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Huellas N.04, Abril 1995

CULTURA

Una pintura del otro mundo

Donata Piccoli

Nuestra Señora de Guadalupe.
Las estrellas pintadas en el manto de la Virgen parecen diseñadas como si el autor se encontrase por encima de la bóveda celeste, más allá del horizonte. Y en los ojos de María, los protagonistas de la escena. Reseña sobre una de las reliquias más queridas de la tradición de la Iglesia Católica



Diciembre de 1531. Juan Diego, campesino indio de Tolpetlac (Méjico) se dirige, como cada sábado, a la Iglesia de Santiago para participar en la misa, Al llegar al pie de una colina, oye una extraña música, como un canto de pájaros que imita el coro de una misa solemne. Mientras que, lleno de curiosidad, sube a la cima, oye una voz: se le aparece una señora, bellísima, llamándolo por su nombre. Juan se arrodilla inmediatamente y la mujer se presenta: «Pobre hijo mío amadísimo, que sepas que yo soy la siempre perfecta Virgen Santa María, la madre del verdadero y único Dios. Deseo que aquí sea construida una casa para mí. Yo soy vuestra madre misericordiosa: tuya y de todos los que habitan esta tierra. Vete donde está el Obispo y transmítele mi mensaje». Juan sin vacilar obedece, pero la petición no se toma en serio. El indio quisiera entonces renunciar al encargo: «Es necesario que vayas precisamente tú y ningún otro y que a través de tu mediación se realice mi deseo», insiste la Virgen.
Juan vuelve a hablar con el Obispo, pero éste aún perplejo, exige un signo. Y la Señora lo contenta: invita a Juan a recoger flores que se han deshojado -de muchos colores y perfumadas a pesar de ser pleno invierno- en la cima de la colina; los pone ella misma en el tosco manto (tilma) de Juan, pidiéndole que se los lleve al Obispo. El indio obedece y nada más abrir la tilma delante del prelado, las flores se caen al suelo, y aparece impresa sobre el manto la misma imagen de la Señora que antes se le había aparecido al indio.
Todos los presentes caen de rodillas y el Obispo, habiendo pedido perdón, ordena inmediatamente que le construyan una Iglesia a la Reina, donde se coloca la tilma: una tela con la imagen impresa de una mujer de rasgos mestizos, vestida con una túnica rosa y un manto azul bordado de estrellas doradas.
¿Qué sorprende? ¿Qué hace esta imagen tan extraordinaria y preciosa a los ojos de todos? María ofrece su presencia eligiendo a un hombre, un indio, para que a través de él, en un preciso momento de la historia de la América Central, llegue a todos los demás.
Solo han pasado diez años desde la llegada de los Españoles: el pueblo indio está sometido, la civilización azteca ya ha desaparecido. María conoce bien lo que está sucediendo en este pedazo de tierra americana: se pliega sobre estos hombres, entra en su historia para afirmar que lo que parece que ha venido a destruir es, sin embargo, una gracia, es el instrumento para que también los indios conozcan la salvación, Jesucristo: «¡No tengáis miedo! Si aceptáis el sacrificio y el dolor de vuestro pueblo seréis protagonistas de un nuevo pueblo». Y en su mismo ser María reúne y sintetiza ambas razas creando una persona nueva, una mujer de rasgos mestizos, entonces todavía desconocidos.
Su mensaje llega al corazón de los Españoles y de los Indios a través de los instrumentos más sencillos y de los signos más aptos tanto para unos como para otros: las flores y los cantos son para los primeros las referencias apropiadas de Dios y Su Madre, para los segundos representan la única vía a través de la cual poder conocer la Verdad, la Belleza, la Realidad, Dios; el vestido es propio de una princesa azteca que lleva en el pecho los lazos negros (antigua usanza para indicar las mujeres embarazadas) y en el cuello un broche (sobre el que se ve la cruz cristiana) idéntica al oval de jade que llevan las estatuas de los dioses indios; sobre el manto están dibujados el cielo y las estrellas, símbolos de los dioses tradicionales de los indios y del universo entero creado por Dios, para los Españoles. Esto último llama la atención de forma particular: las estrellas están dibujadas exactamente en el lugar justo, es decir, aquel que ocupan en el hemisferio boreal, durante las noches de invierno. Y no sólo esto, este cielo estrellado está observado y dibujado desde un punto externo a él (heliocentro), como si el autor se encontrase por encima de la bóveda celeste y no sobre la tierra.
También los ojos de la Virgen sorprenden: en las pupilas se pueden distinguir fácilmente (con una perspectiva diferente dependiendo de cada ojo) los perfiles de los protagonistas de la escena en el Palacio del Obispo. Es conmovedor pensar en la bondad de María que ha querido regalar, además de su imagen sobre la tilma, también la de ella misma que mira, desde un ángulo de la habitación, lo que está sucediendo.
Después de casi quinientos años la tela está intacta, a pesar de estar compuesta de un material vegetal (el ayate) que dura como máximo diez años; el tiempo y el polvo no han conseguido apagar el brillo de los colores «incorporados» al basto tejido gracias a cuatro técnicas distintas (olio, témpera, acuarela y fresco).
La imagen se encuentra ahora en la nueva Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, donde cada año acuden más de diez millones de peregrinos que ven en ella la especial ternura de María hacia los pueblos de la América Latina y hacia todos los hombres.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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