo» no vino «a contar frivolidades y a darnos adivinanzas que adivinar» (C. Péguy), a sumarse a la historia como un momento más sino a revelarse como «un momento en el tiempo por el que se hizo el tiempo, como un momento que dio el significado al tiempo» (T.S. Eliot). Y para revelarse de este modo, afirmó ser el principio ético. «Cuanto hicisteis a uno de estos, mis pequeños hermanos, a mí me lo hicisteis...»
Esta inaudita pretensión es un imperativo para la libertad: o se abraza o se aborrece. O el Papa tiene razón, porque lo que el cristianismo propone es adecuado a la naturaleza profunda del hombre, o no la tiene. Preguntarse por qué rábanos tiene que tener razón el Papa es la evasiva de una mente abstracta.
La opción es dramática y la mentalidad dominante de nuestra cultura, que rechaza de antemano una respuesta al deseo del corazón, intenta dar una «solución pacífica»: los cristianos pueden afirmar que Cristo es la Verdad, mientras esa afirmación signifique que su figura es una mera síntesis de la ética natural, síntesis poética de los valores comunes a todas las tradiciones.
«Quiero decir que entre nosotros se están saboreando las mieles de una libertad, para la que no existen los frenos racionales de una serie de valores acumulados a través de los siglos» -escribe José María González Ruiz también en El Mundo-, «Solamente -continúa el teólogo- en este sentido es razonable hablar de "descristianización" como una señal de alarma para el bienestar del país. Y esto lo tienen que asumir no solamente los cristianos, sino todos aquellos humanistas, que ante la evidencia de la historia, comprendan lo positivo de la aportación de la axiología cristiana a la robustez de nuestras estructuras sociales y morales. Por eso la alarma de Juan Pablo II es muy comprensible».
Justo al revés, la única y gran aportación de la Iglesia a la sociedad es permanecer, del modo más fiel posible, en la memoria de un acontecimiento transmitido de persona a persona que genera una socialidad nueva. «¿Será posible que hayáis enviado vuestro hijo que murió por nosotros?» (Pegúy); en vano, para coordinar axiologías de humanistas. ¿De qué sirve la vida sin la posibilidad de gustar de su significado en cada gesto? ¿Por qué reducirse a una ética de preceptos que censura el anhelo del destino si la moralidad «se hizo carne» para salvar cada instante?
Esta carnalidad de la moralidad es tan definitiva que la historia ha quedado dividida. «¿Qué más quisiéramos -comenzaba la columna de Francisco Umbral, de nuevo, en El Mundo-, señor Wojtyla, que un paganismo postmoderno y hedonista. Todo lo más, somos unos paganos quincenales y en camiseta, cuando las vacaciones. El viejo y hermoso paganismo de cuerpo griego y alma latina, lo entenebrizaron ustedes, los Papas, el rito, la culpa, la prevaricación de Cristo. (...) Hoy más que paganos, los españoles somos unos consumidores de lo que ordena la televisión (...). El capitalismo y la tecnología nos han reconvertido, ya digo, nos han reciclado en un segmento de consumidores/productores, en un ente desideologizado, indeciso, privatizado, solitario, alimentado por la televisión e informado por la publicidad alimentaria, dopado de imágenes vacías y postres instantáneos».
Antes que nada, aquí si hay una prevaricación es la que Umbral hace de la cultura clásica que para sus figuraciones es algo así como un club lúdico-orgiástico. El vértice de la cultura pagana fue un grito genial que solicitaba el rostro del Misterio. Esto es lo que nos sigue fascinando de tantas obras filosóficas, literarias, arquitectónicas y escultóricas.
Pero no nos engañemos, estos destellos nunca fueron la vida del pueblo. La pregunta del sentido religioso, salvo en situaciones excepcionales, sólo se mantiene pura y crece si ha aparecido la respuesta. Una vez que Cristo ha entrado en la historia proclamándose Dios, no pueden surgir aristóteles, platones o sófocles que dejen de optar ante esta provocación. Sólo quedan julianos apóstatas y san agustines. Y Juliano el apóstata, hoy, como reconoce el eterno aspirante a la Real Academia, es un hombre programado por la televisión en un desierto existencial dominado por el poder. «No se nos ha dado otro nombre, bajo el cielo, por el que podamos ser salvados que Jesucristo».
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