La Anunciación es el momento en el cual «el Verbo se ha hecho carne». La oración del Angelus hace cotidianamente memoria de ese momento
«En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen, prometida de un hombre de la casa de David, llamado José. La virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, le dijo: "Te saludo, llena de gracia, el Señor está contigo". Ante estas palabras ella quedó turbada y se preguntaba qué sentido tenía tal saludo. El ángel le dijo: "No temas María porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.
Será grande, será llamado hijo del Altísimo... y su nombre no tendrá fin". Entonces, María dijo al ángel: "¿Cómo es posible? No conozco varón". El ángel le contestó: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Aquél que nazca será santo y será llamado hijo de Dios. Mira, ahí tienes a tu pariente Isabel, que, en su vejez, ha concebido un hijo y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque nada hay imposible para Dios". María contestó: "Aquí estoy, soy la sierva del Señor, hágase en mí lo que has dicho". Y el ángel la dejó» (Le. 1, 26-38).
Un acontecimiento también para nosotros
Cada uno de nosotros tiene su propio nombre, del mismo modo que aquella joven muchacha se llamaba María; ella tenía relación con otras personas que tenían cada una su propio nombre; una de estas personas se llamaba José. En nuestra vida ha entrado un ángel; en cierto modo, Dios, a través de un mensajero (la compañía), nos ha dicho: «Saludo tu vida, el Señor está contigo, tu vida será colmada de gracia, de positividad». Es normal responder: «¿Qué quiere decir esto?», al igual que María «se preguntaba qué sentido tenía el saludo». Pero la misma voz, el mismo acontecimiento nos dice, llamándonos también ahora por nuestro nombre: «No temas, porque Dios te ha elegido. Concebirás: tu vida dará fruto». Es la promesa de una fecundidad que no tiene fin, que no se consume con el tiempo. También en este punto, nuestra respuesta es similar a la de María: «Pero, yo no soy capaz y me cuido bien de pretender ser algo más que los otros». E idéntica es la respuesta del mensajero: «Es el Espíritu del Señor quien descenderá sobre ti, y la sombra de la potencia del Altísimo la que penetrará tu tiempo y los espacios de tu vivir. Por eso, lo que nacerá de ti (el cuidado de la casa y el esfuerzo del trabajo, el estudio y todo el tiempo de la vida...) será santo, será según la verdad que no muere, será según el Misterio. Mira a Isabel, en su vejez ha concebido...». ¡Cuántas veces hemos tenido que admirar a Dios en el testimonio de personas que habían pasado desapercibidas y de las que todos decían: «Es estéril»! Nada es imposible para Dios.
Se trata, por lo tanto, de repetir como María: «Aquí estoy, hágase en mí lo que has dicho».
De repente un anuncio
Se podrían repetir las palabras del Angelus mecánicamente. Para volverlas a decir conscientemente hace falta, sin embargo, estar vivos. La viveza no está en el contenido de nuestras imágenes, sino en la realidad que se nos pone delante y nos «llama», nos «provoca».
Estar vivos significa un despertarse inmediato de la conciencia y del corazón; significa un golpe al corazón y una sacudida a la existencia. En cualquier estado de ánimo en que nos encontremos, sea cual sea el modo en el que nuestro camino se desenvuelve, en cualquier punto que estemos de la trayectoria que nos conduce al Señor -para esto nos es dada la vida: para llegar al Señor- el ángel del Señor regresa. Como llegó de repente para la Virgen, así llega de repente para tí, ahora.
La mañana
El anuncio del ángel se renueva en nosotros continuamente; pero, el despertar por la mañana reviste particular importancia. Del mismo modo que respondemos a la invitación del sol que renace cada mañana, así debemos estar vigilantes a la llamada del Señor. Dios no está ligado a las circunstancias, pero la circunstancia de la mañana tiene un valor excepcional: si el Señor renueva siempre su invitación, ¿por qué no debería nuestra alma responder siempre?
El cansancio de la mañana deja en la cara de los hombres una distracción opaca. Imaginemos a María, aquella jovencísima mujer, con el ánimo cansado, con el dolor que la traspasaba, con la imposibilidad de comunicar. Imaginemos lo humano en María, pues ella ha sido una de nosotros, es una de nosotros.
Es, entonces, cuando llega espontáneo el viento de la liberación, el abandono a Dios, a Dios que se ha hecho carne en aquella mujer: «Y el Verbo se ha hecho carne y habita entre nosotros». Aquí comienza todo. Pero es necesario que la memoria de este hecho penare y disuelva las sombras que cubren el horizonte de nuestra tierra y «la transforme en altar», de modo que «la obra entera del hombre se vuelva oblación de alabanza».
Que la Virgen nos conceda ser libres y sinceros con nosotros mismos, como cuando ella ha dicho sí. ¿Qué importa si la gravedad de lo que hicimos ayer se extiende todavía sobre los albores de esta mañana? El Espíritu, que ha trabado alianza con nuestra vida, nos da capacidad de novedad continua y perenne.
El santo deseo
Dice un autor monástico, anónimo del siglo XII: «Para merecer entrar en la vida eterna, Dios sólo pide al hombre un santo deseo. Si no podemos esforzamos por la vida eterna de un modo digno, al menos pongámonos a correr por el deseo de la realidad eterna, aunque estemos postrados en tierra. Y, al igual que el alimento es buscado según la medida del hambre y el reposo según el grado de cansancio, así Cristo es venerado, buscado y amado según la cualidad del deseo santo». Imaginemos (sin imaginación es como si nos apartásemos del hecho) hasta qué punto María, muchacha de quince años, estaba llena de deseo santo. Cuando se levantaba por la mañana estaba llena de deseo santo y durante los trabajos de la jornada estaba llena de deseo santo. Lo que le había sucedido no se correspondía con la imagen que ella, como judía partícipe en la vida de su pueblo, podía tener. Era algo infinitamente distinto. Una desproporción infinitamente grande: Dios se hacía infinitamente más próximo y profundo de cuanto ella hubiera podido imaginar. Y porque dijo sí a la modalidad con la que el Misterio conducía las cosas, su vida se convirtió en una luz de aurora para todos nosotros y para todos los hombres hasta el fin. Porque ha alimentado el santo deseo, esta muchacha ha podido decir sí y el Verbo se ha hecho carne, se ha hecho presente.
Cuando María cuidaba la casa o lavaba los platos tenía dentro de sí, realmente, a Dios. Lo mismo debe suceder a nosotros que estamos llamados a dar continuidad a su figura en el tiempo de la historia. Y tras nosotros vendrán otros, del mismo modo que otros nos han precedido.
Espera
El Señor ha entrado en el mundo como hombre, de repente, incluso siendo esperado. Del mismo modo, el que la humanidad de Cristo florezca en nuestra humanidad sucede también de repente. Pero con una condición: que sea esperado.
¡Que nuestra espera constituya una realidad cargada de vigor tenaz! Este es el significado de toda oración y la nobleza de las oraciones establecidas que nos vuelven a sumergir dentro de la conciencia del Misterio presente.
Abandono como el de un niño
El fiat de la Virgen es abandono al Misterio. El Misterio no es algo distinto del significado de lo que se vive: el tiempo de la jornada, sus condiciones y circunstancias, sus fatigas y atractivos, las tomas de posición y los «no» que toda jornada conlleva. Que nuestra vida sea un fiat como el de María. Esto no es automático; debe ser querido una y otra vez. No hay nada más humano y más conprometido para la libertad que el fiat. El fiat revela la justicia perfecta de una criatura frente a su creador. En la intimidad impenetrable de este gesto de libre aceptación está la clave del misterioso encuentro entre Dios y María y la medida gigantesca de esta mujer:
fiat, me adhiero a ti, Señor.
¡Qué libertad ha tenido María frente al «fuera de toda medida» absoluto que le estaba sucediendo y del cual ha dependido el destino del mundo entero! Debemos recordarlo cuando recemos el Angelus, porque esto es lo más bello que hay.
Es la imagen del niño en el salmo 130: «Yo estoy sereno y tranquilo como un niño recostado en los brazos de su madre». María ha sido niña así. No debemos forzarnos a pensar cosas grandes y, menos aún, a hacerlas; haremos el ridículo con nuestra presunción. Debemos, más bien, reconocer y aceptar la presencia de Otro.
Cambio y misión
A la Virgen, con la Anunciación, le «sucedió» algo. No volvió a ser la de antes. También en nosotros debe darse un cambio. Ya no podemos ser como los otros. Dice Dostoievski: «Yo no sé, no sé qué les pasa a los otros, pero yo no puedo hacer como ellos. Piensan una cosa y un instante después ya piensan otra. Yo no puedo pensar en otra cosa; durante toda mi vida pienso en aquello que me ha sucedido».
Lo que nos permite no ser como los demás es un lugar. Debe haber un aquí, un lugar preciso, con un perímetro definido, libre de toda determinación. Entonces, se puede decir: «Ven».
No se puede invitar a alguien a una generalidad. Los muros de una casa no son para defenderse del mundo, sino que marcan el perímetro donde el encuentro sucede, para que, después, todo el mundo pueda participar de él. El vientre de María no ha sido un muro de defensa, sino que ha marcado el perímetro en el que sucedía algo especial, donde sucedió el encuentro y todo el mundo ha sido llamado a participar en él.
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