La Revolución soviética cumple noventa años entre reconstrucciones históricas, interpretaciones políticas, debates doctos y algún que otro nostálgico. ¿Qué hubo en la raíz de un movimiento que dio paso a ingentes tragedias? El rechazo de la realidad, un peligro muy actual
La Revolución soviética cumple noventa años, entre reconstrucciones históricas, interpretaciones políticas y debates doctos acerca de los méritos y errores de los seguidores de Lenin que desarrollaron el prototipo de una sociedad comunista, con su rastro de muertos, dictadura y gulag. No faltan los nostálgicos, obcecados por la idea de que, en el fondo, esa revolución supuso y sigue siendo un gran ideal, lamentablemente traicionado por sus mismos promotores. Tampoco faltan los paralelismos entre la antigua URSS y la actual Rusia de Putin, que ha recobrado un cierto protagonismo algo pretencioso en la escena internacional.
Aquí no nos vamos a ocupar de todo esto. Queremos tratar de responder a otra pregunta. ¿Qué nos dice hoy la Revolución de octubre? Ni que decir tiene que la historia no se repite y que las condiciones actuales son tan distintas del remoto 1917 que cualquier paralelismo sería forzado. Sin embargo la historia debería ser magistra vitae y por tanto pertinente a nuestro presente. Es importante que intentemos comprender si algo de los movimientos espirituales, culturales y políticos que determinaron la Revolución soviética sigue vigente de alguna manera hoy. Procuraremos responder utilizando la muestra que la Fundación Rusia Cristiana expuso en la reciente edición del Meeting de Rímini.
Tolstoi y la Iglesia
León Tolstoi fue el intelectual que más influyó en la cultura rusa desde la segunda mitad del siglo XIX hasta los umbrales de la crisis revolucionaria (murió en 1910). Durante toda su vida persiguió un ideal de justicia y de bien que le llevó a crear una especie de religión fundada en la no violencia, la bondad y el espíritu comunitario. Obviamente, Tolstoi –que no se libraba de las preguntas religiosas de fondo que urgen a una apertura al Misterio– tuvo que hacer las cuentas también con el cristianismo. Pero sólo aceptó de él lo que podía encajar en su visión racionalista del mundo. Admiraba las enseñanzas morales del Evangelio, pero desestimaba la persona de Cristo (no le hubiera gustado conocerle, dijo en una ocasión) y menos aún admitía autoridad alguna (la de la Iglesia) que no fuera su conciencia. La Iglesia ortodoxa lanzó contra él el anatema, también para preservar al pueblo del equívoco que podía llevarle a confundir la predicación “buenista” de Tolstoi con el verdadero cristianismo. Por otra parte, desde hacía dos siglos la Iglesia ortodoxa se hallaba gravemente sometida al poder laico, como si se tratase de un ministerio como otro cualquiera, tanto que a la cabeza del Santo Sínodo, la máxima autoridad eclesiástica rusa, se hallaba un funcionario laico, nombrado por el zar. Un cristianismo, por tanto, formalmente reverenciado, pero lejano de la vida del pueblo y, sobre todo, ajeno al corazón de la reflexión cultural en donde se iba fraguando la mentalidad futura. La presunción racionalista que se cree capaz de construir un “hombre nuevo” y la debilidad existencial y cultural de la Iglesia contribuyeron seguramente a crear el clima en el que prendió el espíritu revolucionario.
No es difícil encontrar analogías con la situación actual. Por un lado, un cristianismo ajeno a los intereses reales de la vida, autorelegado a una dimensión “espiritual” evanescente o bien ocupado en lograr una visibilidad mediática. Por otro, un mundo cultural e intelectual que no puede negar los “valores” del cristianismo, pero que rechaza su método concreto: el de una compañía a la que seguir y obedecer. En estas condiciones forzosamente se crea un vacío, tanto de conciencia como de experiencia. Y un espíritu revolucionario (tal vez no de carácter social, pero sí enmascarado en pretensiones científicas) puede encontrar fácilmente caldo de cultivo en este vacío.
Las raíces del terrorismo
El terrorismo tenía raíces antiguas en Rusia (el zar Alejandro II había muerto en un atentado en 1881), pero en los años inmediatamente anteriores a la Revolución (y con evidente satisfacción de los mismos revolucionarios) había alcanzado niveles terribles: entre 1900 y 1917 se produjeron unos veintitrés mil atentados con más de once mil muertos. La vida humana ya no tenía valor alguno ante la voluntad revolucionaria de hacer caer al régimen. Hasta el punto de que asesinar (prescindiendo de los objetivos políticos) se había convertido en un “valor” en sí mismo. Y si en un atentado morían civiles inocentes, no importaba. Es más, podía servir para crear el deseado clima de terror. Había también “kamikazes” (en 1907 una chica de veintiún años entró en la Dirección penitenciaria de San Petersburgo llevando encima cinco kilos de nitroglicerina) y antepasados de los coches bomba (un carruaje cargado de explosivos se estrelló contra la vivienda del Primer Ministro).
Previo a la Revolución de octubre hubo una especie de ensayo general en 1905. Reflexionando sobre aquellos hechos, un grupo de pensadores (Bulgakov, Berdiaev, Struve y otros) publicó una colección de ensayos titulada La svolta (Vechi) [ndt.; El cambio de la Intelitgencia rusa). En ellos se analizaban sobre todo las culpas de la clase intelectual. Pero lo que aquí importa destacar es que los redactores de Vechi habían evidenciado agudamente la propensión absurda a la nada, a la destrucción y a la muerte que animaba a los revolucionarios. Es sobrecogedor releer hoy esas páginas. Parece que los redactores estén describiendo la enfermedad que azota a nuestra sociedad: ya no hay nada cierto, se destruye cualquier valor antiguo, hay que subvertir las bases de la convivencia, toda tradición debe ser rechazada. Los autores hablan explícitamente del funesto «amor por la muerte», de la fascinación por la nada, como de la carcoma oculta pero activa que devora las raíces de la sociedad.
«Luchar contra el hielo»
Inevitablemente vienen a la mente las crónicas actuales: el miedo al terrorismo está ahora en el trasfondo de nuestra conciencia cotidiana, así como el temor ante trasformaciones que no podemos gobernar, desde el imponente fenómeno migratorio a las mutaciones climáticas. Pero lo más llamativo es el parecido entre la situación espiritual que se describe en el libro y la nuestra. La violencia gratuita o por motivos fútiles (en la familia, el colegio o las calles) denota un grave desprecio por la vida, una radical depreciación de su valor. La verdad parece haberse esfumado como una quimera inalcanzable, hasta el punto de ser expulsada del plan educativo y sustituida por reglas blandas de convivencia (que están al servicio de un equilibrio de poder). La ausencia de certezas se erige como criterio de salud y laicidad del pensamiento, produciendo una inseguridad de fondo donde cualquier oportunismo puede encontrar espacio. «Nosotros amamos la muerte», dicen en sus mensajes los terroristas suicidas, confirmando con ello el juicio de que la religión es enemiga de la vida. Y mientras Occidente, «hastiado y desesperado», ama tan poco la vida que hasta los mismos hijos se convierten en un problema. Por este motivo Benedicto XVI habló de una grave enfermedad moral que atenaza nuestra civilización y que consiste en una extraña propensión hacia la nada.
La Revolución rusa derivó de premisas similares. Desconocemos lo que nos reserva el futuro, pero resulta clara la responsabilidad de los cristianos: el testimonio de que la nada no pude vencer porque ha sido ya derrotada. Como decía Sergei Fudel’, un creyente ruso que pasó décadas en un lager, nuestra tarea es la de «luchar contra el hielo que atenaza el mundo con el leve calor de nuestro aliento».
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