Rusia, trece años después. Cosas que han cambiado y cosas que no a través de testimonios. Entre el arte, la historia y el presente
4 de agosto: aeropuerto de Moscú. ¿Londres o Moscú? Una gran cantidad de publicidad en inglés acoge a los pasajeros. Reina un estado de abandono y de suciedad. La nueva Rusia también es esto. Llega Roberto, jadeante. Le cuento lo de los Ejercicios y él de la comunidad de Moscú.
Por la tarde, después de trece años desde mi último viaje, me encuentro paseando por la Plaza Roja. Ya no hay colas de gente que espera para entrar en el mausoleo de Lenin. El sábado: excursión por Moscú. Me encamino a la Galería Tretiakov, en la que hace trece años la sección de arte antiguo ruso estaba cerrada por restauración. !La gente iba a rezar delante de los iconos cuando la abrían! Por desgracia, me espera una desilusión: la famosa Madonna de la Ternura de Vladimir no está, pero, al mismo tiempo, un descubrimiento increíble: la Trinidad de Andrej Rubliov. Bajo un finísimo velo azul se ve el cuerpo de los ángeles: no son imágenes etéreas, sino reales. Fuera de la Galería doy un paseo por la ciudad. El clima ha cambiado. Nadie tiene ya miedo de los extranjeros. Por las calles pasan como flechas cochazos de fabricación occidental y a menudo las personas hacen alarde de llevar... pistola. El miedo ya no es debido al régimen.
Parto por la tarde. Mi destino: Novgorod, a 750 kilómetros de Moscú, muy cerca de San Petersburgo. En el tren me hacen compañía un profesor de electrónica y un joven asistente de la cátedra de arqueología rusa en una universidad de Moscú. El joven, viendo mi pulsera brasileña, me cuenta que en Rusia es el signo distintivo de los hippies. Me parece retroceder en el túnel del tiempo. En la ex-Unión Soviética todo ha permanecido congelado durante años.
En Novgorod me espera Tania, experta en arte bizantino y supervisora de la catedral de Santa Sofía, que hace poco ha sido restituida por el Estado a la Iglesia ortodoxa. Comienzan mis vacaciones de estudio y... de encuentros. Tania me hace de guía. Cada día me lleva a ver una iglesia distinta, pues la ciudad cuenta con más de 46. Novgorod es una de las ciudades más antiguas de Rusia, siendo potencia comercial desde el año 1000. Cada grupo de comerciantes tenía su propio lugar de culto. Iván “el Terrible” puso fin a esta potencia exterminando a todos sus habitantes. Por desgracia, fueron destruidas demasiadas iglesias durante la Segunda Guerra Mundial, aunque después fueron reconstruidas. En algunas Tania ha conseguido recomponer, como en un puzzle, todos los frescos que estaban esparcidos por tierra en trozos. También la iglesia de la Trasfiguración ha sufrido daños, pero no fue completamente destruida. En su cúpula se puede admirar un magnífico Cristo Pantocrator de Teofane el griego. Me subo con Tania al andamio y me acerco hasta un metro de distancia. Muchos lo llaman “Cristo, el Terrible”, sin embargo, a mí me da la impresión de que mira con atención y amor a sus criaturas.
El fin de semana me voy a explorar un poco la campiña, en un tren sin cristales que tarda dos horas para hacer 40 kilómetros. Esta vez me recoge Valentina, la madre de Tania. Rápidamente nos ponemos a trabajar... recolectando pepinos y tomates. Servirán durante el invierno. Por la tarde me cuenta cosas de su familia, de su padre, que una tarde, en 1931, mientras jugaba al dominó, silbó una canción prohibida. Al día siguiente todos fueron arrestados y declarados “enemigos del pueblo”: fusilaron a los amigos de su padre y él fue deportado a Siberia, de donde sólo volverá para ser enviado al frente durante la guerra.
Me pregunta sobre la Iglesia católica y sobre el movimiento. Se queda maravillada por el hecho de que mucha gente, no sólo jóvenes, estén unidos en una amistad por el hecho de que creen en Cristo. «Entre nosotros -dice- durante muchos años no se podía mostrar la propia fe, especialmente si se quería hacer carrera. Yo siempre he pensado que existe “Algo, otra cosa”, pero después he caído en la cuenta de que esa otra cosa estaba ligada a lo que ya existe: la Iglesia. De esta forma, a mis 36 años me hice bautizar».
Regreso a Novgorod con Tania. Visitamos un pequeño monasterio, a orillas de un gran lago, donde sus habitantes, cuando se bautizaron, tiraron al agua los idolillos de los paganos. Hasta el siglo XIII fue morada de algunos eremitas; después pasó a ser sede de un monasterio femenino. Allí encontramos a la madre Valentina, que nos cuenta su historia: «durante la perestroika nos dijeron: “podéis volver a vuestros monasterios, pero si no lo hacéis inmediatamente los trasformaremos en hoteles”. De esta manera las pocas monjas supervivientes del comunismo se dividieron y yo, siendo la más joven (55 años) fui enviada aquí sola». Por desgracia, en los años en los que el monasterio fue requisado, no se había hecho nada en él y así la madre Valentina se convirtió en carpintero, reparando el techo y haciendo otros trabajos de reconstrucción. Lo que más le pesa verdaderamente a la madre Valentina es el estar sola. Me pregunta si hay vocaciones en Italia. Le hablo de los Memores Domini. Cuando la dejamos me pide que rece para que el Señor mande otras vocaciones y ella pueda tener compañeras de camino.
Al volver a casa Tania me explica: «Nunca ha existido en Rusia la prohibición oficial de entrar en un convento, pero si alguna chica lo hacía, toda su familia podía decir adiós a carrera, viajes y acceso a la universidad. Hoy todo esto ya no sucede, pero muchos no saben ni siquiera si queda algún monasterio «vivo»».
De la situación actual me habla Lidia, la amiga más querida de Tania: «En los últimos años ha habido muchos cambios, no siempre positivos. Hubo un tiempo en que se ganaba poco; pero el pan estaba asegurado, así como quince días de vacaciones en Crimea y la asistencia médica gratuita. Hoy hemos perdido Crimea porque Kruschev, ya en su tiempo, la había «regalado» a Ucrania (convertida en Estado independiente) y si me rompo un diente, necesito un tercio de mi sueldo para arreglarlo».
Volviendo a casa Tania me dice: «Debemos pedir para que el buen tiempo dure lo máximo posible: el otoño es bello en Rusia; pero es necesario tener calzado adecuado y abrigo para afrontarlo y este año habrá mucha gente que no los tenga».
Una tarde me pongo a hablar con la hija de Lidia, Vittoria, y con su amiga Lena. Ambas estudian en San Petersburgo: Vittoria economía y Lena pediatría. Me piden noticias sobre Italia y sobre cómo los estudiantes pasan el tiempo libre. Es la ocasión de hablar del movimiento. Se asombran: «Entre nosotros -me cuentan- las cosas han cambiado mucho en los últimos diez años. Antes nos decían en la escuela: “no creáis a vuestras abuelas cuando os llevan a la iglesia, porque si no acabaréis como ellas: esclerotizadas. Hoy está “de moda" ser creyente: los jóvenes comienzan otra vez a casarse por la Iglesia». Pregunto si hay grupos cristianos; ellas no los conocen, como mucho hay sectas: Adventistas y Testigos de lehová. Es la ocasión justa para lanzar a quemarropa la última pregunta: «¿Vosotras creéis en Cristo?». Un momento de silencio y después: «Sí, creemos. Es bello creer, sobre todo antes de los exámenes cuando los únicos que nos pueden ayudar son los santos». Antes de irme les regalo el manifiesto en ruso; Vittoria me pide que vuelva. Al día siguiente Lidia me cuenta: «Les ha llamado mucho la atención, me han estado hablando de ello toda la tarde».
Por la tarde veo con Tania algunas diapositivas artísticas de Bulgaria, y surge una sorpresa: en la iglesia de Bagkovskaja Kostnica, en un fresco semidestruido - pues casi todos los frescos medievales búlgaros fueron destruidos por la gente, que raspaba el polvo de los ojos de los santos pensando que sirviese para curar las enfermedades - descubrimos un rostro conservado entero que nos resulta conocido. Lo miramos más de cerca. Tania coge el Manifiesto de Pascua y el parecido es inmediato: un artista griego desconocido ha pintado el instante en que Pedro mira a Jesús, como Masaccio.
Penúltima tarde en Novgorod. Tenemos invitados a cenar: el padre y la madre de Tania, su tío con su mujer ucraniana. Después de la cena el padre de Tania entona Lungo il Volga a Niznij Novgorod... Me uno al canto y entonces me preguntan que dónde he aprendido esta canción, que hasta los rusos han olvidado. Es imposible no hablar de don Giussani y de su amor por los coros rusos. Los quince días se han pasado volando: la madre de Tania me despide diciendo: «saluda a tu don Giussani».
(Traducido por Enrique Bicand)
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