Imaginemos el mundo como una inmensa llanura, en la que innumerables grupos humanos se afanan bajo la dirección de sus ingenieros y arquitectos, con proyectos de formas dispares, en construir puentes de mil arcos que sirvan de enlace entre la tierra y el cielo, entre el lugar efímero de su morada y la «estrella» del destino. En un determinado momento llega un hombre, abarca con la mirada todo ese intenso trabajo de construcción y llegado un punto, grita: «¡Parad! Sois grandes y nobles; vuestro esfuerzo es sublime, pero triste, porque no es posible que consigáis construir el camino que une vuestra tierra con el misterio último. Abandonad vuestros proyectos, soltad vuestras herramientas; el destino se ha apiadado de vosotros. Seguidme, el puente lo construiré yo; de hecho, yo soy el destino».
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