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Huellas N.03, Marzo 2020

RUTAS

Rafael. La gran dulzura

Giuseppe Frangi

Murió joven, hace 500 años. Una vida breve pero con una fecundidad artística precoz y sorprendente. Una gran exposición en Roma nos brinda la ocasión de mirar su obra libres de estereotipos

«Nació Rafael en Urbino, ciudad conocidísima de Italia, en el año 1483, un Viernes Santo a las tres de la madrugada. Era hijo de Giovanni de' Santi, pintor no muy excelente pero en cambio hombre de buen sentido y capaz de orientar a sus hijos en la recta senda». Así escribe Giorgio Vasari en su célebre Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos dándonos puntillosos detalles sobre su nacimiento. Por ejemplo, destaca cómo su padre Giovanni, tras ponerle en el bautismo este nombre con «feliz augurio», quiso que este hijo único fuera amamantado por la madre y no por nodrizas como era costumbre entonces. Para Vasari el dulce nutrimento materno se convierte casi en una llave de acceso para entrar en la historia de aquel genio que supo siempre mantener unidos, de un modo realmente único, la grandeza y la dulzura.
No fue una vida larga, la de Rafael. A pesar de esa solicitud paterna, murió a los 37 años, el 6 de abril de 1520. Hace exactamente 500 años. Fue una estrella fugaz, pero marcada por una precocidad y una intensidad operativa extremadamente impresionantes. Por lo que se refiere a la precocidad, basta recordar que con tan solo 21 años ya había pintado una obra maestra de perfección absoluta como Los desposorios de la Virgen, hoy en la Pinacoteca de Brera, un cuadro de tal novedad que produjo en su maestro, el Perugino, una crisis depresiva. Por lo que se refiere a la operatividad, Rafael, para responder a la enorme cantidad de encargos que le llovieron en su larga estancia romana, se puso al mando de un auténtico taller donde se trabajaba con criterios modernísimos que le permitían tener bajo control cada proyecto en todas sus fases.
En el estudio del Palacio Caprini, en Roma, trabajaban a la vez una decena de Rafael, Madonna de Alba, hacia 1510,
artistas y ayudantes. El proceso creativo y productivo se centraba en los dibujos, que tenían la función fundamental de transmitir al equipo las ideas del proyecto. Como ha escrito John Shearman, el historiador que más ha revolucionado los estudios sobre Rafael, en aquel taller se daba «esa transferencia de esfuerzos que en la tecnología moderna describiríamos como “restar recursos a la producción para invertirlos en investigación y desarrollo"».
Entre las cifras emblemáticas de la capacidad productiva de Rafael se cuentan también sus numerosas Vírgenes con el Niño, el sujeto que quizás más que ningún otro ha marcado su consagración a nivel de fama, o mejor dicho, de afecto popular. Entre las que son plenamente autógrafas y las que realizó con artistas de su taller, se cuentan unas 45. Son imágenes a menudo replicadas en modo viral en millones de ejemplares: es el Rafael «de las queridas Madonne» como escribió John Pope-Hennessy, director del Metropolitan de Nueva York.

Basta pensar en una de las más célebres, la Madonna Sixtina que pintó para una iglesia de Piacenza y se vendió después a un príncipe alemán y actualmente se conserva en Dresde. Dostoievski, que la consideraba como «la mayor obra de arte creada por el genio humano» (según el testimonio de su esposa, Anna Grigorevna), la recuerda en numerosas situaciones en sus novelas. En Los demonios, por ejemplo, Stepan Trofimovic la define como «reina de las reinas», «ideal de la humanidad».
En la muestra más importante programada con ocasión del 500 aniversario en el Palacio de las Exposiciones en Roma, se expondrá también otra de las Vírgenes más famosas de Rafael: la Madonna de Alba, hoy conservada en la National Gallery de Washington, pero que hasta 1686 estuvo en el altar de la iglesia de Santa María del Monte en Nocera de' Pagani. En aquel año la compró el virrey español y luego pasó a su descendencia hasta llegar a los duques de Alba. De ahí su nombre.
Es un cuadro de tal perfección que corta la respiración. Sin embargo, si se analiza con atención, se descubre cómo esta sensación de equilibrio, debida también a su formato circular, es el fruto de una gran audacia compositiva. El epicentro de la obra, de hecho, está desplazado y concentrado a la izquierda: la mirada de María, del Niño y de san Juan apuntan en dirección a una fina cruz, construida con dos trozos de caña atados. El brazo alargado de María mantiene unido el grupo desde el lateral del cuadro. Está sentada directamente en el suelo, según un modelo iconográfico que subraya su actitud de humildad; es una postura que le permite a Rafael traer a María al primer plano en la superficie del lienzo, en un espacio que percibimos inmediato y cercano. Pero la grandeza de Rafael se manifiesta sobre todo en ese contraste sutil entre el sentimiento doloroso y profundo que captamos en la mirada en escorzo de María, que apunta hacia la cruz, y la infinita serenidad del paisaje, casi una prenda del paraíso.
La armonía, para Rafael, nunca se genera por una banal visión idealizante, sino que es siempre el resultado de una imperceptible tensión dramática, imperceptible por no exhibirse nunca, que atraviesa sus obras. La misma Madonna Sixtina, tan amada no solo por Dostoievski sino también por Goethe, Novalis, Bulgakov, Florenski e incluso Freud, debe su belleza al acto que está realizando delante de nosotros: con el Niño en sus brazos sale a nuestro encuentro a través de una ventana de luz. Atraviesa un umbral, entra en el escenario de la historia con seguridad pero también con una inevitable inquietud. En su ubicación originaria, en efecto, en la iglesia de San Siro en Piacenza, el retablo estaba puesto sobre el altar, por lo tanto, simbólicamente María entregaba a su Hijo para el sacrificio eucarístico. Mientras, abajo, dos célebres e icónicos angelotes se asoman para mirar... Hay otra obra, expuesta en la muestra de Roma, emblemática del modo de proceder de Rafael incluso en composiciones aparentemente tradicionales. Es la Santa Cecilia en éxtasis, pintada en 1515 por encargo de una noble boloñesa, Elena Duglioli, luego proclamada beata. La santa está en el centro, rodeada por otros cuatro santos que constituyen como las columnas vivientes de un edificio en el que acontece su éxtasis. Cuando Rafael acabó la obra en Roma y la envió a Bolonia, se preocupó de que la recibiera un artista de su confianza, Francesco Francia, para reparar eventuales desperfectos debidos al viaje. Cuenta Vasari que cuando el pobre Francia abrió la caja y vio la obra se quedó «medio muerto por el terror y la belleza de la pintura que tenía ante sus ojos». Se asustó al verla “demasiado en vivo". Extraordinario este detalle: la pintura de Rafael no es una simple representación, sino algo como la vida que se hace presente ante nuestros ojos. No es casual el adjetivo al que recurren los que observaban esta obra maestra al decir que era realmente “viviente", que parece más real que la realidad. «La pintura retrata la realidad, pero las pinturas de Rafael son cosas vivas», comenta Vasari.

Un importante crítico francés, Daniel Arasse, analizando este cuadro, ha notado que el rostro de la santa aparentemente obedece a un tipo ideal, mientras que en realidad está profundamente individualizado mediante un alargamiento excesivo, hasta el punto de «turbar la percepción»; el moño que deja fuera un mechón de pelo, que cae sobre el hombro, y el cuello de la santa son «objeto de un tratamiento refinado» que pone de relieve un hoyuelo en el centro: es el punto en que el verdugo hundiría su daga en el momento del martirio. La belleza en Rafael incorpora siempre el drama, a veces de modo implícito, otras veces más explícitamente como en esta obra maestra que asustó por mostrarse “demasiado en vivo" a sus contemporáneos (y nos sacude también a nosotros apenas vamos más allá de una mirada superficial).
Hay que librar a Rafael de miradas banales. Él mismo nos invita a establecer una familiaridad distinta con sus obras, sin caer en el estereotipo de las idealizaciones. Lo hace con ese modernísimo Autorretrato con un amigo, cedido por el Louvre para la exposición. El artista posa junto a un amigo sobre cuya identidad se han hecho varias hipótesis; estando un poco atrás, Rafael apoya cordialmente su mano en el hombro del amigo, mientras este a su vez alarga su mano hacia nosotros como para convocarnos dentro de esa relación. Es un cuadro que tiene una energía monumental, pero que llama la atención por su sorprendente informalidad. Es como si Rafael nos invitara a reducir las distancias, a tener una mirada menos previsible y más aventurera delante de sus obras. La muestra de Roma puede ser una buena ocasión para ello.


 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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