Ediciones Encuentro publica el segundo libro de la Trilogía de Charles Péguy.
El pórtico del misterio de la segunda virtud, más que una reflexión o meditación sobre la esperanza, es, para el propio Péguy, un poema de oración, en el que él implora que le sea otorgada esta virtud.
1911. En 1908, Charles Péguy, conocido por su vinculación al socialismo francés, había recuperado la fe. Ha pasado ya el tiempo suficiente para que Péguy se haya asentado en su fe. De hecho, ha publicado ya su famoso Misterio de la Caridad de Juana de Arco, que es para él una verdadera profesión de fe. Sin embargo, Péguy está más solo que nunca. Por un lado sus antiguos compañeros socialistas se van alejando cada vez más de él por su catolicismo, del mismo modo que las suscripciones a los «Cahiers de la Quinzaine» (que él mismo dirigía, diseñaba e imprimía y que constituían su medio de vida) disminuyen, con el consiguiente descalabro económico. Ni tan siquiera su propia familia entiende su conversión. Por otro lado, los católicos bienpensantes desconfían de este peculiar personaje que pese a decirse cristiano, no reniega del socialismo. Así, sus obras, incluso las más explícitamente «religiosas» apenas si son leídas. A estas dificultades afectivas y económicas se añaden serios problemas de salud tanto en él como en sus hijos.
No es extraño, pues, que en esta situación tan difícil, Péguy escribiera una obra en torno a la esperanza.
En realidad, el Pórtico del Misterio de la Segunda Virtud, más que una reflexión o meditación sobre la esperanza es, para el propio Péguy, un poema de oración, un poema en el que él implora que le sea otorgada esta virtud. Esto es, por otra parte, lo que da pleno sentido a los extraños versos de las primeras páginas sobre los que va a girar toda la obra: «La fe que amo más, dice Dios, es la esperanza... La fe no me sorprende... La caridad, dice Dios, no me sorprende... Pero la esperanza, dice Dios, sí que me sorprende. A mí mismo. Sí que es sorprendente». Porque, no es acaso sorprendente «que esos pobres niños vean cómo pasa todo eso y crean que mañana irá mejor». Es Péguy quien habla aquí por boca de Dios. Es él quien se sorprende y él quien se pregunta dramáticamente sobre el origen de la esperanza y la posibilidad de experimentarla.
«La fe que amo más, dice Dios, es la esperanza...»
Este Misterio es, de hecho, la obra más personal de Péguy, que a lo largo de ella hace continuas alusiones a su situación personal y familiar (como por ejemplo, en los versos sobre el campesino loreno que piensa en sus hijos, en los que se refiere a él mismo) y puede que por ello sea la más bella. Sin embargo, la obra mantiene una continuidad tanto con el anterior Misterio de la Caridad de Juana de Arco, como con el siguiente Misterio de los Santos Inocentes, y ello es debido, en primer lugar, a que en las tres obras intervienen los mismos personajes: Mme. Gervaise y Juana. En este segundo Misterio, sin embargo, sólo habla la primera, vieja campesina que educa a la pequeña Juana. Esta no interviene nunca, pero incluso en el silencio sigue presente.
La primera es para Péguy el símbolo de la vieja Francia rural, la Francia en la que el sentido común iba a la par con el sentido religioso, en la que la vida no podía entenderse fuera de Dios y de su misterio salvífico. De ahí las continuas alusiones a Lorena, tierra de origen de Juana y tierra en la que la fe empapaba la vida de todos los hombres.
Juana, por su parte, es mucho más que un símbolo para Péguy. Es cierto que representa para él a la Francia heroica y libre, puesto que fue ella, pequeña y humilde campesina, la que empezó la liberación de Francia de la ocupación inglesa (con ella se inicia el final de la sangrienta «Guerra de los Cien Años»), Es cierto que representa también a la santidad y a la Francia católica (aunque no estuviese aún canonizada, puesto que lo fue en 1920). Juana es héroe y santo, símbolo de lo que Péguy tanto deseaba: renovar el cristianismo y Francia. Ello explica las continuas digresiones en tomo al papel que Francia desempeña y desempeñará en la vida de la
Iglesia y en la renovación del cristianismo. Pero, para Péguy, Juana es, ante todo, una compañera de camino, una presencia interior que ha seguido sus pasos tanto cuando se encontraba alejado de la fe (no olvidemos, por ejemplo, que ya en su época no-creyente escribe un drama sobre ella) como cuando más lejos llega en su experiencia de fe. Es por ello por lo que Péguy siempre la trata con una enorme ternura y por lo que, siempre que nos la presenta en los Misterios, ella aparece como una niña («los niños sois niños Jesús») y no como la heroica «Doncella de Orleans» que liberó a Francia.
«Prosa musical»
Por otro lado, es en este Misterio en el que Péguy utiliza definitivamente el verso libre y consolida su estilo poético tan peculiar, lo que él mismo llamaría «prosa musical». Sin metemos en consideraciones puramente literarias, es bueno señalar que la lectura de Péguy no es nunca fácil en un primer momento. No porque se trate de un autor amanerado: está en las antípodas de todo gongorismo y preciosismo. En realidad, Péguy gusta de emplear un lenguaje claro y directo, no dudando en utilizar expresiones absolutamente comunes. La dificultad radica más bien en su modo de tratar los temas de la obra. No hace nunca un desarrollo lineal, sino que, partiendo de una idea, va desarrollándola en múltiples ramificaciones que se mezclan entre ellas de modo aparentemente desordenado. Péguy, más que tratar directamente un tema, va acercándose a él lentamente, considerando primero unos aspectos, luego otros, haciendo comparaciones... De ahí las continuas digresiones y repeticiones (siempre similares, nunca iguales) que pueblan el texto. Su obra es, en el fondo, como una composición musical, como una pequeña sinfonía. Y, del mismo modo que, para disfrutar de éstas, hay que escucharlas no una, sino múltiples veces, así también, para disfrutar de Péguy hay que aprender a leerlo pausadamente y sin intentar digerirlo en el menor tiempo posible, como si de una novela se tratase. Cuando se lee a Péguy, lo que suele fallar no es su «pesadez», sino nuestra atención.
Hay que aprender a dejarse llevar por el ritmo que él nos marca, dejándonos empapar por su modo de escribir y de considerar los temas. De hecho, sólo cuando se aprende a leer a Péguy de este modo, se puede entonces gozar de la enorme belleza que encierra el texto, pudiéndose leer una y otra vez y descubriendo en cada ocasión nuevos enfoques y matices.
La segunda virtud teologal
Veíamos antes la dramática pregunta de la que partía Péguy y que es el primer aspecto del misterio de la esperanza: ¿Cómo es posible la esperanza, cuando «lo fácil y la inclinación es a desesperar»? ¿Cómo es posible vivir creyendo que cada día, por muy rutinaria que sea nuestra vida, será un día nuevo (como sendero en el que, por mucho que se hiciese siempre el mismo recorrido, las pisadas fueran siempre nuevas)?
Para responder a estas preguntas, Péguy hace algo enormemente sencillo: recordar el catecismo, es decir, lo que la Iglesia, con esa vieja sabiduría que le ha dado su larga historia, sigue transmitiendo de generación en generación. La Esperanza es una virtud teologal, lo cual significa, como para las otras dos virtudes teologales (Fe y Caridad), que lo que la caracteriza es que «se refiere directamente a Dios». Todo el poema de Péguy sobre la Segunda Virtud es un desarrollo de esta sencilla idea. Por lo tanto, para poder explicar el porqué de la Esperanza y su origen, el hombre no tiene que volverse sobre sí mismo, sino volverse a Dios y descubrir que la segunda virtud está, en primer lugar, en Dios mismo. La esperanza es, además, la más sorprendente de las virtudes. Para tener fe, basta con contemplar la creación, con no ser ciego. Para amar, para tener la virtud de la caridad, basta con relacionarse con los demás, con no cerrar el propio corazón. Fe y Caridad son como dos «señoras mayores que pueden caminar por sí solas», pero la Esperanza, aparentemente tan trémula y frágil, como si de una pequeña niña se tratase (comparación utilizada continuamente por Péguy), sólo puede ser un don porque nada hay en el hombre que le pueda hacer esperar. Sólo mirando a Dios, sólo en su contemplación podremos adentramos en el misterio de la esperanza.
Son seguramente las páginas dedicadas a Dios mismo las más bellas de esta obra, porque nos descubren al Dios cristiano en su esencia, al Dios que es, ante todo y sobre todo, amor. Dios nos crea por amor, y al hacerlo, acepta empequeñecerse, humillarse. Con ello decide rebajarse y ponerse, no ya a nuestro nivel, sino a nuestro servicio: «El que ama cae en la servidumbre del que es amado». Dios, al crearnos, se convierte en el padre de todos y cada uno de nosotros, un padre solícito y atento a todo lo que sucede en nuestras vidas. Es un Dios que sufre y se desvela por sus criaturas. Dios es el buen pastor que abancona el rebaño en busca de la oveja perdida (Péguy hace continua referencia a la parábola del buen pastor y también, aunque en menor medida, a la de la moneda perdida y a la del hijo pródigo).
Pero es también por amor por lo que Dios nos ha concedido la libertad, porque ningún amor verdadero puede imponerse sino sólo proponerse. Dios pone un límite a su omnipotencia con la libertad del hombre, y un limite doloroso. Dios se inclina sobre el hombre respetándolo al máximo y de aquí brota su sufrimiento, en todas las ocasiones en las que el hombre se niega a levantar la cabeza y a reconocerlo. Por ello, el primero en esperar es Dios: El espera en cada uno de nosotros, mantiene viva en Él la llama de la esperanza de que sabremos reconocerlo. «Misterio de misterios», «inversión de la creación, la creación al revés, el Creador depende ahora de su criatura... El creador necesita de su criatura, se ha puesto a tener necesidad de su criatura». Porque Dios nos ama, ha esperado en nosotros y, por ello mismo, «ha puesto en nuestras manos, en nuestras débiles manos, su esperanza eterna».
El segundo fundamento de la esperanza es el modo en el que Dios mismo decide entregar esta esperanza a los hombres: es entregándonos a su hijo, a Cristo, como Dios se hace cercano a nosotros. Cristo es Dios que ha decidido encarnarse, que ha decidido compartir las alegrías y las penas del hombre para que éste pueda encontrarlo. Dios se ha hecho uno entre nosotros para transformar nuestra condición, para afirmar que el hombre como tal, con su finitud y su pecado, puede vivir con una esperanza. Cristo se ha encarnado, no para prometemos un paraíso futuro, con el que soñemos y en pos del cual deseemos desembarazarnos de nuestra condición mortal y de nuestra corporeidad. Cristo se ha encarnado para redimirnos, es decir, para tomarnos tal y como somos y hacemos partícipes de lo eterno, de lo infinito. Él, con su entrega, con su sufrimiento (que es la asunción de la condición humana en todos sus aspectos), nos ha salvado y redimido. De Él brota toda la esperanza: «Una corona fue hecha una vez, era una corona de espinas. Pero otra corona también fue hecha, otra misteriosa corona... Una corona así fue hecha, una corona eterna, y es la corona, el coronamiento de la esperanza». Cristo al redimirnos cumple la obra de amor iniciada por el Padre. De la redención, de la transformación de lo impuro en puro, de lo finito en infinito y eterno, surge la vida nueva, la vida inundada por la esperanza. El largo símil de la Esperanza con el agua viva nos muestra la misteriosa obra de la redención: «Pero justamente ella hace sus fuentes de agua pura con las aguas malas. Y por eso nunca le faltan. Y por eso es ella la Esperanza... Y es el más bello secreto que hay en el jardín del mundo».
María representa la esperanza
María es, en este sentido, la persona humana que más claramente representa la esperanza, porque ella es la única que ha acogido en plenitud la redención de Cristo. En ella lo carnal ha sido íntegramente salvado, ella es «infinitamente celestial porque es infinitamente terrena», «infinitamente eterna porque es también infinitamente temporal»... Por eso, María es la primera de las criaturas, «literalmente, la primera después de Dios, después del Creador».
Ella, con su entrega, muestra a todos los hombres que sólo aquel que se abre a la redención de Cristo puede vivir en la esperanza. Y, de hecho, cuando el hombre es tocado por Cristo, sólo le queda una tarea en su vida. Por un lado, devolver a Dios lo que Él mismo nos ha dado, es decir, amarlo y esperar en Él: «Hay que tener confianza en Dios, Él ha tenido de verdad confianza en nosotros... Hay que poner la esperanza en Dios, Él ha puesto de verdad la esperanza en nosotros». Por otro lado, mantener viva la presencia de Cristo entre nosotros y transmitir y multiplicar el milagro de la redención para que el hombre viva en esperanza. Dejemos que sea el propio Péguy quien hable en algunos de sus más bellos versos: «Milagro de milagros, hija mía, misterio de misterios./ Porque Jesucristo se hizo nuestro hermano carnal/ porque pronunció temporal y carnalmente las palabras eternas/ In monte, en la montaña,/ se nos ha dado a nosotros driles,/ depende de nosotros, débiles y carnales,/ el hacer vivir y alimentar y conservar vivas en el tiempo/ esas palabras pronunciadas en el tiempo./ Misterio de misterios, se nos ha otorgado ese privilegio,/ ese privilegio increíble, exorbitante,/ de conservar vivas las palabras de vida,/ de alimentar con nuestra sangre, con nuestra carne, con nuestro corazón/ esas palabras que sin nosotros caerían descarnadas».
Al poco de finalizar su obra, Péguy declaraba a un amigo íntimo: «Nuestra Señora me ha salvado de la desesperación. Es el mayor peligro. He salido de él escribiendo mi Pórtico». Cuando uno lee, es imposible no entender que algo así pudiera sucederle: una persona que escribe de ese modo sobre el misterio de la esperanza, un autor que hace que el lector llegue casi a «tocar» el misterio de la redención, no puede estar lejos de esa esperanza por la que ora, como tampoco puede estar lejos de Aquel que le acogería en su presencia en los primeros días de la guerra del 14, cuando Péguy nos dejó al caer de un balazo en la frente. Él ya no está entre nosotros; sólo nos queda su obra, pero en ella Cristo se sigue haciendo presente para todo aquel que la lee, «Él está aquí. Ël está aquí como el primer día. Él está aquí, entre nosotros, como en el día de su muerte».
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