La Primera Guerra Mundial y la disolución del Imperio de los Habsburgo en el testimonio sufrido por escritores y artistas. Las voces proféticas de Solov'ev y Peguy. Un trauma que ha marcado una época, poniendo en evidencia los límites de la modernidad y sus mitos
Antes de la Gran Guerra, arreciaban pronósticos del conflicto y fantasmas de destrucción universal; pero casi nadie previó las dimensiones reales de la masacre y sus nefastas consecuencias sobre la decadente civilización europea.
De todos modos, hubo algunas excepciones. Ciertos poetas y pensadores barruntaron la tempestad. Sensibilísmos sismógrafos del destino de Europa, sintieron vibrar anticipadamente aquel cataclismo que abriría una falla mortal en el corazón del viejo continente. Pensamos en Solov'ev y en su profética visión de una Europa nuevamente invadida por las hordas asiáticas; o en Peguy y su arcana clarivocación del Harmagedón en Eva.
También en el caso de la Gran Guerra hacer poesía es hacer obra de verdad, es desvelar algo, sacarlo a la luz. Efectivamente, el arte es uno de los lugares privilegiados donde el ser se da. Se convierte en historia. Por eso interrogar a poetas y escritores sobre la catástrofe de aquella época que supuso el primer conflicto mundial es, desde ciertos aspectos, más necesario y revelador que interrogar a los historiadores.
Una civilización, como un hombre, muere cuando cede el corazón. Y el corazón de Europa, en la víspera de la Primera Guerra Mundial, era el Imperio Austro-húngaro. En el Imperio Austro-húngaro el paralelismo entre historia, política y arte es tristemente perfecto durante la Gran Guerra. La tragedia de la una se refleja sobre las formas y los contenidos de la otra. Así la decadencia de este imperio se cristaliza, se llena de una siniestra carga eléctrica, de materia explosiva, en las telas de los pintores expresionistas como Kokoschka y Schiele; se hace carne que grita y destino en lo poemas de Trakl; se convierte en clave del quebrantamiento del orden tradicional en las novelas de Musí! y Broch; se torna en grotesca apocalipsis en el desmesurado drama Los últimos días de la humanidad de Karl Kraus; refluye en la gélida afasia de la música atonal de Arnold Schoenberg, Anton Webem y Alban Berg. En algunos de los testigos del finis Austriae, junto a la pesadilla de la pérdida de fundamento, sobrevive una poderosísima nostalgia por lo que Claudio Magris, sagaz estudioso de la literatura centroeuropea, ha definido como el "mito haubsbúrguico''. Es esta nostalgia de un centro perdido lo que caracteriza a la añoranza por el "mundo de ayer" del escritor y ensayista Stefan Zweig, así como las novelas de Joseph Roth, casi todas marcadas por el tema de la fuga y del errar, y que se extiende hasta los escritores triestinos y al escritor serbio Ivo Andric.
Un elocuente testimonio del ocaso del imperio Austro-húngaro y del suicidio de la vieja Europa lo encontramos en el afortunado libro de Zweig, El mundo de ayer: «un mundo, con sus innumerables cautelas y prevenciones, donde nunca ocurría nada imprevisto y. si tenían lugar catástrofes a lo lejos, en la periferia del mundo, nada penetraba a través de las paredes bien armadas de la vida segura». Si el lamento de Zweig es francamente retórico, de muy otra sustancia es la nostalgia de un Roth o de un Andric. Tanto
uno como otro, si bien desde puntos distantes del imperio, ven en el ocaso del mundo haubsbúrguico la desaparición de un enorme patrimonio religioso y cultural, suplantado por una álgida civilización tecnológica impregnada de ateísmo y hedonismo.
En una obra juvenil, Ex Ponto, Andric expresa así este sentimiento de nostalgia: «Pues bien, como siempre, en las horas de mayor prueba, yo veo que en el fondo de mi alma, bajo la dura corteza y los grises sentimientos de las palabras vanas y de las ideas tortuosas, que tan pronto desilusionan, vive siempre el patrimonio eterno, inconsciente y bendito de mis abuelos, que han dejado su cuerpo en los viejos cementerios y sus potentes virtudes en los fundamentos de nuestras almas». Este tono elegíaco que no quiere huir de la aspereza del presente sino tal vez esclarecer la necesidad profunda, cede de repente en otros autores que, del campo de escombros de fines del imperio haubsbúrguico, ven levantarse sólo hombres defraudados por la propia humanidad, marionetas mezquinas y doloridas que vagan sin meta en un mundo vapuleado por la nada.
Este infierno sin historia, en el que ya no existe el tiempo, encontrará su trágico cantor en el salzburgués Georg Trakl. En sus poemas, la raíz históricocultural de Austria, la así llamada Heimat, entendida no sólo como patria, sino, sobre todo, como casa, morada, hogar, grita la propia descomposición.
Durante la guerra Trakl prestó servicio en un hospital de Galicia, atestado de moribundos, donde se suicidó, incapaz ya de soportar tanto sufrimiento, justo cuando de los árboles que circundaban el hospital pendían innumerables campesinos rutenos ajusticiados. Grodeck, visión alucinada de los dolores y desastres de la guerra, es la poesía de Trakl en la que la descomposición espectral que lo circunda encuentra los acentos más hirientes: «Por la tarde resuenan los bosques otoñales/ de armas mortales, las doradas llanuras/ y los azules lagos y a lo alto el sol/ más oscuro precipita el curso: envuelve la noche/ guerreros moribundos, el lamento selvático/ de sus bocas quebrantadas».
«Las interpretaciones de Trakl -ha escrito Claudio Magris- están de cara a la esencia de nuestro destino. El túrbido y purísimo poeta de la vieja Austria, que se descomponía y deshojaba junto a él, ha encarnado el ocaso de una civilización secular. Leer a Trakl significa preguntarse si este ocaso, que embiste la historia general y a nuestra existencia individual, significa un apagarse definitivo o una oscuridad que hay que atravesar para llegar a una nueva alba».
Un arquetipo de la finis Austriae es El hombre sin cualidad de Robert Musil. Como en Proust, también en Musil es evidente una obsesiva búsqueda del tiempo perdido. Su novelarío representa una reevocación caleidoscópica del Imperio habsbúrguico en vísperas de la Segunda Guerra Mundial y, paralelamente, el estudio de la búsqueda vana por parte del protagonista Ulrich Anders, de una síntesis perfecta entre «alma y precisión», entre vida práctica y experiencia mística. A las muchas cualidades de Ulrich no corresponde ninguna capacidad de hacer. Pero él no es abúlico al estilo de Oblomov. Cuando debe actuar, lo hace con instinto seguro y no se equivoca. El problema es que no sabe con qué objeto debe actuar. La disolución de los valores y de los fines, la explosión del sentido en una miríada de fragmentos ya no recomponibles en ninguna totalidad, la desgarrante dicotomía entre la infinita disponibilidad a lo posible y la negación de la realidad, desvelan en Musil un melancólico, un desesperado cortejador de los tiempos perdidos. Para el germanista Paolo Chiarini «la definición de Musil del período histórico a caballo entre los dos siglos como época de la interioridad protegida por el poder ... parece proyectar en el pasado la sombra de un deseo por algo que se ha perdido definitivamente y le confiere esa límpida y conclusiva coherencia, esa armonía de relaciones y de vida que ahora se niegan de la manera más absoluta». Como todos estos ejemplos nos sugieren, el fin del imperio Austro-húngaro ha coincidido con un momento artístico y filosófico que, confrontándose con el gigantesco drama de toda una época, ha hecho emerger enérgicamente los límites de la modernidad y de sus nuevos mitos.
(Traducido por José Clavería)
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