La salvación del hombre no es la ley. Sino la gracia del acontecimiento de Cristo. Que instaura una ley nueva. Fundamentada en la caridad.
1. Es tarea difícil, si no imposible, rastrear en las cartas de san Pablo una exposición sistemática de cualquier tema teológico, cosa posible, en cambio, de algún modo, en los textos evangélicos. Los escritos paulinos nacen de situaciones concretas de la vida de alguna comunidad, en las cuales san Pablo interviene alabando, reprobando, corrigiendo, reclamando a la autenticidad de la fe que les fue proclamada, o renovando el anuncio de Cristo.
Escrita probablemente en torno al año 57, desde Efeso o quizás desde Macedonia, la Carta a los Gálatas se ajusta también a este género, aunque desde el inicio de la misma (1,1-5), la temática del escrito está ya presente. No obstante, sólo en 2,15- 16 se proclama abierta y sistemáticamente que «el hombre no se justifica por las obras de la ley, sino sólo por la fe en Jesucristo», afirmación que se desarrolla y comenta a lo largo de todo el escrito.
2. Para comprender la importancia de esta afirmación, es oportuno recordar cómo en todo el Antiguo Testamento, «estar justificado» significaba hacer triunfar, normalmente en los tribunales, la propia causa sobre la del adversario. Transferida a la relación del hombre con Dios, la fórmula se utilizaba para indicar el derecho del hombre, fundado sobre su absoluta inocencia frente a la Ley de Dios, a esperar de Él los beneficios prometidos. Pero ya en el mismo Antiguo Testamento, este derecho se contempla como imposible de darse, y por ello el Salmista reza a Dios: «No entres en juicio con tu siervo, pues no es justo ante ti ningún viviente» (Sal 143,2; cfr. Sal 51,6; 130,3). A pesar de esto, el legalismo judaico se afirmó en Israel progresivamente tras el exilio babilónico, acabando por ceder a la ilusión de poder cumplir con la observancia de la Ley, sólo con las fuerzas humanas. Tal ilusión oculta la pretensión de poder tener por uno mismo la actitud que tiende hacia Dios y que Dios espera de nosotros; esto se traduce en un error fundamental, consistente en una interpretación de la Alianza que disocia la Ley de las Promesas, percibiendo la Ley como el medio para ser justo ante Dios, y olvidando que la misma fidelidad a la Ley no puede ser obra más que de Dios, de su gracia.
El error de esta perspectiva legalista es doble. En primer lugar abandona el dato de hecho de la ineliminable fragilidad del hombre, de sobra reconocida por el mismo san Pedro, el cual, en Hch. 15,10, invita a los cristianos procedentes del judaismo a no querer imponer a los convertidos del paganismo «un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos sobrellevar». En segundo lugar, la perspectiva legalista, en virtud de la pretensión de autojustificación, es decir, de afirmar la propia justicia y el propio derecho ante Dios, disociando la Ley de las Promesas, realiza una reducción del destino del hombre a aspectos meramente terrenos. Pero esta reducción no se adecúa al insuprimible deseo del corazón del hombre, el cual, a pesar de su miseria, tiende al infinito, a la totalidad, al misterio; el misterio es y permanece inalcanzable para el hombre y, sin embargo, el hombre tiende hacia él como hacia la única respuesta plena a su petición de significado. Anticipándose extrañamente a una difundida posición moderna, encontramos de hecho la escisión, no sabemos si consciente en esa época, entre un fin «natural» y un fin «sobrenatural» para el hombre. Y, sin embargo, esta distinción es negada perentoriamente en Gen 1,26-28, donde se afirma que el hombre es creado como «imagen de Dios» y, por tanto, irreductible a cualquier perspectiva «natural». De donde se sigue que la única justicia posible para el hombre es una justicia sobrenatural, es decir, por gracia.
Por tanto, permaneciendo en el interior de la postura legalista, o se elimina el cumplimiento del destino humano en el misterio, evitando así
confrontarse con el hecho insuprimible de esa instancia connatural a todo hombre o, por el contrario, cayendo en el mayor absurdo metafísico, se afirma que el hombre es capaz por sí mismo de alcanzar el misterio, evitando así confrontarse con otro hecho, tan irreductible como el primero, la experimentada fragilidad humana.
San Pablo, estando ya convertido (cfr. 1,13-14), es bien consciente de estas contradicciones, y en el momento en que ve en los cristianos de Galacia el riesgo de dejarse enredar, las afronta movido por la certeza de la novedad y libertad en Cristo. Y la primera afirmación que hace se refiere a la constitución de un sujeto nuevo: las contradicciones judaicas son superadas por el hecho de que, en virtud de la fe, no es ya el creyente el que vive, sino que es Cristo mismo quien vive en él (2,20), justificándolo y capacitándolo para la salvación. Que la vida de Cristo en el que cree no es un hecho simplemente ideal, moral o psicológico, sino esencial, es decir, un hecho que cambia la naturaleza misma del creyente, se comprueba por el Espíritu que el Padre da a los cristianos (cfr. 3,2-5; 4,6-7). El don del Espíritu es una prueba porque, siendo el Espíritu la relación de amor subsistente y personal entre el Padre celeste y el Hijo, que se encarnó en Jesús de Nazaret (cfr. Mt 3,16s; Me 1,9-11; Le 3,2ls; Jn 1,32-34), el hecho de que a los creyentes en Cristo se les dé el Espíritu, justifica su incorporación como hijos a la misma identidad de Cristo.
3. Sólo tras afirmar estos datos de hecho, pasa san Pablo a argumentar sobre la fe como fundamento de la justificación. Ante todo, recuerda que la Ley implica necesariamente una sanción, y que la transgresión de la Ley exige ser reparada mediante una expiación. Para el hombre, inevitablemente transgresor, como ya dijo, la expiación se ha cumplido en Cristo, es decir, en Cristo el hombre ha sido hecho justo. Así, después de esto, pretender de nuevo una justificación por la Ley, significa declarar la inutilidad de la expiación acontecida en Cristo, y al mismo tiempo volverse a sujetar a las sanciones legales y a la necesidad de expiar por la transgresión (3,6-14).
Pero san Pablo no se contenta con estas precisiones que podríamos considerar posteriores al acontecimiento de Cristo, sino que se lanza a mostrar cómo Cristo es lo único que realmente se espera y, por tanto, el único cumplimiento real de la Antigua Alianza. En efecto, afirma que la primera alianza, la de Abrahán, es en hipótesis la única, y tiene su mirada puesta en Cristo (3,15-16); así, la Ley, ligada al Pacto del Sinaí, tiene la Alianza con Abrahán como contexto propio, no pudiendo ser abrogación de ella (3,17-18). Declarado, así, Cristo como el verdadero culmen de la única Alianza, la de Dios con Abrahán, y relativizada la Ley como transición y pedagogo (3,24) desde la formulación de la promesa hasta su cumplimiento, se pasa a declarar la incapacidad de la Ley para dar la vida y la justificación. El paso es importante, porque se opone a los dos errores del legalismo, arriba expuestos, implicando unas acepciones de vida y de justificación no reductivamente «naturales», sino correspondientes a la más profunda instancia humana, la del misterio, tan inalcanzable como insuprimible, como única respuesta total.
4. Pero el carácter insuprimible de la tensión humana hacia el misterio, asociado a la impotencia humana de cumplir un solo acto verdaderamente salvífico, llevará por sí mismo o a la desesperación, o, en la imposibilidad del hombre para aguantar el vértigo de un absoluto inalcanzable, a la creación de imágenes hechas por manos humanas: la ideología, el ídolo o, en el caso del judaismo, la idolatría de la Ley. Así ocurriría si la pregunta humana no se encontrase con la concreción de una respuesta.
Y la respuesta concreta es el acontecimiento de Cristo, que se cumplió en «la plenitud de los tiempos» (4,4), es decir, cuando el hombre estaba maduro para acoger y recibir el significado pleno del mismo tiempo. La propia identidad de Cristo, en efecto, Hijo de Dios «nacido de mujer» es la revelación del tiempo como ámbito dentro del cual el hombre es llamado, creyendo en Cristo, a ser lo que el mismo Cristo es (cfr. Gen 1,26-28; cfr. Col 1,15): el hombre poseído, habitado por el Hijo de Dios y, por ello, justificado, hecho justo ante el Padre que ha puesto en el Hijo su complacencia (cfr. Mt 17,5; 2Pe 1,17; cfr. Me 9,7; Le 9,35).
La justificación, por tanto, no es fruto de las obras humanas: éstas, por buenas que puedan ser, resultan inadecuadas para el cumplimiento de un destino que, si por un lado supera la naturaleza humana, por otro, es la única respuesta correspondiente a la necesidad del corazón y de la razón humanos. La justificación, es decir, que el hombre sea justo ante Dios, que el hombre corresponda al proyecto de Dios sobre él, es consecuencia de la respuesta al deseo de infinito del hombre, respuesta que nos es "dada", no que nosotros "conquistemos", y consiste en la declaración de la legitimidad y del carácter exhaustivo de la expiación exigida por la Ley y cumplida por Cristo, Hijo de Dios, enviado por el Padre, "nacido de mujer, nacido bajo la Ley" (4,4). El objeto y el culmen de la misión del Hijo es nuestra adopción como hijos de Dios, y ésta es verdaderamente nuestra justificación, nuestra capacitación para la transformación que nos conduce al interior del misterio (4,5- 7). Signo de esta transformación acontecida, que nos constituye en aquello para lo que habíamos sido creados, es decir, que nos justifica, que nos pone en la única posición humana correcta ante Dios, es nuevamente el Espíritu que se nos ha dado como creyentes en Cristo (4,6-7).
5. A partir de esa novedad de sujeto que se da en el creyente, convertido en Cristo, con Cristo y por Cristo en hijo de Dios, se desarrolla una nueva moral, es decir, un nuevo criterio de actuación.
Sin embargo, conviene resaltar que el nuevo sujeto no es, en realidad, otro que el pensado por el Padre antes de que el mundo existiese, como afirma el mismo san Pablo en la Carta a los Efesios cuando bendice al Padre que "nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo" (Ef 1,4 s.; cfr. Gal 4,1-7; Rm 8,14-17.28-30; cfr. Jn 1,12; 1Jn 3,1 s.). Siendo, pues, este el proyecto, no puede darse otra posibilidad de hombre; y, por otra parte, el hombre en Cristo es plena y perfectamente él mismo. En efecto, si el hombre es en sí criatura, evidentemente ha sido hecho y, obviamente, antes de ser no existía (cfr. Sal 139; Jer 1,5; Is 49,1.5; cfr. Gal 1,15; cfr. Rom 8,29); por ello el hombre no es fundamento ni de sí mismo ni del sentido y culmen de su propia historia, sino que el fundamento, el sentido y el culmen del hombre se lo da otro, es decir, se lo da quien le ha creado. De este modo, al hombre en cuanto criatura no se le da otra forma de realizarse a sí mismo, es decir, de estar satisfecho, que la de cumplir el proyecto pensado para él. Esto parece la negación de la libertad y, por tanto, la mayor contradicción con cuanto repetidamente y de distintas maneras se afirma en la Carta a los Gálatas (2,4; 5,1.13): veremos que realmente las cosas no son así.
El rechazo del hombre de depender del designio de Dios, que lo había creado (Gen 3), para realizarse a sí mismo, había levantado un muro de división ineliminable entre el hombre y su destino: en Cristo este muro es derribado (cfr. Ef 2,14-18; Col 3,14-15; cfr. Gal 3,19-29), porque Cristo es el destino original, hecho posible de nuevo (cfr. Col l,16a.20a; Ef 1,5.7a.lia; cfr. Gal 4,3.5). Así el nuevo sujeto es el sujeto antiguo que vuelve a ser posible y, consecuentemente, es una moral antigua (1Jn 2,7 s.; 3,11) la que se afirma que se desarrolla como moral nueva, como nuevo criterio del obrar de tal sujeto. Respecto a lo humano, el designio original sobre el hombre, hecho presente en Cristo, funda y hace posible la novedad del sujeto humano, y es en sí la novedad misma del sujeto, la cual postula coherentemente la nueva forma del obrar. Esto es inevitable, ya que el actuar es expresión del ser, y la rectitud en el obrar consiste precisamente en su coherencia con el ser, con la identidad del que actúa. Si el sujeto humano ha cambiado su actuar ya no puede ser el de antes (cfr. Col 3,1-4).
5 a. La nueva moralidad tiene tres características fundamentales.
La primera característica es la libertad (5,13 s.) como emancipación de la Ley y de sus sanciones.
Esta libertad se deriva sobre todo del hecho de que el que cree en Cristo ha muerto místicamente en Él y, por tanto, en Cristo, por Cristo y con Cristo ha expiado, sustrayéndose consecuentemente de la Ley (cfr. Rom 7,1-6) y no pudiendo buscar ya el principio de la propia salvación en la observancia de una ley exterior (3,2.13; 4,3 s.).
En segundo lugar la libertad se deriva de la naturaleza misma de aquél que ha obrado la liberación así como del modo de adherirse a ella. En efecto, adherirse a la liberación es una opción, una elección entre acoger o rechazar, recibir o despreciar la respuesta que en Cristo el Padre da a la petición de salvación que nace del corazón del hombre. Si no fuese así, no tendrían sentido en los escritos paulinos las continuas exhortaciones a "dejarse reconciliar" (cfr. 2Cor 5,20) , las insistentes invitaciones a ser cada vez más coherentes con la salvación encontrada (5,1 s.; cfr. Rom 12,1 s.; Ef 4,1 s.; Col 3,1 s. ...), ni se explicarían en los mismos evangelios, los distintos comportamientos de los que se encontraron con Jesús.
Además, la adhesión a la salvación, es decir, a la justificación en Cristo, acontece mediante la fe en Él, que asimila al creyente a la identidad de Cristo (4,1-7; cfr. Rom 8,14-16; cfr. Jnl,12; 1Jn 3,1) Hijo de Dios.
Pero el ser constituidos en Cristo hijos de Dios, abre a la libertad un horizonte nuevo, consistente en la participación en la naturaleza misma de Dios (cfr. 2P 1,4). Y, precisamente, en esta participación de hijos en la naturaleza divina, se contiene la paradoja de la libertad y de la dependencia del creyente. La naturaleza divina es, en efecto, naturaleza perfectamente libre, y, por ende, quien en ella participa es libre. Al mismo tiempo, ser hijos significa depender totalmente del padre y depender sobre todo respecto a la creación del propio ser, que es evidentemente dado; y, en segundo lugar, depender respecto al obrar, que debe ser totalmente coherente con el ser.
Esta dialéctica entre dependencia y libertad, por la cual la máxima coherencia con la dependencia es la máxima libertad, tiene en la vida del creyente una implicación particular, que consiste en el hecho de que tiene su inicio en el momento de la acogida de Cristo, de la unión con Él, y su culmen en la contemplación del Padre, sin ningún tipo de velo. Entre el inicio y el culmen está el camino del creyente, camino que es una asimilación progresiva a Cristo, es decir, una progresiva verificación de lo que es el creyente, y, por tanto, una liberación cada vez más plena (cfr. Rom 7,24; 8,23-25; ICor 13,11- 13; Fil 3,20-21; Col 3,4; cfr. 1Jn 3,2-3).
Este camino es la nueva moral del cristiano, que se mueve entre la memoria de lo que le ha acontecido, el encuentro transformador con Cristo y el deseo de lo que espera, la madurez perfecta de Cristo en él (cfr. Ef 1,11-14; 4,13). Este es el camino de la imitación de Cristo, que no es imitar un modelo externo al creyente, sino intrínseco a él: Cristo mismo, que ha entrado en comunión con él y que obrando en su interior le hace capaz de imitarle. Los nuevos preceptos, las nuevas indicaciones morales que pululan en los escritos de san Pablo (Gal 5-6; cfr. Ef 4-6...) sirven de indicación y guía para este camino de imitación.
5 b. La segunda característica de esta moral es el estar definida no sólo «a posteriori», es decir, desde el fin al que se tiende, la justificación, sino sobre todo «a priori», o sea, desde la justificación ya acontecida en Cristo y desde el sujeto nuevo que esa justificación constituye. No se trata, dicho de otro modo, de actuar de un determinado modo para ser santos, sino de actuar coherentemente con el hecho de que somos santos, para que esta santidad crezca hasta la plena madurez de Cristo en el creyente (2,17; cfr. Ef 4,13).
En este contexto de crecimiento progresivo de lo que el creyente es, del paso de niño a adulto en la fe (4,1-3; cfr. 1Cor 13,11), el pecado, el mal es todo aquello que no llega a esta nueva dimensión, lo que se queda corto por ser inadecuado a la nueva identidad de hijos de Dios; y siendo desde siempre la filiación divina el único designio de Dios sobre el hombre, este quedarse corto es humillación, envilecimiento y negación del hombre como tal, frustración de su destino, anonadamiento de su libertad y del deseo de su corazón. En este contexto el precepto con el que uniformarse, o el mandamiento a cumplir son dilatación del deseo del corazón del hombre, aproximación a la verdad de la santidad y de la justificación del hombre.
5 c. La tercera característica de la nueva moralidad es que el ser hechos uno en Cristo por la fe en Él, establece entre los creyentes una solidaridad en el destino, que se expresa en la caridad, en una compañía concreta en la fe (4,4-6.19s; cfr. Rom 5,1-5; 2Cor 11,1-2; ICor 12- 13...). Esta compañía, nacida de la unicidad de Cristo y de Su presencia entre los creyentes (cfr. Mt 28,20) y en los creyentes (cfr. Jn 14,23), llega a ser fuente de juicio y de corrección, es decir, un lugar en el que la caridad se hace pasión ardiente por que en el hermano se cumpla el único destino posible, el único destino verdadero, encontrado en la fe y esperado en la esperanza, que es la plenitud de Cristo en la contemplación del rostro del Padre (cfr. 4,8-19; 6,1-10; cfr. ICor 13,12; Ef 4,13; cfr. Jn 3,1-2).
Esta compañía, que es la Iglesia, allí donde está presente, de modo encontrable y experimentable, articulada de forma múltiple y cuyo sentido es la plena realización del hombre como hijo de Dios, único hombre posible porque es el hombre proyectado por Dios, llega a ser, precisamente por su significado intrínseco, ámbito de juicio y criterio de verificación de toda otra posible moral impuesta por los estados, la sociedad, la cultura, las instancias económicas, o las instancias de justicia humana en el orden nacional o internacional. Y el juicio y la corrección de la Iglesia tienen como objeto relativizar toda fuente de moralidad que pretenda ser de algún modo exclusiva, y desaprobar toda indicación moral que defienda algo menos de lo que el hombre es, que defienda un hombre que no es verdadero, porque le imposibilite conseguir el único destino (5,1-10; cfr. Col 2,8.16-23; Ef 4,17-5,2...) para el que ha sido hecho: la perfecta comunión con Dios.
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