Pragmatismo y nihilismo.
El modelo de la pedagogía americana, que ya ha formado a enteras generaciones en América, nos ha alcanzado con su efecto expansivo después de treinta años. El naturalismo de John Dewey: abolición del yo y de la búsqueda de la realidad. «La eficiencia social» como criterio supremo de la educación, gobernada por el Poder. Mientras tanto la editorial de los salesianos en Italia SEI saca a las librerías El riesgo educativo como creación de personalidades y de historia, de Luigi Giussani
«...et eradamus eum de terra viven- tium»
EL INTELECTUAL PROGRESISTA
John Dewey (1859-1952), «el filosofo americano más notable del siglo XX» según Bertrand Russell, goza en los últimos años de una renovada popularidad como inspirador de una concepción que representa «la expresión intelectual más característica de la cultura americana» (R. J. Bernstein, John Dewey, Atascadero 1966, p. 1) y que se podría indicar sintéticamente con el término de «humanismo democrático».
En efecto, en el curso de su larguísima existencia, Dewey ha tenido un impacto enorme sobre la cultura de ultramar, interviniendo a todos los niveles —filósofico, lógico, pedagógico, político— con indiscutible autoridad.
Entre los maestros de la historia del pragmatismo, Dewey es el que ha recibido una formación filosófica más sólida y tradicional. Esta formación confiere a su posición —una visión extremadamente radical del pragmatismo, que él mismo definió como instrumentalismo u operacionismo— un espesor cultural y una amplitud de respiro tales que le sitúan entre los filósofos contemporáneos que han formula¬¡do una crítica profunda y totalizante de la tradición y la razón occidentales. En cualquier caso, frente a los otros grandes de la cultura contemporánea, el americano Dewey tiene una ventaja notable: es absolutamente politically correct. Más aún, se puede decir que encarna el prototipo del intelectual progresista: democrático, comprometido, tolerante, optimista, laico, es decir, de izquierdas pero no marxista, según una dicción que representa la quintaesencia de la laicidad contemporánea, del humanismo democrático, post- filosófico y post-religioso.
Respecto a un punto, sin embargo, Dewey tenía las ideas claras; más que muchos de sus colegas contemporáneos: admitía que tal posición implica inevitablemente una cierta visión del hombre, una cierta, aunque elástica, «descripción de los trazos genéricos de la existencia», como él define aquella que en un tiempo se llamó metafísica (Experiencia y Naturaleza, Turín 1948,p. 31).
EL HOMBRE NO ES UN ESPECTADOR DESINTERESADO: EL MITO DE LA CIENCIA
Para comprender la posición de Dewey es necesario partir de lo que constituye el eje configurador de todo su pensamiento: el concepto de experiencia y de sus relaciones con la naturaleza. A propósito de esto se debe reconocer que la reflexión de Dewey parte de una instancia verdadera, la de recuperar una definición de experiencia más adecuada respecto a las concepciones reductivas del subjetivismo y del empirismo sensista, que han dominado la cultura moderna y que, a su entender, están en el origen de todos los dualismos irreconciliables — mente/cuerpo, espíritu/materia, yo/mundo, pensamiento/acción, visión científica/valores- en torno a los cuales se ha fatigado en vano el pensamiento filosófico. La experiencia comprende a pleno título un elemento afectivo, impulsos, deseos, intereses, acciones, por las que se puede decir que el primer impacto con la realidad acontece a un nivel vital, precognoscitivo. Por ello el hombre no puede no ser considerado un espectador desinteresado del mundo o, en términos más filosóficos, la experiencia no puede reducirse a un puro momento cognoscitivo de la conciencia. Pero basta ahondar un poco más en estas afirmaciones, que sin duda tienen algo de fascinantes, para descubrir a donde quiere ir a parar Dewey. La experiencia está constituida por una serie de interacciones orgánicas, de transacciones que subsisten entre un ser humano y su ambiente. Tiene un lado activo, que es un hacer, un probar algo, y un lado pasivo, que es un padecer algo: hacer y padecer, falta completamente la idea de un criterio original desde el que juzgar la experiencia. Más aún, existe un criterio: las consecuencias; pragmáticamente, el significado de la experiencia se identifica con las consecuencias verificables de una determinada acción.
Esta idea de experiencia se fundamenta en dos premisas: una, por así decir metodológica, cognoscitiva, que es la identificación en la ciencia del único tipo de saber válido, y la otra, “metafísica”: el naturalismo.
Como muchos de su generación, Dewey nutría una especie de reverencia ante el saber científico; es tarea de la ciencia que nos diga la verdad sobre el mundo; la ciencia es «la realización de las implicaciones lógicas de cualquier conocimiento» (Democracia y Educación, Florencia 1949, p.293). Incluso cuando está dispuesto a admitir que la ciencia no es la única forma de conocimiento, él insiste en que todo saber debe asumir la posición típica por él denominada «empirismo experimental»: la realidad en su ámbito no es nunca un objeto a acoger, constatar, contemplar con maravilla, sino un problema a resolver, un dato a reinterpretar. Se comprende entonces el sentido del pragmatismo instrumentalista: las ideas son instrumentos, «planos de acción», y el pensamiento no es otra cosa que «un proceso continuo de reorganización» del mundo. El pensamiento, la inteligencia, la razón, son formas altamente especializadas de ese instinto de supervivencia a través de la adaptación al ambiente que constituye el resorte de la evolución natural. En este sentido, según Dewey, es mejor, sin duda alguna, suprimir el término «razón», demasiado ligado a una idea de orden inmutable de la realidad y a la búsqueda de un significado estable, cierto, y sustituirlo por «inteligencia», que significa búsqueda de seguridad en vez de certeza, a través del control del curso mutable de los eventos, la organización de los medios y de los efectos para obligar a la realidad a mantener, de algún modo, «sus precarias promesas de bien». (EN, p. 38).
EXPERIENCIA Y NATURALEZA: EL MITO DE LA COMPLEJIDAD
Esta “naturalización” de la inteligencia que Dewey propugna como la consecuencia de una nueva y definitiva “revolución copernicana”, se apoya, evidentemente, en una visión antropológica bien definida: Dewey es el intérprete más radical y coherente del naturalismo moderno. No sólo la inteligencia es parte de la naturaleza, «la naturaleza que realiza sus propias potencialidades» (The Quest for Certainty, New York 1929, p. 215), sino el hombre entero, toda su experiencia y cultura, están en total continuidad con la naturaleza y se agotan totalmente en ella. No hay saltos, diferencias ontológicas, sino sólo formas de organización cada vez más complejas a medida que se complican la funciones en respuesta a específicas condiciones ambientales. «La distinción entre físico, psico-físico y mental es por tanto una distinción de grados diversos de complejidad creciente y de mutua acción recíproca entre los eventos»; por eso se puede decir que «algunos cuerpos tienen almas en modo eminente, como otros tienen fragancia, color, solidez» (EN, pp. 106,111).
Toda la diferencia entre el naturalismo de Dewey y el materialismo clásico se encierra en el término “complejidad”, esta traducción laica e inmanentista del misterio, el aplanarse de la profundidad del misterio a una sola dimensión, la temporal de la evolución.
La naturaleza no remite a nada, no tiende a nada más allá de sí misma: es un proceso continuo y autosuficiente de actividades que se autodiferencian y se especializan mediante la evolución; un proceso abierto, sin fin, sin destino. Y también sin corazón, porque si «la habitación del hombre es la naturaleza... sus propósitos y sus fines dependen de las condiciones naturales... separados de estas condiciones se convierten en sueños y en vanos abandonos de la fantasía» (DE. p. 381). Necesidades y preguntas son “naturales” en el sentido de que muestran un desequilibrio de energía que debe ser resuelto en la satisfacción. El deseo no es sino un impulso cuya inmediata ejecución es de algún modo impedida y diferida. Los aspectos afectivos de la experiencia, desde la simple emoción hasta la intuición estética, tienen una inmediatez absoluta, «que se consume», son «éxtasis mudos», no indican otra cosa sino a sí mismos, no son signos, por eso son en última instancia «inútiles... cuando son tratados como signos causan un daño al pensamiento» (EN, p.74; QC, pp. 235-239).
Richard Rorty, en su personalísima, aunque lúcida interpretación de las “consecuencias del pragmatismo”, observa: «Lo que une a Dewey y Foucault, James y Nietzsche (es) la percepción de que no existe nada en lo profundo de nosotros mismos (deep down inside us) más que aquello que nosotros mismos hemos introducido; no existe criterio que no hayamos creado nosotros, creándolo con nuestras prácticas; no existe criterio de racionalidad que no sea una referencia a tal criterio (relativo); no existe argumentación rigurosa que no sea obediencia a nuestras convenciones. (Ellos han con-tribuido a crear una cultura) en la que hombres y mujeres se sienten solos, puramente finitos, sin ningún vínculo con algo que vaya Más Allá... (han aprendido) a prescindir de Dios» (R.Rorty, Consequences of Pragmatism, Minneapolis 1982, pp. XLII- XLIII).
Las consecuencias más clamorosas de una concepción así se verifican al nivel de la definición del yo. Paradójicamente, esa unidad que Dewey quería recuperar frente a todos los dualismos intelectualistas, acaba por disolverse como un espejismo. El yo se consume completamente en una actividad que no tiene fin; sólo tiene un término; no tiene un destino, sino sólo proyecto, fines limitados (ends in view). La unidad de este yo reducido de modo naturalista es el mito de un pasado natural o la utopía de un futuro perfectamente integrado; la única unidad posible en el presente es la unidad funcional de la inteligencia que controla al impulso -esto es para Dewey el significado de la libertad : autocontrol de la mano que sostiene vigorosamente en el puño el vendaval del deseo, que vibra en el cielo mientras una fuerza extraña y ciega se lo consiente. El yo no es un dato originario sino que deriva de las interacciones naturales, su conciencia nace de la presión social que «penetra toda nuestra vida como el aire que respiramos» (Naturaleza y conducta del hombre, Florencia 1958, p. 338). Pero si el individuo existe «tanto mental como físicamente» sólo en relación con su ambiente, es inevitable que él no pueda reconocer como moral nada más que lo que la presión social le impone, la «urgencia de las peticiones de los demás; (de la) eficacia de las insistencias de los demás» (NC, pp. 338, 346).
DEMOCRACIA Y EDUCACIÓN: EL MITO DE LA ORGANIZACIÓN
Desde esta perspectiva se comprende plenamente el sentido de esta definición de Dewey: «la educación es el constante volver a tejerse del tejido social» (DE, p. 4), así como una de las tesis centrales de su pensamiento: la identidad perfecta de la educación progresista y del proceso democrático, se funda en un topos clásico de la utopía moderna, la organización. Educación y democracia representan el vértice y el centro de la filosofía de Dewey, más aún, a su entender, de la filosofía en cuanto tal. La democracia es la forma de vida que, en su carácter participativo, movilidad, plasticidad y dinamismo, refleja a nivel sociopolítico las características del método experimental: al igual que este último, tolera una cierta pluralidad de opiniones de las que partir, siempre y cuando converjan en el consenso sobre una serie de valores comunes; la comunidad democrática, al igual que la científica, es el lugar de los valores compartidos. Además, en su estructura, el proceso democrático y el método experimental reflejan la naturaleza del método evolutivo, en el que la variación individual es tolerada, más aún, está en función de el mecanismo de la selección. La educación progresista es el principal instrumento de esa continua reconstrucción y reorganización de la experiencia que constituye el ideal de la sociedad democrática. Su objetivo es el desarrollo de la inteligencia como «eficacia social», como capacidad de control y autocontrol y como capacidad crítica, es decir, como libertad de la inteligencia, «la única que tiene una importancia duradera» (Experiencia y educación, Chicago 1938, p. 69). Desde esta perspectiva resulta también evidente la razón del rechazo de la autoridad, de la tradición, del pasado -«we live forward» era el lema de Dewey- que caracteriza a la educación progresista. La negación de la autoridad y de la tradición no se hace en nombre de una libertad del individuo en su sentido más clásico; más aún, en realidad no se trata tanto de una negación como de una despersonalización de la autoridad en nombre del ambiente, del control social. «Nosotros nunca educamos directamente, sino indirectamente, por medio del ambiente... no existe la influencia directa de un ser humano sobre otro fuera del uso del ambiente físico como intermediario... el medio fundamental de con-trol no es personal, sino intelectual. No es “moral” en el sentido de que una persona se mueva por un reclamo personal, directo, hecho por otros» (DE, pp. 38-45). Puesto que el individuo humano no es propiamente un yo en el sentido clásico del término, no es un dato originario, no es libre en el sentido de capaz de su destino; puesto que lo que une a los individuos no es otra cosa que el sustrato natural, el ambiente en el que interactúan y, del otro lado del proceso evolutivo, el conjunto de valores comunes, como forma extrema de organización de la experiencia, evidentemente el contexto educativo y social de un individuo tal no puede ser otro yo: un tú, una autoridad, una tradición, un pueblo. El con¬texto educativo y social de un individuo no es nunca en última instancia una compañía humana, sino un ambiente organizado, sea el que sea, del colegio a la fábrica, de la asociación religiosa al club de vacaciones: ésta es la idea de Dewey que más capilarmente ha permeado la cultura contemporánea.
TAMBIÉN LOS LAICOS TIENEN UNA FE: EL MITO DEL PROGRESO
Esta última parte se podría haber titulado también «elogio a la esperanza infundada», porque la época en la que Dewey vivió ya no justificaba de ningún modo su optimismo progresista. Y sin embargo, tras haber identificado la religión con una posición totalmente subjetiva y, en el fondo, poco importante, no duda en profesar lo que él mismo define «piedad natural» y en cambiar la certeza, «perversión compensatoria», por una confianza en el progreso declaradamente inmotivada y poco plausible desde el punto de vista histórico. «Cuando llevamos nuestro pensamiento hasta sus últimas consecuencias y echamos sobre la móvil y desequilibrada balanza de las cosas nuestra débil fuerza, sabemos que, aunque el universo nos destruya, podemos tener confianza porque nuestro deseo se hace uno con lo que de bueno hay en la existencia... pedir más que esto es pueril, pedir menos es una vileza» (QC, p. 155). El mal no es una posibilidad inherente a toda acción o situación humana, límite paradójico y misterioso, inevitable y fruto de la libertad, sino que es el caos incontrolado, ausencia de organización y de método. Cierto, Dewey reconoce que incluso el progreso científico en sus aplicaciones técnicas e industriales no ha dado inmediatamente los efectos esperados: se ha convertido en un instrumento de nuevo poder y de formas de opresión más crueles, a producido el capitalismo más que un «humanismo social». De todos modos, quien puede dar una respuesta a todo esto y a otros «problemas embarazosos» como la locura, la pobreza o la enfermedad, es la inteligencia como método de la organización social. «Puesto que la inteligencia es el método crítico... para construir bienes más libres y seguros... ella es el objeto razonable de nuestra fe más profunda... el fundamento y la base de todas nuestras esperanzas razonables. Afirmar esto no significa ser indulgente con una idealización romántica. No significa sostener que la inteligencia dominará el curso de los acontecimientos y que nos salvará de la ruina y de la destrucción. Se trata de una elección, y la elección es siempre una cuestión de alternativas... La fe en un triunfo total es pura fantasía. Pero un procedimiento debe ser intentado, ya que la vida misma es un continuarse de pruebas» (QC, p. 161).
Una posición irracional: el vaciamiento de la pregunta
John Dewey, uno de los mayores responsables de la pedagogía que ha formado a tantas generaciones en América, y cuyo influjo llega a nosotros después de treinta años, afirma: «Abandonar la investigación de la realidad y del valor absoluto e inmutable puede parecer un sacrificio, pero esta renuncia es la condición para comprometerse en una vocación más vital. La búsqueda de los valores que puedan ser asegurados y compartidos por todos, porque están conectados con la vida social, es una búsqueda en la que la filosofía no encontrará rivales, sino cooperadores en los hombres de buena voluntad».
Pero abandonar la investigación de la realidad, del valor absoluto e inmutable, es un sacrificio por el que se puede incluso matar a la gente. Pues, en efecto, se trataría de abandonar algo a lo que la naturaleza nos empuja, y esto es algo irracional, algo inhumano. Es una problema.
Dewey aconseja dejar de lado las cosas imposibles para ponerse a construir juntos una vida social; sin embargo, de este modo no se tiene presente que la unidad entre los hombres, y por tanto la posibilidad misma de una colaboración, realmente constructiva, exige un factor que transcienda al hombre; sin él sólo se puede estar provisionalmente yuxtapuestos y de manera absolutamente equívoca, porque no se puede estar seguro de nada.
(L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro Ediciones, Madrid 1987, p. 79)
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