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Huellas N.06, Junio 1995

VIDA DE LA IGLESIA

América. Una semilla plantada en Central Park

John Touhey y Giorgio Vittadini

Juan Pablo II ha visitado Nueva York. Ante una inmen­sa multitud y ante quien quería encasillarlo política­mente ha repetido el corazón del mensaje cristiano. El amor a la realidad gracias a una Presencia viva. Una palabra clara entre los rascacielos de la Babel contem­poránea


En la ciudad que nunca duerme, hasta el grito del Papa «¡No ten­gáis miedo!» puede ser reducido a un slogan publicitario por la gran industria de la comunicación. Así que Juan Pablo II se ha preguntado, en voz alta y no sin ironía, si las miles de personas reunidas en Cen­tral Park habían venido "sólo" para ver al Papa.
En cualquier caso, los periodistas tenían que decir algo ¡ y además había unos horarios televisivos que se debían respetar! Así, apenas el Papa puso un pie en la Gran Manza­na, ya había detalles de ello: desme­nuzaron sus homilías y sus discur­sos, banalizándolos como "canapés" morales acerca de la necesidad de ser amables con los inmigrantes y refugiados, con los pobres y los minusválidos.
Naturalmente no han faltado los argumentos políticos, desde los Republicanos a los Demócratas: el conservativ Juan Pablo II, ¿tiene un ánimo liberal? En el cuartel general de las Naciones Unidas el Papa, al finalizar su intervención, recibió la "standing ovation" (ovación en pie).
¿Cómo habrá interpretado aquellas palabras la burocrática ONU, tan atareada toda ella en sus propias ocupaciones?
En el Giants' Stadium, templo del equipo homónimo de fútbol ameri­cano, Juan Pablo II se encontró fren­te a una multitud oceánica de fieles, desde buscadores de milagros a sim­ples curiosos. Cada uno tenía su idea personal de lo que significaba la visita del Papa. La multitud esperaba ávidamente detrás de las vallas, alar­gando el cuello para entrever, en la vastedad del estadio de fútbol, al Papa, rodeado como estaba de sus colaboradores y del masivo servicio de orden, por no hablar de las cáma­ras de televisión, los periodistas y los comentaristas que se amontona­ban. Por todas partes, la gente que miraba, miraba ... ¿Qué miraba? Debía haber ocurrido lo mismo cuando Cristo fue a Jerusalén: cada uno especulaba, apostando sobre el siguiente movimiento de aquel hom­bre, aguardando con confusa ansie­dad y expectación, mientras la ten­sión seguía aumentando. Se esperaba casi que el Papa se alzase de impro­viso de la silla para gritar: «¡Basta! El motivo por el cual estoy aquí es ... ». Aquel «¡basta!» llegó, como una palabra clara, durante la misa en Central Park. El Papa lo hizo a su personalísima manera, esto es, ento­nando un villancico que aprendió cuando era niño en Polonia. Apenas Juan Pablo II comenzó a cantar, la inmensa y distraída muchedumbre reunida en la gran explanada se vol­vió silenciosa y atenta, como niños sorprendidos. De un modo completa­mente inesperado y humano, todo se hizo sencillo de inmediato. Más cla­ramente que cualquier análisis inte­lectual o interpretación moral, el pequeño himno polaco nos ayudó a entender que este evento, el naci­miento de este hombre, Jesús, en Belén era la verdadera razón por la cual el Papa había venido a Nueva York. «Si hablo de la Navidad», dijo el Papa, «es porque en menos de cin­co años alcanzaremos el segundo milenio, dos mil años desde el naci­miento de Cristo y desde la primera noche de Navidad en Belén». El Papa propuso después a los millares de personas presentes y a aquellos que asistían al evento a través de la televisión -y especialmente a los miles de jóvenes- que fueran testi­monios de esta Presencia, «conlleve el riesgo que conlleve para vosotros, porque conocerlo y amarlo a Él cam­biará verdaderamente nuestra vida».
El Papa no ha venido para hacer una visita de cortesía, sino para plan­tar una semilla de fe en el aparente mente estéril
terreno de New York City. ¡En Nueva York, don­de el sol está habi­tualmente oculto por los rascacielos! ¿ Un sueño de idealista? En realidad, aquí no se tra­ta de idealismo, sino de una propues­ta llena de racionalidad. «Vosotros, jóvenes, viviréis la mayor parte de vuestra vida en el próximo milenio -dijo el Papa a la multitud-; debéis ayudar al Espíritu Santo a formar el carácter social, moral y espiritual. Debéis transmitir vuestra alegría por haber sido hecho hijos e hijas adoptivas de Dios a través del poder crea­dor del Espíritu Santo. Haced esto con la ayuda de María, madre de Jesús». Ahora el Papa se ha marchado. Los periódicos y las televisiones han vuelto a ocuparse de otras noticias y de otros problemas: la llegada de Yaser Arafat a la ONU, el proceso de O.J. Simpson...
El Papa sabía que la atención de Nueva York se volvería rápidamente hacia otras cuestiones, lejanas de aquella pequeña semilla plantada en Central Park. Para crecer y dar fruto, una semilla no tiene necesidad de la atención de los medios de comunica­ción, de análisis morales o de pro­gramas políticos. Bastan sólo unos pocos corazones pobres, conmovi­dos por el corazón del Papa que ama este enloquecido lugar gracias a una Presencia nacida en Belén y "trasla­dada" también a la ciudad que nunca duerme.


Visto de cerca
por Giorgio Vittadini
He participado, invitado por la Nunciatura en las Naciones Unidas, en la ceremonia del quincuagésimo aniversario de la ONU, y he podido ver de cer­ca al Papa en América.
La visita de Juan Pablo II a Nueva York y Baltimore ha tenido un éxito superior a toda previsión, tanto por parte de los medios de comunicación como por parte de la gente. En las celebraciones eucarísticas, en Central Park y en Brooklyn, han participado no sólo católicos, sino también ateos, protes­tantes, musulmanes. ¿De dónde procede todo este interés?
América está viviendo un momento dramático: están emergiendo contradic­ciones internas. Una unidad fundada sobre el legalismo, sobre el formalismo, sobre el mito del país donde todos son acogidos, pertenezcan a la raza y religión que sea, donde a todos se dan oportunidades, don­de se ha levantado precisamente una estatua a la libertad ... Todo esto ya no es válido, ya no tiene consistencia. El proceso Simpson reducido a problema racial y la marcha de un millón de negros musulmanes son un síntoma. El olvido de una igualdad real, junto al mito de signo opuesto del politically correct, la discriminación, la ausencia de una verdadera atención al hombre, la destrucción de la educación, la disolución de la familia, el mito de la compe­tencia a toda costa, la caída de las utopías juveniles a las que ha seguido la nada: todo esto sólo ha generado división. Ningún ame­ricano sabe qué mirar y qué esperar para sí, para sus propios hijos, y ya no cree en el mito fácil de la gran nación. Los únicos profetas son los que incitan a la violencia o a la pura evasión. En este panorama el Papa -su persona y sus palabras- ha representado un signo de unidad, de paz y de esperanza. Ahora la pregunta es: ¿cómo puede continuar la esperanza entrevista? ¿Qué educadores se encontrarán? ¿Quién sabrá hablar de Jesucristo y de su compa­ñía sin recurrir al cómodo voluntarismo de organizaciones benéfi­cas o a las discusiones tediosas sobre las mujeres sacerdotes o sobre los curas casados? Sólo el amor al hombre en su verdad puede generar una fe verdadera. De otro modo, la fe será reducida a puro folklore; como en aquella función pascual en la que, por tener a la gente en la iglesia, había un muñeco que salía del sepul­cro entre humaredas.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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