Va al contenido

Huellas N.01, Marzo 1991

MOVIMIENTO

Andrea: acompañarse a la muerte

Luca Doninelli/María Puy Alonso

Diecinueve años y un cáncer de huesos. La vida continúa en la normalidad. Hasta el encuentro definitivo. El testimonio de los amigos.

Hay una profecía en el encuentro que no se puede eliminar y que llega hasta la muerte. Andrea era uno de tan­tos hijos de padres del movimiento que se inscriben, tal vez después de otras expe­riencias escolares, en el Sacro Cuore de vía Rombon.
Conocía a su padre porque antes de enseñar en el Sacro Cuore yo trabajaba en el Avvenire donde Mandelli es di­rector administrativo. Hay que decir que en el colegio Andrea no era un fuera de serie, tanto que su madre nos dijo, el día de su muerte, que a su entender Andrea había conseguido así evitar definitivamente la cruz del estudio.
Pocos meses después de su llegada, Andrea empieza a faltar a clase. Le duele un pie ... , reúma. Le tratan sin ningún éxito. Consigue entrar en el Instituto Gaetano Pini de Milán gracias a un amigo, donde descubren que no se trata de reuma sino de cáncer de huesos. Al principio no le dicen nada pero Andrea no es tonto; si le duele un pie ¿por qué le hacen un TAC de los pulmones?
Cuando fui a verle al Pini, éramos muchos y estuvimos riendo y bromeando durante una hora. Luego me cogió aparte y me dijo: «Escucha profe, yo no sé qué tengo, pero Antonio y Sofía (así llamaba a su padre y a su madre, ndr.) lo saben. Yo, sea lo que sea, haré todo lo que me digan». Evidentemente ya había comprendido todo.
Andrea vino al Sacro Cuore ya enfermo. Cuando empezó a hacerse las curas, no pudo ir al colegio y se quedó en casa du­rante varios días, pero consi­guió venir al colegio antes de acabar el curso escolar (le habían diagnosticado la enfer­medad a finales de Abril) para examinarse de todas las asigna­turas. En algunas incluso había logrado destacar. El rector del Sacro Cuore, don Giorgio Pontiggia, le siguió durante las vacaciones incluso más allá de los momentos comunes esta­blecidos por el calendario de iniciativas de GS. Andrea sabía adónde llevaba su en­fermedad; quizá no siempre lo supo, pero llegando al final era plenamente consciente. Andrea alcanzó la conciencia de sacri­ficio que el encuentro con Cristo implica: la totalidad del don de uno mismo en la nor­malidad de la vida. La enfermedad hizo todavía más normal la vida de Andrea. Con el padre y la madre, sus seis hermanos y el abuelo. Una noche fui a casa de los Man­delli a cenar. Andrea se había reservado un puesto incómodo en la mesa; en una esquina, lejos del centro de la conversa­ción. Intentaba participar pero debía estar atento al abuelo que no estaba muy bien y necesita­ba ayuda. Le ayudó a levantar­se y sentarse, le servía el agua, le daba de comer y al final él mismo le acompañó a la cama. Quedé fascinado por la familia de Andrea tanto como por él. Por él, por su atención a cada cosa; por la familia porque le estaba acompañando. Cual­quiera podría haber dicho: «déjalo Andrea, yo me levanto, yo me encargo del abuelo». Cualquiera podría haberle di­cho: «deja que lo haga yo, tú estás mal».
Por el contrario Sofía, An­tonio y todos los demás le han ayudado a permanecer en la normalidad. Recuerdo que aquella noche me lo dije a mí mismo volviendo de casa de los Mandelli: están acompa­ñando a Andrea, ésta es la verdadera compañía. En ese momento todavía esperaba que Andrea se recuperase. Pero las palabras de la madre el día de su muerte reafirmaron aquel pensamiento mío dándole cumplimiento: a partir de de­terminado momento en adelan­te, dijo, nos dimos cuenta de que estábamos acompañando a Andrea al encuentro definitivo con Cristo.
«Queridos, ¿para qué sirve la vida sino para darla?» escri­be Andrea en una carta, «porque si Dios nos da algo es para que se aclare la razón en­tre nosotros». Al leer esta frase no podemos olvidar que ese algo al que Andrea se refiere es, para él, su enfermedad.
Toda la vida de Andrea, durante el año y medio de sufrimientos cada vez mayores que separan el hospedaje en el Pini del día de su muerte, fue vivida a la luz de estas pala­bras y del mismo modo que aquella noche cenando en su casa. Pueden parecer sólo pa­labras pero es verdad que de todo lo que nació el año pasado en el Sacro Cuore, en GS fines de semana, estudio, vacaciones, mercados de li­bros, el Centro Social en San Martino de Lambrate, la Aso­ciación «Milano Studenti» de la cual era vicepresidente, él era el protagonista. La fotografía más conocida y querida por nosotros en el Sacro Cuore lo retrata al volante de una camioneta. Incluso en el dolor físico de los últimos meses no renunció, mientras pudo, a la vida de siempre.
En los últimos días estuvo ingresado en el hospital de Gorgonzola. Sus amigos quisieron regalarle algo por su santo que es el 30 de Noviem­bre. Muchos de nosotros le es­cribimos cartas o notas y otros le hicieron dibujos. En la mañana del treinta, en la capilla del Sacro Cuore, debe­ría haberse celebrado una misa por Andrea, sin embargo, nada más entrar en la capilla, nos dieron la noticia de que An­drea había muerto. La noche anterior a las diez y media.
Estas son algunas de las frases tomadas de las muchas cartas escritas a Andrea por su santo. «Me resulta difícil - es­cribe un profesor suyo- explicarte lo mucho que estamos caminando juntos, tú y yo, mi familia y nuestros amigos, nuestros compañeros. ( ... ). Es justamente ahora cuando mejor comprendo que somos y debe­mos ser una sola cosa, tener los mismos sentimientos, el mismo dolor y la misma alegría». «Dios tiene prisa escribe otro profesor una terrible prisa por llegar a ser todo para nosotros, por hacernos suyos».
Pero son muchos los que piensan así, los que tienen la misma evidencia. «Andrea está mal», escribe un ex-compañero en una carta dirigida a don Giorgio. «¿Qué importa el resto? ¿qué sentido tiene, por qué existe? ¿Por qué no man­dar todo al garete? Pero luego algo cambió en mí y con inmensa alegría he comprendido que el milagro no es algo que ocurre fuera de lo cotidiano sino que es la presencia de Cristo en el instante, sorpren­dido en la totalidad de sus cir­cunstancias; por eso mirar las cosas, incluso la más banal, me llena de una gran alegría, porque lo que miro es una promesa que se me hace y es la promesa de la salvación de Andrea». Parece que estoy viendo a Andrea totalmente atento, aquella noche, para que su abuelo estuviese bien.
«Querido Andrea escribe otro yo soy nuevo, un primeri­zo y por tanto no te conozco, pero conozco a tus amigos y a los que te quieren». Una chica, de la que quizá Andrea ni siquiera se acuerda, le escribe un día antes de morir pidiéndo­le que lea esta carta. Andrea debe saber que si ella que se dice «inestable, frágil y débil» tiene todavía fe es por el en­cuentro que tuvo con él.
Los testimonios son tantos y tan valiosos que quizás habría que hacer un librito.
Concluyamos con las pala­bras de la madre, Sofía, dichas en la reunión de su fraternidad pocos días antes de la muerte de Andrea: «La palabra que vivo en estos días es la palabra encuentro. Para Andrea es verdad que yo le estoy acom­pañando al encuentro definiti­vo. Pero también es verdad para mí porque el Señor me quiere encontrar y me sale al encuentro. ( ... ) El Señor nos sale al encuentro en cierto sentido como encubierto, porque no se descubre del todo, pero se da totalmente. En Su presencia no nos falta nada de Él, de Su potencia ni de Su gracia».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página