Los ateneos del tercer milenio y las transformaciones en acto. De la didáctica a la “tercera misión”, así está cambiando el sistema. Y así incide en el corazón de la universidad, la relación vital entre el que enseña y el que aprende
Gobernabilidad, evaluación, ranking, tercera misión, créditos, open badge, habilitaciones, softskills, competencia, ORCID, public engagement, inserción laboral, estrategia de recompensa, quality assurance. Son solo algunos de los términos y acrónimos que ya se han incorporado en el lenguaje corriente de los universitarios (aunque no todos los profesores saben exactamente de qué se trata). Este nuevo vocabulario -no en vano gran parte proviene de raíz anglosajona- puede dar una idea de cuánto ha cambiado la universidad en los últimos años y cuánto sigue cambiando aún hoy.
Este cambio viene de lejos, tiene que ver con la globalización de la economía y del conocimiento, y con la progresiva pérdida de centralidad, en el ámbito de dichos procesos, de la Europa continental y de sus instituciones. Entre ellas también la universidad, que desde hace al menos treinta años es objeto de profundas transformaciones. ¿En qué sentido?
Ante todo, las universidades ya no están llamadas solo a dedicarse a la investigación y didáctica de alto nivel. También se les pide formar al mayor número posible de alumnos, interesarse por su futuro laboral, producir investigación útil para el desarrollo económico de los territorios, favorecer las transferencias tecnológicas, ofrecer consultoría y servicios a la sociedad, asegurar la formación permanente y muchas otras cosas. Frente a estas múltiples exigencias, las universidades deben competir en el reparto de los (escasos) recursos que el Estado les transfiere. Con este objetivo se someten a un constante proceso de evaluación de la investigación, la didáctica y la llamada “tercera misión", es decir, todas las actividades de valoración del conocimiento en función del desarrollo socio-económico-cultural. Al mismo tiempo, los ateneos deben comprometerse en la búsqueda de fuentes de financiación, sobre todo fondos europeos y empresas.
En definitiva, si las universidades ya no son -como defendían sus detractores- torres de marfil, cerradas en sí mismas y sordas a las exigencias que llegaban desde fuera, es porque se han puesto a competir unas con otras. Soledad y libertad (Einsamkeit und Freiheit) -fundamentos de la universidad de Humboldt, que conjugaba investigación y didáctica en nombre del progreso de la nación, con el mandato explícito de formar élites- han sido abandonadas definitivamente y suplantadas por el concepto de mercado (oportunamente adaptado a la educación), culturalmente dominante en la actualidad.
Como en toda transición -con mayor razón en una institución milenaria como es la universidad- resulta difícil prever cuáles serán los efectos del cambio que se está produciendo. Pero ya se perciben ciertas tendencias que podemos mencionar brevemente.
Ante todo, un siglo después, ha cambiado radicalmente el paradigma cultural de referencia. De hecho, actualmente los saberes dominantes son los tecno-científicos, mientras que la cultura humanística y las ciencias sociales están en recesión. En la época de la inteligencia artificial, todo esto es bastante obvio, pero la marginación de las ciencias humanísticas y sociales puede tener a largo plazo consecuencias indeseables. La formación del pensamiento profundo y la capacidad crítica -típica en estas culturas- sigue resultando indispensable para vivir conscientemente un tiempo complejo como el actual. Basta pensar en problemas como las migraciones, el futuro de la democracia, las fake news o la relación del ser humano con el medio ambiente.
En segundo lugar, han cambiado las reglas de la universidad. Esto, por un lado, ha llevado a una mayor responsabilidad de los ateneos de cara a la sociedad -sobre todo a través de la evaluación (ver box)-, pero por otro lado ha conducido a una hiper-reglamentación y burocratización de todos los aspectos de la vida universitaria.
Por ejemplo, según algunos estudios, solo en la década 2004-2003 la legislación italiana intervino en la universidad más de 120 veces, una media de una vez al mes. A estas intervenciones hay que añadir además la enorme mole de decretos, reglamentos, líneas guía que emanan de los órganos ministeriales, como la Agencia de Evaluación del sistema universitario, y de las propias universidades.
En tercer lugar, como consecuencia de dichas transformaciones, y sobre todo debido a la introducción de la evaluación de la investigación, está cambiando el oficio del docente universitario. Aparte del hecho de que los incentivos ofrecidos por la evaluación pueden dar lugar a dinámicas comportamentales perversas -por ejemplo, favoreciendo la predilección por temas de estudio sobre los que hay mayor consenso en la literatura (llamada “investigación mainstream”) o, viceversa, marginando los temas más inciertos e inexplorados-, la aceleración de los tiempos de producción científica es el principal punto de novedad. Resumiendo al máximo, hay que publicar mucho, rápidamente y en las revistas científicas más prestigiosas. De modo estudiantes inscritos al sistema universitario italiano en el que, si bien la cantidad de publicaciones ha aumentado, el tiempo de pensamiento se ha reducido drásticamente.
Además de investigar y enseñar, a los docentes también se les exige que sean buenos mánager, tanto en el ámbito de la didáctica -basta pensar en la importancia de implantar estrategias para la selección de los mejores estudiantes- como en el de la investigación -ser capaces de encontrar y gestionar recursos añadidos mediante grant (financiación institucional) y fondos “de terceros"-. En definitiva, por las razones arriba citadas, al docente se le exige una creciente cantidad de tiempo para desarrollar una serie de actividades burocráticas (cumplimentación de informes, fichas, módulos, documentos, formularios online, registros, etcétera), cada vez más invasivas.
¿Y los alumnos? Ellos también están cambiando. No tanto en el sentido de que -como les encanta insistir a ciertos profesores nostálgicos de una mítica edad dorada- ya no son los de antes (algo que, a modo de inciso, es totalmente obvio: cada generación, respecto a la precedente, tiene algo menos, pero también algo más, que un buen profesor debería saber reconocer, sacar a la luz y valorar). Los estudiantes cambian sobre todo porque la institucionalización de la universidad tiende a modificar progresivamente su papel.
Por ejemplo, si hasta hace pocos años los estudiantes podían promover muchas iniciativas (mesas de información, grupos de estudio, encuentros culturales, cursos de preparación para las pruebas de acceso, creación de cooperativas de libros y alojamientos), hoy se piensa que la institución debe hacerse cargo de todo. De alguna manera, por tanto, se ha hecho más difícil tomar la iniciativa en la universidad. También porque muchas veces ni siquiera tienen tiempo. Así, lentamente, los alumnos se asemejan cada vez más a consumidores-usuarios a los que las universidades proporcionan servicios y prestaciones estandarizadas. Quizás también por esta razón se registra una consolidada pérdida de relevancia de los fenómenos asociativos estudiantiles o, si se quiere, un sensible incremento del individualismo. Pero si por una parte tienden a desaparecer muchas actividades fruto de la iniciativa espontánea de los estudiantes, por otra parte, paradójicamente, se establecen cursos universitarios con el objetivo de adquirir precisamente esas competencias transversales tan requeridas en el mercado laboral: emprendimiento, capacidad de trabajar en grupo, resolución de problemas, etcétera.
De todas formas, en la universidad del nuevo milenio se atribuye gran importancia al aprendizaje centrado en el estudiante (student-centred learning), que se traduce sobre todo en la obligación, de los departamentos y de cada profesor, de definir detalladamente los resultados del aprendizaje obtenido al término del curso de estudio y de cada una de las actividades formativas. Conocimientos, competencias, habilidades, deben ser descritas detalladamente, según esquemas preestablecidos para permitir que el alumno pueda saber ex ante lo que se le ofrece y comprobar ex post el logro de los resultados previstos. Aprendizaje centrado en el alumno significa también una mayor atención a la dimensión internacional -los periodos de estudio en el extranjero se promocionan mucho y las universidades tratan de multiplicar sus convenios con ateneos extranjeros y ampliar el catálogo de posibles destinos- y, sobre todo, innovación en los métodos didácticos. En este último ámbito -puesto que las modalidades didácticas que prevén un aprendizaje más “activo" no son fáciles de llevar a cabo en aulas llenas de cientos de estudiantes y en un contexto caracterizado en todo caso por una escasez de recursos generalizada- la novedad más relevante viene de la activación de un número creciente de cursos online (e-learning). Obviamente, no es fácil identificar los efectos que producen -y menos aún los que producirán- todos estos cambios en la relación entre quien enseña y quien aprende y, por tanto, en la formación.
En líneas generales, podríamos decir que la tendencia es que los estudiantes estén hoy menos estimulados para profundizar y poner en discusión eventualmente los contenidos de lo que les enseñan y más interesados en moldearse a las exigencias que, mediante la universidad, les llegan desde el mundo del trabajo y de las diversas organizaciones internacionales vinculadas al conocimiento, empezando por la Unión Europea y la OSCE. Consecuentemente, los estudiantes se muestran hoy decididamente proclives a cumplir con dedicación el curso y los tiempos establecidos por la institución. En este sentido, se han vuelto más serios aunque tal vez, por nuestra causa, un poco menos críticos. Sin embargo, no faltan excepciones que siguen suponiendo el principal motivo de gratificación para quien enseña. De hecho, nada entusiasma más a un docente que encontrar alumnos deseosos de entender, interesados en profundizar los contenidos de la materia. Precisamente es de esas excepciones -algunas de las cuales aparecen documentadas en estas páginas- de las que todos tenemos mucho que aprender.
1.665.099 Estudiantes inscritos al sistema universitario italiano en el curso 2017/2018, de los cuales el 63% en cursos de titulaciones de tres años; casi 305.000 en cursos bianuales y 309.000 en cursos de ciclo único. En 2010/2011 el totale era de 1.785.644. Una caída del 6,8% en siete años.
43,8% Porcentaje de inscritos en ateneos del norte de Italia, es decir 728.996. En las otras áreas geográficas: centro, 407.165; sur, 528.591. El porcentaje de inscritos mayores de 35 años es del 5,6%; el resto de franjas de edad: menos de 19 años, 14,4%; 20-21 años, 27,4%; 22-25 años, 36,3%; 26-29 años, 11,4%; 30-34 años, 4,9% (datos referidos al curso 2017/2018).
290.857 Nuevos matriculados en el curso 2017/2018, sumando la universidad tradicional y telemática. En el curso 2004/2005 fueron 332.542.
19.762 Nuevos matriculados extranjeros, divididos así: 8.331 de la Unión Europea; 4.109 europeos extracomunitarios; 2.655 de África; 1.687 de América; 2.927 de Asia; 18 de Oceanía; y 35, otros (datos de 2017/2018).
4.654 Cursos de grado, incluidas universidades públicas o no, de todas las tipologías: magistral de ciclo único, magistral/especializada y de duración trienal (datos de 2017/2018).
1.223 Cursos de grado en el área económico-jurídica. Otras áreas: sanitaria 879; científica 1.903; humanística 649 (datos de universidades públicas o no y de todas las tipologías: ciclo único, magistrales/especializadas y trienales).
61 Cursos de estudio en colaboración con una universidad extranjera: en el norte 26; en el sur 21; en el centro 14 (datos de 2017/2018).
Profesores a examen
Paola Bergamini
Los alumnos tienen que aprobar exámenes, pero las universidades también se someten a evaluación. No es solo cuestión de asignación de fondos, sino de calidad de la enseñanza. Al menos así debería ser. Le pedimos a TOMMASO AGASISTI, profesor de Gestión Pública en el Politécnico de Milán, que nos aclare los términos de la cuestión.
¿Qué se entiende por evaluación?
Hay dos ámbitos: el de la didáctica y el de la investigación. Empecemos por la didáctica. Las universidades, según un esquema facilitado por el Ministerio a través de su Agencia de Evaluación (Anvur), someten a los alumnos a un cuestionario sobre cada curso y cada asignatura. Es un sistema criticado por los expertos, que sostienen que los estudiantes no tienen suficiente capacidad para evaluar la didáctica. En realidad, creo que hay muchas informaciones interesantes, pero depende del uso que se las dé. Desde 2015 se ha sumado el AVA (autoevaluación, evaluación, acreditación), que identifica una serie de requisitos que deberían tener los cursos, procesos que los ateneos deberían poner en marcha para asegurar la calidad didáctica. El riesgo, en este caso, es de una burocratización extrema. Ambos sistemas demuestran algo muy sencillo: evaluar la didáctica es una operación complicada. En algunos casos, imposible.
¿Y respecto a la investigación?
Se ha creado un mecanismo, un poco complejo, que cada tres/cuatro años evalúa la producción científica de los docentes. La idea, bastante explícita, es premiar el número y la calidad de las publicaciones. En función de este tipo de evaluación el Estado decide cómo repartir parte de los fondos destinados a las universidades. En Italia, hoy los docentes solo hacen carrera por la vía de la investigación, de modo que la didáctica pasa a un segundo plano. En esto nos acercamos cada vez más al modelo anglosajón, según el cual lo que da prestigio a un ateneo y lo posiciona en los niveles más altos de las listas internacionales es la investigación.
¿Cómo repercute este sistema en los estudiantes?
Tiene repercusiones posibles arriesgadas. De hecho, el sistema de evaluación lleva a los docentes a prestar más atención a su propia actividad investigadora. Sin embargo, hay que reconocer que la mayoría de los docentes se implica muy seriamente en su tarea educativa, y esto sigue garantizando un nivel cualitativo medio elevado en nuestras universidades.
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