San Pedro está allí, en una esquina a la izquierda, como si quisiera salirse del cuadro. Tiene las manos recogidas sobre el pecho, amedrentado por la mujer que le está interrogando en la oscuridad de la noche. Su mirada es inolvidable: pensativa, algo perdida, como de un hombre aplastado bajo el peso de la vergüenza por su cobardía. Entristecido, decepcionado de sí mismo y, sin embargo, humanamente tan sumamente tierno.
El cuadro del que hablamos es La negación de san Pedro conservado en el Museo de Bellas Artes de Nantes, uno de los dos únicos que llevan impresa una fecha inteligible y la firma del autor. En estos días el cuadro se puede contemplar en una amplia exposición en el Palacio Real de Milán sobre el pintor francés del siglo XVII. Se trata de una obra emblemática, que ayuda a penetrar en la extraña y fascinante gramática visual de este artista raro e inmaterial, capaz de sustraerse a los habituales esquemas iconográficos para reinventar cada vez de manera absolutamente personal temas muy conocidos. En este caso, ocupa la escena el grupo de soldados jugando a los dados a la luz de una antorcha; en cambio, el corazón del cuadro se desplaza al margen, como para secundar el recóndito deseo de Pedro de pasar desapercibido, ocultando su vergüenza. El pintor trastoca audazmente los planos, asignando la centralidad de la representación a un detalle banal del contexto y confinando al protagonista en la retaguardia de la tela. De este modo, amortiguando la imagen de Pedro, De La Tour agudiza su drama humano, ahonda físicamente en su pobreza.
El cuadro está fechado en 1650, es decir, al final del recorrido humano de este artista solitario y misterioso, nacido en 1593 y que vivió toda su vida en su Lorena natal. Besado por la Fortuna (en 1639 se convirtió en pintor de la corte de Luis XIII), a su muerte cayó en un repentino y prolongado olvido.
Durante siglos De La Tour fue casi un desconocido. Sus cuadros fueron atribuidos a muchos autores, con atribuciones de lo más curioso y variado... Tan solo en 1934, con ocasión de una gran muestra parisina dedicada a los pintores franceses realistas, su identidad empezó a emerger, aunque todavía de manera imprecisa. Tuvo que esperar hasta una exposición en el Museo de la Orangerie de París, cuando recibió una afluencia de público clamorosa. Fue una consagración crítica y popular a la vez. Popular e incluso planetaria, visto que en 1989, los diseñadores de La sirenita, en la Walt Disney Company, incluyeron la Magdalena de Georges de La Tour entre los objetos terrestres que Ariel pone a salvo en una gruta submarina. «Un artista consagrado a toda velocidad, con pasiones que dan fe de su repentino descubrimiento», observa Francesca Cappelletti, comisaria de la exposición milanesa.
Si hay una categoría que nos restituye una imagen sintética de Georges de La Tour es ciertamente la del misterio, en su doble acepción: el misterio que sigue envolviendo su formación y sus posibles relaciones con el movimiento caravaggesco, y esa dimensión misteriosa en la que inserta magistralmente todas sus invenciones pictóricas.
Empecemos por la primera acepción. No se tiene noticia de que el pintor viajara a Roma, cosa que hace de él una excepción absoluta en el panorama de los artistas de su tiempo, para los que Italia era una etapa de formación imprescindible. Además, la colonia de los oriundos de Lorena en la ciudad papal contaba entonces con hasta seis mil personas, y parece inexplicable que un talento como el suyo renunciara a dicha posibilidad.
En realidad, De La Tour pudo conocer en directo una obra de Caravaggio, ya que el duque de Lorena encargó una Anunciación en 1610, pintada por el maestro lombardo afincado en Nápoles poco antes de su muerte, y enviada a Nancy, donde todavía se conserva actualmente. De La Tour también trabajaba para el duque y sin duda tuvo ocasión de estudiar esta obra del postrer Caravaggio. De todas formas, la impresión es la de encontrarse ante un artista con una personalidad ya tan definida como para hacerle impermeable a cualquier otro influjo. Roberto Longhi, el mayor crítico de arte del siglo XX, plasmó al respecto una fórmula muy eficaz. Ya en 1935, escribió: «De La Tour construye su fortín caravaggesco en Lunéville, en Lorena, y sigue cristalizando sus efectos de luz hasta 1650, cuando ya se llevaba mucho tiempo sin pintar así en ningún lugar del mundo. En cambio, De La Tour sigue en sus experimentos de alquimia caravaggesca encerrado en una torre, a la luz artificial de una linterna mágica, o bien a la luz amarillenta que se filtra en su cuarto durante las granizadas».
Longhi nos describe al pintor francés como un caravaggesco genial y aislado, encerrado en su fortín para defender celosamente las fórmulas de una pintura personalísima y casi atemporal. «Se trata de una anomalía que no se explica a partir de las premisas sociales y culturales de su tiempo (es más bien él, con su grandeza, quien aporta significados a su tiempo)», dijo eficazmente la historiadora de arte Anna Ottani Cavina.
De él hablan sus obras, con invenciones iconográficas continuas que atraen la mirada, con ese aire de misterio y de suspensión temporal que las caracterizan.
Tomemos, por ejemplo, una de las más célebres y eclécticas, la de Job menospreciado por su mujer, conservado en el Museo de Épinal. Un tema difícil y raro que, generalmente, en la pintura del siglo XVII se representaba con concesiones a lo grotesco, casi como una escena de taberna. De La Tour, en cambio, la resuelve de manera opuesta e inesperada. La imagen es ordenada y casi solemne. La mujer, estatuaria en su ropaje de un increíble bermellón, no pierde su compostura en lo más mínimo. Mira desde arriba al pobre Job sentado en un taburete, encogido en una esquina oscura, contorciéndose las manos, con el tiesto en el suelo, entre sus piernas, para rascarse las llagas, como relata la Biblia.
Con una opción precisa e intencionada, De La Tour contrapone la elegancia ostentosa de la mujer a la desnudez desgastada del anciano Job. Los dos dialogan. El desprecio de ella se nos comunica mediante ese mantenerse a distancia del marido y en el cinismo de palabras que imaginamos apenas murmuradas: «¿Aún te mantienes en tu integridad? ¡Maldice a Dios y muérete!». Por el contrario, él levanta los ojos con una mirada cansada, buena e implorante: «Hablas como una mujer insensata. ¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?». Según su estilo propio, despojando totalmente la escena y reconduciéndola a lo esencial, De La Tour, por contraposición, hace vibrar en la tela ese único elemento vivo: el corazón grande y piadoso de Job.
También sus icónicas y célebres Magdalenas penitentes son composiciones reconducidas a lo esencial. De ellas una calavera y un espejo en el interior de una habitación iluminada por la luz de una vela. Es una Magdalena joven, casi adolescente, con la cabeza apoyada en la palma de la mano y una mirada absorta. La vela juega un papel estratégico: vemos tan solo la punta de su llama tapada por la calavera, pero seguimos con la mirada su luz que, en particular, impacta en la tela blanca de la camisa casi deslumbrándonos. «La única condición para verla es entrar en el círculo trazado por la vela y quedarnos allí», escribió en 1935 el poeta francés René Char delante de una de las Magdalenas de su amadísimo De La Tour.
La luz tenue, en efecto, es el lugar que nos saca de la noche, pero aparece sobre todo como el eco vivo, palpitante, de un encuentro acontecido. Encontramos una confirmación de ello en la mirada de la joven (una vez más De La Tour nos regala una mirada inolvidable). Es límpida y penetrante, para nada presa de la culpa. La sorprendemos, en cambio, cargada de apremio por una presencia conocida, por una salvación hallada. Es una mirada que atraviesa la oscuridad, porque lleva grabada en la retina la indecible dulzura de un rostro.
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