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Huellas N.06, Junio 1995

CULTURA

La morada de Chartres

Mimmo Stolfi

El año pasado la catedral de Chartres cumplió ochocientos años. El solidificarse de la com­pañía cristiana, de la comunidad , de la caridad medieval en una dimensión real, cotidiana, espacial: una "casa". Construida en el mundo por la gloria de Cristo

En los confines de la región francesa de la Beauce, en el extremo de una altiplanicie que se corta bruscamente, surge Chartres. Ciudad de llanura, por su vastísimo horizonte de cam­pos, y ciudad de colina, por la disposición una tras otra de las casas de agudos tejados, a lo largo de callejuelas que se yer­guen por ásperas subidas. Desde hace ocho siglos, una catedral, imponente como una fortaleza, domina y abraza la ciudad: es Notre Dame de Chartres. Con esta iglesia ha realizado el góti­co su obra maestra, obteniendo una nueva forma arquitectónica de los principios experimenta­dos por los constructores del período anterior. «En compara­ción con las restantes catedrales cuya familia inaugura, Chartres -ha escrito un gran historiador del arte como es Henri Foci­llon- conserva un privilegio de juventud: no una abstracta prio­ridad, sino la cualidad viva de un estilo que es dueño de sus propios recursos y que se manifiesta por primera vez».
En 1194, tras el incendio de la basílica de Fulberto, comienzan los trabajos de la nueva iglesia. Cuarenta años después, concluyen los traba­jos del actual complejo; pocos, teniendo en cuenta el tiempo de construcción de la época. La consagración, en cambio, no tuvo lugar hasta el año 1260. La construcción de la catedral avanzó rápidamente gracias al entusiasmo de la población que acudía pronta de todas partes para prestar ayuda a los operarios. Los documentos de la época hablan de un pueblo que, en su entusiasmo por la Casa de Dios, hacía generosamente notables contribuciones mone­tarias. Con este fin fueron colocados cepillos no sólo en la iglesia que se estaba cons­truyendo, sino también en los comercios más importantes de la ciudad. Así mismo se orga­nizaban colectas en el campo y en la diócesis. Fue especial­mente notable la aportación de los nobles, comerciantes y burgueses reunidos en hermanda­des. «La catedral -como ha escrito André Malraux- es una acción de gracias a Dios; ofrece la Creación a Dios trans­formada enteramente por el cristianismo».
Sólo se puede entender la importancia de la catedral de Chartres, si se la sitúa en aque­lla atmósfera gótico-medieval en la que nació y desde la que se levantó como una de las cimas más deslumbrantes.
Una gran parte de la historio­grafía moderna ha desarticulado los tópicos de un Medievo som­brío y oscu­rantista. La Edad Media ha recupera­do así su fisonomía de un tiempo caracteriza­ o por ese ideal de luz que, casi como presa­gio del Para­íso, se derra­maba por las vidrieras de la catedrales góticas. Y el evolucionar del gótico en los decenios comprendidos entre 1220 y 1350, no es sino un acrecentarse de la luz y la fe cristiana. De hecho, por aquel entonces, vivía una etapa de esplendor cultural y literario; piénsese, por ejem­plo, en la Summa Theologica de Santo Tomás de Aquino, La Divina Comedia o la fundación de la Universidad de París.
La idea central del gótico era que cada cosa remitiese, como símbolo y signo, a una realidad superior. La catedral de Char­tres es una nítida representación de esta visión del mundo, visión que afirmaba el valor de la experiencia mundana como medio para alcanzar el único fin que es Dios.
Ahora comprendemos por qué la catedral de Chartres no era sólo un lugar de culto para el pueblo cristiano, sino tam­bién un lugar de instrucción. Su rica y espléndida iconogra­fía es un compendio de todo el pensamiento teológico medie­val. Vidrieras, pórticos y esculturas cuentan cómo, durante milenios, Cristo ha sido esperado, anunciado y prefigurado; ilustran Su histo­ria y la de Su Madre. Se glori­fica a los Santos y se educa a seguir su ejemplo. Tampoco alta, en sintonía con el espíritu gótico, la anticipación icono­gráfica del juicio final. Por tan­to, es abriendo los ojos, como se ven las formas de Dios, su realidad, su verdad. ¿Acaso no decía Santo Tomás de Aquino que «el alma debe extraer de lo sensible todos sus conocimien­tos»?
Las esculturas, las vidrieras de Chartres son al tiempo que obras de arte y testimonios de fe, valiosos documentos históri­cos. Los maestros de Chartes nos han transmitido junto con los nombres de los donantes la representación fiel de la socie­dad de su tiempo: rey, guerre­ros, eclesiásticos, mercaderes y artesanos, reproducidos todos ellos con la insignia de su estado o en el ejercicio de su oficio. Un haz de luz que rasga las tinieblas de la historiografía medieval.
El arte de Chartres, en armo­nía con la mentalidad gótica, es más arte de razón que de senti­miento, se dirige más a la comunidad que al individuo. En Chartres aflora el sentido común, la lógica, el raciocinio de San Luis más que la ternura y el espíritu de abnegación de San Francisco. Más aún, de hecho, y sin ánimo de perderse en las consabidas disertaciones críticas de los escritores medie­vales sobre el simbolismo de la arquitectura, es imposible no admitir su existencia. La cate­dral es la imagen de la ciudad de Dios, de la Jerusalén celes­tial. Los pilares y las columnas son los profetas y los apóstoles que sostienen el cielo, cuya lla­ve es Cristo. El pórtico es la puerta del paraíso. Las lumino­sas ventanas que protegen de las inclemencias del tiempo y derraman la luz, son los docto­res de la Iglesia. Chartres era, además, el san­tuario mariano más famoso y los peregrinos acudían allí en masa para venerar la imagen milagrosa cubierta con un pre­cioso manto.
Carlos el Calvo había dona­do a la iglesia de Chartres unas bellísimas orlas de tejido traídas de Oriente, que se creían parte de la túnica que llevaba la Vir­gen en el día de la Anuncia­ción. Una inmensa muchedum­bre de soldados y campesinos iban a postrarse ante aquella maravillosa reliquia, para ser conducidos después a la cripta, donde descubrían la imagen de la Virgen, sentada majestuosa­mente en el trono.
Tras ocho siglos, Notre Dame de Chartres sigue irra­diando un canto de luz embria­gador.

(traducido por María de los Ange­les Martínez)

 
 

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