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Huellas N.9, Octubre 2007

IGLESIA - La Madre Teresa de Calcuta

Mi nada colmada por Dios

Marina Ricci

A los diez años de su muerte, la publicación del libro que recoge numerosos extractos de las cartas de la Madre Teresa a su director espiritual ha sido pretexto para que algunos pusieran en duda su fe. La verdad es lo contrario: su experiencia de “la noche oscura del alma” nos hace entender qué significa abrazar a Cristo en la Cruz

Cuatro años después de la beatificación de la Madre Teresa, vuelve a ser noticia la “noche oscura del alma”, la oscuridad de la fe, que surcó casi 50 años de la vida de la pequeña monja de Calcuta. El pretexto ha sido la publicación, a los diez años de su muerte, de un libro editado por la Postulación de la Causa con el título Come to be my Light (Ven y sé mi luz), del que se anticiparon algunos pasajes a la prensa. El texto recoge numerosos extractos de las cartas de la Madre Teresa, escritas a su director espiritual, hoy obispo de Calcuta, sobre las experiencias místicas del diálogo con Jesús y de la oscuridad. Hoy, como hace cuatro años, cuando el postulador reveló el inmenso dolor que se escondía tras la sonrisa de la Madre Teresa, esta experiencia de oscuridad ha dado lugar a dos interpretaciones. La noche del alma se interpreta por lo general o como algo “conocido” en la experiencia de los grandes santos del pasado, o como una especie de primicia informativa sobre el “poco más o menos ateismo” de la Madre Teresa.
Sin embargo, el día de su beatificación, el 19 de octubre de 2003, la imagen de la plaza de San Pedro y de la Via Della Conciliazione, abarrotadas de gente, que llegaba vía satélite a todo el mundo, ofrecía a todos, en cualquier rincón del globo, la oportunidad de comprender que esa oscuridad de la fe era una realidad que había acercado a la Madre Teresa no sólo a la pobreza material sino también a la pobreza espiritual de los hombres de nuestro tiempo, haciendo que, en esa “noche oscura del alma”, compartiera la desesperación y la duda de nuestro tiempo.

Promesa de felicidad
En la plaza una gran pancarta recogía las palabras de la invitación de Jesús a Teresa: «Ven y sé mi luz», que hoy componen el título del libro del postulador. Desde al altar, el papa Juan Pablo II contemplaba la plaza abarrotada contento y conmovido. Durante veinticinco años Wojtyla había sembrado en el mundo la Buena Noticia que le había cambiado la vida y en la que creía por encima de todo. A pesar del sufrimiento, del dolor del que había sido testigo durante casi un siglo y el comienzo del nuevo milenio, y a pesar de la mortificación que suponía una enfermedad que le había debilitado el cuerpo. Durante veinticinco años se había gastado para que nadie olvidara que existe una posibilidad de ser felices, que no es un destino ciego el que gobierna el mundo, sino, por encima de todo, una promesa de felicidad. La única promesa, entre tantas otras, que conseguía hacer palpitar el corazón y esperar, aunque tuviera, cosa extraña, el rostro sufriente del Crucificado.
Cuando la conoció por primera vez, Juan Pablo II lo comprendió enseguida: también ella, esa mujer pequeña de estatura, llena de arrugas, con ese hábito singular, de pocas palabras y que distribuía a manos llenas, como si fueran avellanas, medallitas de metal con la imagen de la Virgen, llevaba impresa a fuego en el alma su misma fe tenaz.
En los dos primeros sectores de la plaza, el Papa podía ver, en perfecto orden, a unos dos mil pobres. Casi todos italianos, francamente pocos en comparación con todos a los que la Madre Teresa había socorrido y a los que sus hermanas seguían asistiendo, pero los recursos económicos de las hermanas no permitían más. Pero estaban rodeados de otra muchísima gente que no había querido perderse la ocasión. La ocasión era ella, la santa de la oscuridad, la que durante cincuenta años, llorando en soledad lágrimas amargas, sin dejar de sonreír a todo el que se encontraba, había aceptado la oscuridad de la fe.

Carne de santidad
Sólo después de su muerte, durante el proceso de beatificación, se descubrió, a través de las cartas de la Madre Teresa a su director espiritual, cuál había sido la cruz de su vida. Ella, que había obedecido la voz de Jesús pidiéndole que fuera pobre entre los pobres, que abrazara la miseria material, el desprecio, el abandono y la angustia del que nada tiene, había estrechado con demasiada fuerza esa Cruz. Y las marcas de ese abrazo habían traspasado su cuerpo hasta llegar a su alma, transformándola en un huerto de Getsemaní y haciendo que gritara: «¡Dios, Padre! ¿Dónde estás?»… Pues sí, había dudado. Y al hacerlo había devuelto la santidad a una carne humana, la había acercado de nuevo a los hombres como una realidad posible para todos; precisamente en esa época de apostasía en la que vivió, esta época llena de presunción y de cinismo, inmersa en una oscuridad tan culpable que provoca el silencio de Dios.
Su beatificación era una ocasión también para la Iglesia, a la que amó tanto Juan Pablo II y a la que quiso despertar. En 2003, a pesar de la celebración de su beatificación, el destino de la Madre Teresa parecía ser el de continuar siendo pobre y escondida también después de su muerte. Tras algunos desconsiderados titulares a propósito de sus escritos inéditos que la convertían en una especie de “santa del ateismo”, se hizo el silencio sobre su herencia más preciosa. Había incluso quien en la Iglesia, asustado por lo que decían los periódicos, temía que fuera demasiado arriesgado afrontar la cuestión de la oscuridad de la fe. Otros ni siquiera comprendían la relación providencial que existía entre lo que la Madre Teresa había vivido y la condición existencial de muchos contemporáneos. Ella había trazado el camino y demostraba que también se puede atravesar la oscuridad si se está abrazado a la Cruz de Cristo.

Repetir el Ave María
En sus escritos confesaba que había llegado incluso al punto de dudar de la existencia de Dios e inmediatamente después escribía: «Perdona, Jesús, la blasfemia». Y añadía: «hay momentos en los que lo único que puedo hacer es repetir mecánicamente el Ave María». Pero a pesar del peligro de traicionar, seguía percibiendo el susurro de esa voz que en 1946 le había pedido que fuera signo de Su Amor para los más pobres de entre los pobres, que iluminara la noche del mundo: «Ven y sé mi luz». Súplica de un Dios necesitado de los hombres que imploraba a una pequeña mujer: «¿Querrás hacer esto por mí?». Juan Pablo II no sabía nada de este tormento del alma, pero igualmente había comprendido que ésta era la santa de su pontificado: una Madre, como lo había sido María. Por eso la quería santa, y además pronto. Y había cargado el día de su beatificación de mucho significado. Había escogido el 19 de octubre, que ya era el día de las misiones, pero estaba también al amparo de sus veinticinco años de pontificado. A ello se añadía, el mismo día, la clausura del año del Rosario. Sin embargo, a pesar de su manifiesta indicación, en medio de la distracción general causada también por la preocupación por una guerra denominada “preventiva”, parecía que el don de la Madre Teresa quedaba relegado al olvido. Parecía que ya a nadie le importaba demasiado la beatificación de la Madre Teresa.
Es cierto que muchos pensaban que había que echar una mano a las hermanas para organizar el evento, puesto que las misioneras no contaban con la estructura de los grandes movimientos eclesiales para poder llevar a la Plaza de San Pedro a cientos de miles de fieles. Pero siempre se habían organizado en nombre de la Madre Teresa muchas cosas: espectáculos, conciertos, recogidas de fondos para proyectos que en ocasiones no tenían nada que ver con ella. Y poco importaba que por lo general no sólo no se invitara a las misioneras de la caridad, sino que ni siquiera se les informara de esas iniciativas. ¡Seguro que alguno de esos organizaría algo en esta ocasión! ¡No había de qué preocuparse!

Don de la Providencia
Hasta los intelectuales católicos se resistían a pronunciarse. El tema de la oscuridad de la fe era conocido. ¿Para qué volver sobre ello? ¿No será que alguien ha malinterpretado los escritos inéditos de la Madre Teresa? Paciencia. Después de todo, ni siquiera a los directores de los periódicos parecía interesarles. Sí, algo tendrían que escribir, pero la santidad de la Madre Teresa se daba por descontada hasta el punto de no ser noticia. Se decía: si no la hacen santa, a ella que era tan buena, ¿a quién van a hacer santo?
Por aquella época tuve ocasión de charlar largo y tendido con un sacerdote norteamericano, párroco en el Bronx, en Nueva York. Me quedé fascinada viendo cómo daba la vuelta al modo de interpretar la experiencia de la Madre Teresa y su doble pobreza. A él le habría gustado, me lo decía con toda sencillez, que la Iglesia estadounidense, sacudida por el escándalo de la pedofilia y al borde de la bancarrota, renaciera precisamente de allí. Del 19 de octubre y de ella, a la que la Providencia había entregado al mundo. De su pobreza y de su gigantesca fe, capaz de atravesar la oscuridad del alma. De sus manos que habían acariciado a los moribundos y de sus arrugas que habían subvertido los cánones estéticos de la belleza. Añadía que renacer de su amor por Jesucristo era una buena idea, no solo para la Iglesia de EEUU, sino para cada uno de nosotros y que Juan Pablo II, que promovió eventos multitudinarios, se merecía para sus 25 años de pontificado que se organizara en torno a él, el mayor de los acontecimientos: el de la Iglesia entera, llevada de la mano de una pequeña monja, y acompañada a los pies de la Cruz para encontrar la luz necesaria para ofrecer esperanza al mundo entero. En el curso de la conversación se refería a la imagen de las capillas de la Madre Teresa, completamente vacías y dominadas por un Crucifijo y al lado la frase «Tengo sed». Y esperaba que, antes o después, llegaríamos a admitir sencillamente: «También nosotros tenemos sed de Ti».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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